Solaris Stanisław Lem Nos complacemos en presentar, por primera vez en traducción directa del polaco, Solaris, la mítica novela que consagró a Stanislaw Lem como autor de culto. Un texto hoy en día considerado un clásico sin paliativos de la literatura moderna. Kris Kelvin acaba de llegar a Solaris. Su misión es esclarecer los problemas de conducta de los tres tripulantes de la única estación de observación situada en el planeta. Solaris es un lugar peculiar: no existe la tierra firme, únicamente un extenso océano dotado de vida y presumiblemente, de inteligencia. Mientras tanto, se encuentra con la aparición de personas que no deberían estar allí. Tal es el caso de su mujer — quien se había suicidado años antes —, y que parece no recordar nada de lo sucedido. Stanislaw lem nos presenta una novela claustrofóbica, en la que hace un profundo estudio de la psicología humana y las relaciones afectivas a través de un planeta que enfrenta a los habitantes de la estación a sus miedos más íntimos. Stanislaw Lem Solaris Título original: Solaris Stanislaw Lem, 1961 Traducción: Joanna Orzechowska Introducción: Jesús Palacios Editor digital: Sonmiox INTRODUCCIÓN SOLARIZADOS por Jesús Palacios ¡Atención, lectores! O, mejor dicho, viajeros: más allá de las páginas de este prólogo hay monstruos. Quienes se atrevan a penetrar en el interior de Solaris deben estar dispuestos a cualquier cosa. Pero muy especialmente, a renunciar a todo lo que han aprendido antes sobre ciencia ficción, sobre vida inteligente en otros mundos, sobre el tan traído y llevado Primer Contacto del ser humano con una inteligencia alienígena. Nada de ello les servirá para moverse sobre la superficie eternamente cambiante y siempre igual de Solaris, como nada de ello les permitirá escapar a sus propios espectros… Si antes no aprenden a comprenderlos y aceptarlos. Y aun así… Aun así, nada es seguro bajo nuestros pies. Cuando Solaris — la novela— se publicó en 1961 se convirtió prácticamente en un clásico automático. Traducida pocos años después a numerosos idiomas (aunque casi siempre partiendo de su versión francesa y no de la original polaca), llevada al cine en dos ocasiones (y al parecer una a la televisión), se erigió en consagración de su autor como genio absoluto de la ciencia ficción moderna — mal que les pese a los anglosajones— y en obra de culto, que no puede faltar en ningún canon mínimamente completo del género. Pero con todo, a pesar de las versiones cinematográficas, de las sinopsis y resúmenes incluidos en los manuales sobre ciencia ficción e incluso literatura general, la obra maestra de Stanislaw Lem no ha perdido un ápice de su impacto original, ni de los bienvenidos peligros que representa para el lector primerizo, como también para el soñador experto. Tanto el estilo prístino y objetivista, casi científico, del autor, no exento de ironía, como la peripecia cósmica y existencial — las dos una y la misma— de los protagonistas siguen produciendo en el lector una agradable sensación de incomodidad, una inquietud fascinadora, que participa tanto de la característica fundamental del género — el Sentido de la Maravilla —, como del particular enfoque autorreferencial, posmodernista y metaliterario de su autor. Porque, como es bien sabido, Solaris es una novela de ciencia ficción y sobre la ciencia ficción, que a través de su argumento y propuestas cuestiona la naturaleza misma del género, y hasta la del género humano en cuanto a su fe en la posibilidad de comprender el universo. Al menos, el universo no-humano, para el que nuestra mente no está preparada y al que, de hecho, tratamos siempre de reducir a nuestro engañoso tamaño, en un desesperado (e inútil) intento por hacerlo comprensible y manejable. Me niego a volver a extenderme en demasía, en estas breves páginas, acerca del meollo filosófico de Solaris, tantas veces expuesto y discutido por tantos y tantos autores, expertos o no en el género. Baste decir que, efectivamente, la novela de Lem plantea la imposibilidad de la comunicación con cualquier ente no-humano, por inteligente que sea (¿inteligente desde el punto de vista humano? ¿Desde qué otro punto de vista podría ser?), y nuestra tendencia inevitable a antropomorfizar todo intento de aproximación a formas de vida — imaginarias o reales— que no pertenezcan a la especie humana. Lem señala el gran fallo de la ciencia ficción en general y de aquella que trata sobre la vida alienígena en particular: su incapacidad para concebir una forma de inteligencia que no tenga absolutamente NADA que ver con la nuestra, y, por tanto, la imposición de características humanas a sus creaciones supuestamente in-humanas, incluso cuando lo que se pretende es describir su completa otredad, su divergencia absoluta respecto al ser humano, que las identifica como los Otros o lo Otro por excelencia. Cómo, engañosamente, inventamos sucedáneos de lo alienígena, de ese Otro ajeno, para disimular, sin que podamos evitar esculpir y rellenar su Vacío — incluso en negativo— con nuestras propias concepciones humanas de la realidad (nuestra humana percepción de lo real). Así, tanto Kelvin como los demás científicos «atrapados» en la estación espacial que debe «vigilar» Solaris, el planeta viviente, intentando acumular datos que permitan establecer comunicación con «él» — el simple uso de un pronombre, sea masculino o femenino, sea incluso neutro como «ello», antropomorfiza ya engañosamente nuestra visión de Solaris —, son víctimas de un espejismo — de muchos, en realidad —, que vienen a sumarse a la casi infinita cantidad de obras que componen el inmenso, abstruso e inútil campo de la «solarística»: la ciencia que estudia el planeta Solaris y todo lo con él relacionado. Esta reflexión, casi diríamos obvia, aunque no por ello menos necesaria, es uno de los grandes aciertos de Lem como autor de ciencia ficción que pareciera, paradójicamente, querer destruir la esencia propia del género que ha elegido para expresarse más y mejor. De un plumazo, la reflexión que Solaris, libro, y Solaris, planeta, imponen al lector se lleva por delante desde los marcianos tentaculados e invasores de Wells hasta el monolito de 2001, pasando por el crístico Klaatu de Ultimátum a la Tierra hasta llegar al no menos crístico pero bastante más feo E. T. de Spielberg. De nada sirven los bonitos y simples tonos musicales usados por Truffaut para comunicarse con los recién llegados de Encuentros en la Tercera Fase; de nada la sofisticada maquinaria desarrollada para crear agujeros de gusano con que solucionar el dilema de las distancias cósmicas en Contacto, y poder así visitar a nuestros vecinos de las estrellas, de forma acorde con la lógica científica de Sagan y su SETI. De nada los un poco cómicos y recurrentes «traductores» de lenguas automáticos que pululan en novelas, series de televisión e inocentes space operas, para resolver sobre la marcha el problema de entenderse con alienígenas procedentes de los más diversos y remotos puntos de la galaxia. En realidad, como descubre el lector superviviente de Solaris, todos estos extraterrestres no son tales, sino todo lo contrario: son «nosotros». Y cuanto más nos esforzamos porque sean menos «nosotros», más patéticos resultan nuestros resultados. Describir lo indescriptible, como intentara el por otro lado siempre genial Lovecraft, es una trampa semántica ineludible, que llena de adjetivos completamente entreverados de moral, experiencia y ética humanas a criaturas que se pretenden por completo ajenas a lo humano (criaturas, así, «arcanas», «perversas», «viciosas», «insondables», «antiguas», «malignas», «innombrables», etc.). Pero basta. Ir directamente al corazón digamos que filosófico de Solaris es también una trampa, que incita a olvidar y obviar imperdonablemente el hecho de que, aun siendo la obra de ciencia ficción que pudiera haber acabado con la ciencia ficción entera, no lo hace porque es, sobre todo, una aventura que arrastra al lector al centro mismo de la maravilla. Lo incomunicable, lo inexplicable e inabarcable es también lo fascinante, lo asombroso. El Misterio. Y su eterno desafío a la mente humana, un acicate no para la cobarde retirada, sino, por el contrario, para insistir una y otra vez en llamar a las puertas del infinito, para buscar las respuestas adecuadas, a la manera de Sísifo, aunque sea imposible encontrarlas o, precisamente, porque es imposible encontrarlas. Solaris, la novela, es una obra maestra de la ciencia ficción, porque, además de plantear la paradoja epistemológica por excelencia, es también una novela llena de intriga e ingenio. A ratos, funciona como auténtica obra de horror cósmico, que suscita un escalofrío lovecraftiano en el lector, pero que se niega a entrar en el juego catastrofista y pesimista del genio de Providence y, por tanto, se niega también a atribuir determinadas intenciones, propósitos comprensibles, a los «actos» que, «en apariencia», realiza Solaris. Es también una historia de amor, desde luego, pero a diferencia de las que muestran en pantalla las dos versiones cinematográficas del libro, tanto la de Tarkovski[1 - «Tarkovski dijo en una entrevista, a propósito de Solaris: “Es posible, en efecto, que la misión de Kelvin en Solaris no tenga más que un objetivo: mostrar que el amor hacia otro es indispensable para toda forma de vida. Un hombre sin amor deja de ser un hombre. El objetivo de toda la ‘solarística’ es mostrar que la humanidad debe ser amor”. (…) En este sentido, sería interesante incluir a Tarkovski dentro de la serie de reelaboraciones comerciales de novelas que han servido como base para una película: Tarkovski hace exactamente lo mismo que el más bajo productor de Hollywood, reinscribir el encuentro enigmático con lo Otro en el marco de producción de la pareja…». Žižek, Slavoj: Lacrimae Rerum. Debate. Barcelona, 2006. Pág. 130.] como la de Soderbergh, esta relación de pareja, de fantasmas eróticos, amores ultraterrenos (aunque no por ello sobrenaturales) y complejos libidinales, no se apodera del libro, convirtiéndolo en una suerte de gótico romance espacial, sino que está siempre descrita e inserta en el marco de la peripecia solariana, y solo en él. Hay suspense, pero no a la manera barata del thriller, sino con la tranquila indiferencia de quien sabe crear tensión y ansiedad, sin necesidad de resolverlas en meras fórmulas dramáticas. Todo esto, por demás, se entreteje magistralmente con una serie de brillantes, irónicos y no menos fascinantes capítulos que exponen la ciencia de la «solarística», en muchas de sus variadas facetas: la historia del descubrimiento de Solaris, las teorías e hipótesis sobre su naturaleza, la descripción de su comportamiento y de las «criaturas» que surgen de sus entrañas, el estudio sociológico de su impacto en el entorno humano, en la historia de la ciencia, en las creencias religiosas, etc., etc. Con un pie en la fantasmagórica erudición borgiana — por Borges, claro, no por los Borgia— y otro en la tradición del grotesco centroeuropeo — Kafka, Capek, Topor… — , Lem ilustra al lector en la «solarística» y crea, de hecho, un mundo y un concepto tan completos y autónomos (si no más) como la Tierra Media de Tolkien, los Mitos de Cthulhu de Lovecraft, el Dune de Frank Herbert, o cualquier otra invención fantástica de la literatura moderna. Con la diferencia de que nadie se ha atrevido todavía a escribir nuevas obras que sumar al campo de la «solarística», quizás por falta de atrevimiento, quizás por fortuna. O tal vez sí. Porque lo cierto es que la «solarística» existe, pero no es exactamente la ciencia — casi el arte— de interpretar la actividad del planeta Solaris e intentar contactar con él, sino el arte — casi ciencia— de interpretar la novela Solaris, y satisfacer así nuestra inquietud devoradora. Caso único en la historia de la literatura, al menos eso creo, el libro Solaris de Stanislaw Lem se ha hecho uno y lo mismo con su principal protagonista, el planeta Solaris, hasta el punto de que descifrar el primero sería, quizás, descubrir la clave del segundo. Y a la inversa. Así, el peculiar invento de Lem, la «solarística», nueva escolástica alrededor de un ente no por ficticio menos auténtico (¿suena familiar?), no es ya una entelequia, sino una realidad: «Solaris es una novela de ciencia ficción extraordinariamente interesante y sofisticada, que elabora la noción de un Dios imperfecto, omnipotente pero no omnisciente y plantea el problema de la comunicación entre esa extraña entidad y un grupo de humanos»,[2 - Lundwall, Sam J.: Science Fiction: What It’s All About. New York, 1971. Pág. 237.] concluye el historiador de la ciencia ficción Sam J. Lundwall. El filósofo y cinéfago Slavoj Žižek, fiel a sus principios lacanianos, piensa de otra forma: «¿Y no es acaso el planeta alrededor del cual gira la historia (compuesto por una misteriosa materia que parece capaz de pensar, es decir, que es en cierto modo la materialización misma del Pensamiento) un nuevo ejemplo de la Cosa lacaniana como “Gelatina Obscena”, como lo Real traumático, como el punto en el cual desaparece la distancia simbólica y deja de haber necesidad de discurso ni de signos, puesto que el pensamiento pasa a intervenir directamente en lo Real? (…) Solaris es una máquina que genera/materializa en la realidad el suplemento/pareja objetual último que yo nunca podré aceptar en la realidad, por más que toda mi vida psíquica gire alrededor de él.»[3 - Žižek, Slavoj: Lacrimae Rerum. Op. Cit. Págs. 126–127.] Más pedestre, el escritor y también historiador de la ciencia ficción, Jacques Sadoul, nos dice sencillamente: «Solaris fue escrita en 1961; su tema no es nuevo en la ciencia ficción, ya que versa sobre la imposibilidad de comunicación con una criatura extraterrestre aunque inteligente. Pero la idea, verdaderamente extraordinaria (…) se centra en la naturaleza de este extraterrestre; se trata, simplemente, de un gigantesco océano-cerebro protoplásmico que recibe el nombre de Solaris.»[4 - Sadoul, Jacques: Historia de la ciencia ficción moderna. Plaza y Janés. Barcelona, 1975. Pág. 315.] Franz Rottensteiner, experto austríaco en el género, que saludó a Lem como «el más importante escritor de ciencia ficción contemporánea» (para horror de Brian Aldiss y otros muchos), apunta: «La novela de ciencia ficción más famosa de Lem es, quizás, Solaris, que según un crítico británico puede leerse como “una inspirada colaboración entre Freud y H. G. Wells”.»[5 - Rottensteiner, Franz: The Science Fiction Book. Thames and Hudson. London, 1975. Pág. 149.] David Ketterer, en su valioso ensayo Apocalipsis Utopía Ciencia Ficción, tras una interpretación psicoanalítica, netamente sexual, de la novela, concluye sabiamente: «… la precedente interpretación vale la pena aun cuando sea totalmente falsa. El alcance de mi análisis señala cierta medida del grado en que la novela Solaris estimula toda clase de hipótesis, ninguna finalmente comprobable, y algunas indiscutiblemente incorrectas. Sin embargo, la naturaleza paradójica de la novela es tal que las interpretaciones erróneas no hacen sino realzar su impacto.»[6 - Ketterer, David: Apocalipsis, Utopía, Ciencia Ficción. Buenos Aires, 1976. Pág. 218.] (Las cursivas son mías). De hecho, muchos otros académicos y estudiosos de la ciencia ficción, como Darko Suvin, Bryan Appleyard, Adam Roberts,[7 - A este respecto, resulta también significativo el número de historiadores del género que ignoran a Lem y Solaris o minimizan su importancia y reconocimiento: Forrest J. Ackerman, Brian Aldiss, Frank M. Robinson, John Clute, Peter Nicholls, etc. Todos ellos estadounidenses o británicos. Los autores y expertos en ciencia ficción anglosajones, especialmente cuando pertenecen al mundillo de asociaciones, clubes y convenciones (el fandom) no sólo suelen ser antropocéntricos, sino también anglocéntricos.] etc., tienen también sus propias opiniones, mejor dicho: teorías e hipótesis, sobre Solaris y, claro, sobre Solaris. Porque he utilizado adrede, mezcladas, referencias tanto a la novela como a su planeta protagonista, para sugerir e indicar cómo ambos se funden y confunden, confundiendo a su vez sanamente al lector, que se verá sin duda alguna, finalmente, tentado a reflexionar y ofrecer su propia versión del tema. En definitiva, a convertirse también un poco en «solarista». Este es el gran mérito de una joya de la literatura moderna — dentro y fuera de la ciencia ficción —, que sobrepasa las expectativas más sofisticadas y que, al cerrar las puertas a la posibilidad de comprender al Otro, abre al tiempo infinitas posibilidades y combinaciones para intentarlo, sin cejar en el empeño, aunque el destino pueda ser la muerte o, peor aún, vivir junto a los fantasmas de nuestra culpa, quienes, a su vez, tarde o temprano — genial pirueta existencial y absurdista, a la par que implacablemente lógica— han de sentirse también culpables por su (no)existencia. Solaris es la única obra literaria que hace de sí misma el principal objeto de su estudio, y proyecta sobre la realidad una ficción científica iluminadora a la vez que se lee como espléndida narración de género, llena de suspense, Sentido de la Maravilla, horror, humor y sorpresa. Y pese a lo que pueda decirse o pensarse a primera vista, una obra divertida y en absoluto pesimista, lo que su hermoso final deja bien sentado. Como se ve, es fácil dejarse arrastrar al interior de Solaris, ser atrapado por sus mimoides, sus simetriadas y asimetriadas, o por sus «visitantes» fantasmáticos, es decir, por sus paradojas, sus vericuetos filosóficos, sus metáforas y parábolas de la existencia misma y su misterio (¿no es Solaris símbolo o, mejor, alegoría de la imposibilidad de conocer, de entender, la propia contingencia humana, el mito de Dios, el origen de la vida?). Y aquellos que hayan visto las dos meritorias adaptaciones a la pantalla, genial la de Tarkovsky, simpática la de Soderbergh, no crean por un momento conocer o haber penetrado lo más mínimo en los secretos de Solaris. Antes al contrario, tanto el cineasta ruso — escultor del Tiempo —, como el norteamericano — con un pie en el cine indi y otro en Hollywood —, se han limitado, como Kelvin, como Snaut y Sartoris, como tantos otros «solaristas», a dejarse engañar por sus fantasmas, proyectando sus propias interpretaciones de Solaris — ambas, curiosamente, apegadas al romanticismo y la pareja, centradas más en el problema de la identidad que en el de la comunicación —, creyendo ingenuamente que son Solaris. Pero nada más lejos de la realidad — el propio Lem, muy educadamente, renegó en su día de estas versiones —,[8 - «Definitivamente, no me gusta el Solaris de Tarkovsky. Tarkovsky y yo diferimos profundamente en nuestra percepción de la novela. Mientras yo creo que el final del libro sugiere que Kelvin espera encontrar algo asombroso en el universo, Tarkovsky trata de crear la visión de un cosmos desagradable, que va seguida de la conclusión de que uno debe retornar inmediatamente a la Madre-Tierra. Somos como un par de caballos enjaezados, cada uno de ellos tirando del carro en dirección contraria… Aunque admito que la “visión de Soderbergh” no está desprovista de ambición, gusto y atmósfera, no me complace la preeminencia del amor. Solaris puede percibirse como la cuenca de un río; y Soderbergh elige solo uno de sus tributarios. El problema principal parece ser el hecho de que incluso esta adaptación romántico-trágica resulta demasiado exigente para un público de masas alimentado con la papilla de Hollywood». Citado en Appleyard, Bryan: Aliens, Why They Are Here. Scribner. G. B., 2005. Pág. 277, (las cursivas son mías).] antes al contrario, las dos películas son obras que, como acotaciones «solarísticas» al margen o notas al pie, pueden enriquecer la lectura del libro, pero nunca sustituirlo ni, mucho menos, superarlo. Terminemos como empezamos: al otro lado de estas páginas, viajeros lectores, hay, en efecto, monstruos. Pero esos monstruos no son sino los que llevamos dentro y con los que intentamos llenar y comprender el desconcertante vacío que nos rodea. Parafraseando al propio Lem en uno de los más brillantes párrafos de Solaris, hemos pretendido salir demasiado pronto a descubrir y colonizar el espacio exterior, cuando todavía queda mucho de nuestro espacio interior por descubrir y entender. Pero no nos equivoquemos, Solaris no es Lovecraft, ni Stapledon, ni C. S. Lewis, ni siquiera Arthur C. Clarke. En su interior no hay Grandes Antiguos que se diviertan jugando implacables con los hombres, fruto de su aburrimiento cósmico; ni un futuro épico de superhombres evolucionados hasta convertirse en algo ya por completo diferente al propio ser humano; ni metáforas bíblicas y alegorías morales de raigambre cristiana; ni monolitos que empujen a la humanidad hacia su próximo escalón evolutivo… En Solaris — y en Solaris— hay… hay… Pero, mucho mejor que seguir diciendo nada — en Solaris, las palabras siempre sobran —, pasen ya. Pasen la página, lean, vean… y solarícense, solarícense con nosotros. Es inevitable, y lo agradecerán.      Jesús Palacios Solaris EL FORASTERO A las diecinueve horas, hora local en la nave, descendí los peldaños metálicos hasta el interior de la cápsula, tras cruzarme con quienes estaban reunidos alrededor del pozo. Dentro, disponía del espacio justo para elevar los codos. Una vez introducida la boquilla dentro del tubo que salía de la pared, la escafandra se infló y a partir de ese momento ya no fui capaz de ejecutar ni el más mínimo movimiento. Permanecí de pie — o, más bien, suspendido— en el lecho de aire, íntegramente fundido con la carcasa de metal. Al levantar la vista, pude contemplar a través del cristal convexo las paredes del pozo y, más arriba, la cara de Moddard que se inclinaba sobre el hueco. Desapareció enseguida y, apenas hubieron colocado el pesado cono de protección en la parte superior, se hizo la oscuridad. Escuché hasta ocho veces el ruido de los motores eléctricos apretando los tornillos. A continuación, el silbido del aire inyectado en los amortiguadores. Mi vista se fue acostumbrando poco a poco a la oscuridad: ya podía distinguir el contorno aguamarina del único indicador. — ¿Estás listo, Kelvin? — dijo una voz por los auriculares. — Listo, Moddard — respondí. — Olvídate de todo, no te preocupes. La Estación te recogerá —dijo —. ¡Feliz viaje! Sin que me diera tiempo a contestar, se oyó un chirrido y la cápsula tembló. Instintivamente, tensé los músculos, pero no ocurrió nada más. — ¿Cuándo será el despegue? — pregunté; entonces oí un susurro, como granos de arena fina esparciéndose sobre una membrana. — Ya estás volando, Kelvin. ¡Adiós! — respondió la cercana voz de Moddard. Antes de que pudiera darme cuenta, una ancha ranura se abrió ante mis ojos y a través de ella contemplé las estrellas. Intenté localizar en vano la estrella Alfa de Acuario hacia la que volaba la Prometeo. El cielo de esa parte de la galaxia no me resultaba nada familiar, no reconocía ni una sola constelación; un polvo centelleante cubría el ojo de buey. Esperé al primer destello, pero fue inútil. Apenas pude ver cómo las estrellas empezaban a perder fuerza y desaparecían, diluyéndose sobre un fondo que, poco a poco, se iba destiñendo. Supuse que me encontraba ya en las capas exteriores de la atmósfera. Lo único que podía hacer, tieso como estaba entre las acolchadas almohadas neumáticas, era mirar hacia delante. El horizonte no se divisaba aún, así que proseguí mi vuelo sin percibirlo en absoluto; tan solo mi cuerpo se fue inundando de un ardor lento y sinuoso. En el exterior, se despertó un gorjeo penetrante, como de metal sobre cristal mojado. De no ser por los números que aparecían en el cuadrante del indicador, no me habría dado cuenta de lo brusco de la caída. Ya no había estrellas. Una claridad bermellón llenaba el tragaluz. Escuché el fuerte ritmo de mis pulsaciones; me ardía la cara y notaba, en la nuca, el frío hálito del climatizador; me lamenté de no haber visto la Prometeo. Con seguridad estaba ya fuera del alcance de mi vista cuando el mecanismo automático hizo que la escotilla se abriese. Una y otra vez, sometida a una vibración insoportable, la cápsula tembló; la sacudida atravesó todas las capas de aislamiento y me recorrió todo el cuerpo: el contorno aguamarina del indicador se diluyó. Lo contemplé sin un atisbo de miedo. No había venido desde tan lejos para morir apenas alcanzado mi destino. — Estación Solaris — llamé —. Estación Solaris. ¡Estación Solaris! Haced algo. Creo que estoy perdiendo estabilidad. Estación Solaris, les habla el forastero. Cambio. Una vez más me perdí el momento trascendente, aquel en que el planeta se dejaba ver. Se abrió ante mí, enorme y plano; por el tamaño de los surcos pude percibir que aún me encontraba lejos de su superficie. O, en realidad, que aún volaba muy alto, porque había atravesado ya aquella vaga frontera donde la distancia respecto de un cuerpo celestial se convierte en pura altitud. Caía a gran velocidad. Ahora sí que podía sentirlo, incluso con los ojos cerrados. Los abrí enseguida porque no quería que se me escapara ningún detalle. Esperé casi un minuto en silencio y luego retomé mis llamadas. En vano también esta vez. Las salvas de crujidos que producían las descargas atmosféricas se sucedían en los auriculares con un murmullo de fondo, tan profundo y bajo como si se tratara de la voz del mismísimo planeta. El cielo anaranjado de la escotilla se tiñó de blanco. El cristal se oscureció y yo me encogí instintivamente, dentro de lo que me permitían las vendas neumáticas, antes de percatarme, apenas un segundo más tarde, de que se trataba de nubes: bancos de vapor se elevaron, empujados por un soplo. Seguí planeando, a ratos de cara a la luz, a ratos a la sombra, mientras la cápsula giraba a lo largo de su eje vertical y la esfera solar — gigante e hinchada— pasaba rítmicamente delante de mi cara, apareciendo por la izquierda para ponerse rápidamente a la derecha. Súbitamente, una lejana voz empezó a hablar directamente en mi oído, a través del murmullo de fondo y los chasquidos de la nave: — Aquí Estación Solaris llamando al forastero; aquí Estación Solaris llamando al forastero. Todo en orden. Está usted ya bajo el control de la Estación. Estación Solaris llamando al forastero: prepárese para el aterrizaje en el instante cero, repito, prepárese para el aterrizaje en el instante cero. Atención, comienza la cuenta atrás: doscientos cincuenta, doscientos cuarenta y nueve, doscientos cuarenta y ocho… Ráfagas de maullidos separaban las palabras, desvelando su carácter no humano. Ciertamente, se trataba de un fenómeno, como poco, extraño. Por lo general, la gente suele acudir al aeropuerto para recibir a los que vienen de fuera; y más aún si proceden directamente de la Tierra. En cualquier caso, no pude dedicar más tiempo a reflexionar sobre aquella circunstancia, ya que el inmenso círculo descrito a mi alrededor por el sol frenó en seco junto con la llanura hacia la que me dirigía. La cápsula se zarandeaba como si fuera el contrapeso de un péndulo gigantesco. Mientras luchaba contra el mareo, pude contemplar, sobre la inmensidad del planeta que se elevaba como una pared rayada con ayuda de oscuras estelas lilas y negras, un tablero de ajedrez formado por minúsculos puntos blancos y verdes: era la señal de orientación de la Estación. Al mismo tiempo, algo se desprendió con un crujido de la parte superior de la cápsula: era el largo collar del paracaídas de frenado, que aleteó de forma brusca. Había algo inefablemente terrestre en aquel sonido: por primera vez en muchos meses, llegó a mis oídos el bramido del viento en toda su enormidad. Todo empezó a suceder muy deprisa. Hasta ese momento, solo me constaba que estaba cayendo. Ahora podía verlo con mis propios ojos. El tablero de ajedrez blanquiverde se agrandó bruscamente: estaba pintado sobre un alargado armazón con forma de reluciente ballena plateada, a cuyos lados se erguían las antenas del radar, con hileras de huecos de ventanas más oscuros; sabía que aquel coloso de metal no yacía sobre la superficie del planeta, sino que se hallaba suspendido sobre él y que arrastraba su sombra — una elíptica mancha de oscuridad aún más profunda— sobre un fondo negro azabache. Al mismo tiempo, vislumbré los surcos del océano, teñidos de morado. Detecté su débil movimiento. De pronto, las nubes, de un escarlata deslumbrante en los bordes, salieron despedidas hacia arriba y el cielo se volvió lejano y raso, de un color naranja sucio; luego, todo se borró: entré en barrena. Antes de que pudiera abrir siquiera la boca, un golpe seco devolvió la cápsula a su posición vertical; por el ojo de buey, el océano, cuyas olas llegaban hasta el horizonte de humo, centelleó con luz mercurial; las cuerdas y los anillos del paracaídas se desprendieron y volaron sobre las olas arrastrados por el viento, mientras con un particular y ralentizado movimiento, propio del campo de fuerza artificial, la nave empezó a balancearse suavemente y a descender. Lo último que vi fueron dos catapultas aéreas y los espejos de dos radiotelescopios calados, que alcanzaban varios metros de altura. La cápsula se detuvo con un escalofriante ruido de acero chocando enérgicamente contra más acero, y algo debajo de mí se abrió; la cáscara metálica, en la que hasta entonces había permanecido erguido, dio por finalizado su viaje tras ciento ochenta kilómetros de caída ininterrumpida, resoplando con un prolongado quejido. — Estación Solaris. Cero y Cero — dijo la voz muerta del aparato de control —. El aterrizaje ha finalizado. Corto. Sentía una indefinida presión en el pecho y percibía mis órganos internos como un peso desagradable. Con ambas manos empuñé las palancas que se alzaban justo a la altura de mis hombros y apagué los contactos. La palabra TIERRA se iluminó en verde y el lateral de la cápsula se abrió; el lecho neumático me empujó suavemente por la espalda de forma que, para no caerme, me vi obligado a dar un tembloroso paso al frente. Con un silencioso silbido, similar a un suspiro resignado, el aire abandonó el interior de la escafandra. Estaba libre. Me encontraba de pie, bajo un embudo plateado. Era alto como una nave. Manojos de tubos multicolores descendían por las paredes y desaparecían por una especie de redondeadas alcantarillas. Me di la vuelta. Los conductos de ventilación retumbaban, tragándose los restos de la venenosa atmósfera planetaria que había invadido el espacio durante el aterrizaje. La cápsula con forma de puro, vacía como un capullo resquebrajado, se mantenía erguida sobre un cáliz gigante insertado en una plataforma de acero. La chapa exterior se había chamuscado y ahora era de un marrón pardusco. Descendí por una pequeña rampa. Más allá, una capa de plástico rugoso adherido cubría el metal. Se había desgastado por completo en los lugares por donde solían deslizarse las carretillas elevadoras de los cohetes, dejando el acero a la vista. De pronto, los compresores de ventilación se apagaron y reinó un silencio absoluto. Miré a mi alrededor, un tanto desconcertado, esperando la aparición de algún humano, pero seguía sin venir nadie. Tan solo una flecha de neón iluminaba la cinta transportadora, que avanzaba silenciosamente. Me subí a ella. La bóveda de la nave descendía en una preciosa línea parabólica, desembocando en un largo pasillo. En sus vanos se apilaban bombonas de gas comprimido, recipientes varios, paracaídas de frenado y cajas amontonadas de forma caótica. Aquello me llevó a reflexión. La cinta acababa justo en una especie de plazoleta, donde el desorden era aún mayor si cabe. Bajo el rimero de recipientes de hojalata se extendía un charco de líquido aceitoso. Un desagradable y fuerte olor empapaba el aire. Huellas de zapatos que claramente habían pisado aquel fluido pegajoso se alejaban en diferentes direcciones. Entre los bidones, se esparcían rollos de cinta telegráfica, jirones de papel despedazados y montones de desperdicios, como si alguien los hubiese barrido fuera de las cabinas. El indicador verde se iluminó de nuevo, señalándome el camino hacia la puerta principal. Tras ella se abría un pasillo tan estrecho que casi impedía que dos personas pudieran cruzarse en su interior. La iluminación provenía del techo, de ventanas de cristales convexos que apuntaban al cielo. Había otra puerta más, pintada como un tablero de ajedrez blanquiverde. Estaba entornada. Sobre la estancia, no del todo esférica, se abría una gran ventana panorámica a través de la que se podía ver, ardiente, el cielo cubierto por la niebla. Más abajo, se desplazaban en silencio las negruzcas crestas de las olas. Numerosos armaritos llenos de instrumentos, libros de aspecto ajado, vasos con posos resecos y termos polvorientos recubrían las paredes. Sobre el suelo sucio había cinco o seis mesitas rodantes mecánicas y, entre ellas, varios sillones desinflados. Tan solo uno de ellos seguía hinchado, con el respaldo levemente inclinado hacia atrás. Un hombre, pequeño y esmirriado, con la cara quemada por el sol, estaba sentado en él. Tenía la piel de la nariz y de los pómulos descamada. Sabía quién era. Había oído hablar de él. Era el cibernético Snaut, el sustituto de Gibarian. En su momento, había publicado en el almanaque solarista varios artículos que resultaron ser bastante originales. Era la primera vez que lo veía en persona, no obstante. Llevaba puesta una camisa de rejilla, por cuyos agujeros sobresalían aislados pelos grises de un pecho plano, y también un pantalón de tela con numerosos bolsillos, como de montador. En algún momento había sido blanco: ahora exhibía manchas en las rodillas y quemaduras probablemente causadas por los reactivos. En la mano, sostenía una pera de plástico, como las utilizadas en las naves desprovistas de gravidez artificial. Me miraba como si una luz deslumbrante lo hubiera paralizado. Relajó los dedos, la pera cayó y rebotó varias veces como un globo muy hinchado, derramando un poco de líquido transparente. Lentamente el color de su cara se fue demudando. Yo estaba demasiado sorprendido para hablar, y nos contemplamos en silencio hasta que, de una manera incomprensible, su miedo se me contagió. Di un paso hacia delante. Él se encogió sobre su sillón. — Snaut… — susurré. Tembló como si le hubieran golpeado. Me miró con una repugnancia indescriptible. — No te conozco, no te conozco, ¿qué quieres…? — gimió. El líquido derramado se evaporaba rápidamente. Noté el aroma a alcohol. ¿Había estado bebiendo acaso? ¿Estaba ebrio? Aún seguía plantado en mitad de la cabina. Me flaqueaban las piernas y tenía los oídos taponados. Percibía la presión del suelo bajo los pies, como si fuera poco seguro. El océano se bamboleaba rítmicamente tras el abombado cristal de la ventana. Snaut no me quitaba de encima sus ojos inyectados en sangre. La expresión de miedo fue abandonando su cara, pero no así la de aversión por mi presencia. — ¿Qué te ocurre…? — pregunté a media voz —. ¿Estás enfermo? — Te preocupas demasiado… — dijo sordamente —. ¡Ah! Porque vas a preocuparte, ¿verdad? Pero ¿por qué por mí? No te conozco. — ¿Dónde está Gibarian? — pregunté. Por un instante se quedó sin aliento. Los ojos se le volvieron vidriosos y algo se encendió en su interior, aunque se apagó en un segundo. — Gi… giba… — tartamudeó —. ¡No! ¡No puede ser! Se estremeció a causa de una sorda risa entrecortada, que cesó de golpe. — ¿Has venido a ver a Gibarian…? — dijo ya más calmado —. ¿Qué pretendes hacer con él? Me miró como si de repente hubiera dejado de ser una amenaza; en sus palabras, y más aún en su tono, había algo odiosamente insultante. — ¿Qué estás diciendo…? — balbuceé aturdido —. ¿Dónde está? Pareció perplejo. — ¿No lo sabes…? «Está borracho — pensé —. Borracho como una cuba». Yo cada vez estaba más furioso. Lo cierto es que tendría que haberme marchado, pero noté que había empezado a perder la paciencia. —¡Despierta! — vociferé —. ¡¿Cómo voy a saber qué ha sido de él si acabo de aterrizar?! ¡¿Qué es lo que te ocurre, Snaut?! Se quedó boquiabierto. De nuevo, dejó de respirar por un momento y volvieron a brillarle los ojos pero ahora de otra forma. Agarró los brazos del sillón con manos temblorosas y se incorporó con dificultad, hasta que sus articulaciones crujieron. — ¿Qué? —dijo, desembriagado casi por completo —. ¿Has aterrizado? ¿De dónde dices que vienes? — De la Tierra — contesté furioso —. ¿Has oído hablar de ella? ¡Pues no lo parece! — De la Tie… cielo santo… Entonces, ¡¿tú debes de ser Kelvin?! — Sí, ¿por qué me miras de ese modo? ¿Qué hay de extraño en ello? — Nada. Nada… — contestó parpadeando deprisa. Se frotó la frente —. Kelvin, te pido disculpas; no es por nada, ya sabes, simplemente estaba algo sorprendido. No te esperaba… — ¿Cómo que no me esperabas? Si hace meses que recibisteis la noticia. Y, hoy mismo, Moddard os debió de enviar un telegrama desde la Prometeo… — Sí, sí… Seguramente, tan solo que, como ves, aquí reina cierto… desorden. — Sí, ya veo — contesté con sequedad —. Es difícil no darse cuenta. Snaut comenzó a caminar alrededor de mí, como si estuviera comprobando el estado de mi escafandra, la más sencilla que uno pueda imaginar, con un arnés de tubos y cables saliendo del pecho. Tosió varias veces y se pasó los dedos por su huesuda nariz. — ¿Te apetece darte un baño…? Te vendrá bien. Es en la puerta azul celeste, al otro lado. — Gracias. Conozco la distribución de la Estación. — Quizás tengas hambre… — No. ¿Dónde está Gibarian? Se asomó a la ventana, como si no me hubiera oído. De espaldas, parecía mucho más viejo. Tenía el pelo corto y gris; la nuca, quemada por el sol, estaba surcada por unas arrugas profundas como cortes. Al otro lado de la ventana, reverberaban los lomos de las olas que subían y bajaban con tanta lentitud que parecía que el océano se estuviera solidificando. Al mirarlo, daba la sensación de que la Estación se desplazaba ligeramente de lado, como si se deslizara desde una base invisible. A continuación, volvía a recuperar el equilibrio y con la misma perezosa inclinación tomaba la dirección contraria. Pero quizás era solamente una ilusión. Entre las olas se acumulaban trozos de una espuma mucosa. Por un momento, sentí una especie de presión nauseabunda en la boca del estómago. El estricto orden de la cubierta de la Prometeo se me antojaba algo valioso, irreparablemente perdido. — Escucha… — dijo Snaut con impaciencia —, de momento estoy solo yo… — Se dio la vuelta. Se frotó las manos con nerviosismo —. Supongo que tendrás que conformarte con mi compañía. De momento. Llámame Rata. Me conoces solo por las fotografías, pero no pasa nada, todo el mundo me llama así. Me temo que no tiene remedio. De todas formas, si uno ha tenido unos padres con aspiraciones tan cósmicas como los míos, Rata empieza a sonarte más o menos bien… — ¿Dónde está Gibarian? — insistí de nuevo. Él parpadeó. — Siento mucho este recibimiento. Esto… no es solo culpa mía. Se me había olvidado por completo que venías; aquí han pasado muchas cosas últimamente, ¿sabes? — Está bien — repliqué —. Dejémoslo. Entonces, ¿qué pasa con Gibarian? ¿No está en la Estación? ¿Está fuera, volando? — No — contestó, mirando hacia un rincón lleno de bobinas de cable —. No se ha ido a ninguna parte. Ni tampoco se irá. Por eso… entre otras cosas… — ¿Qué ocurre? — pregunté. Seguía con los oídos taponados y tenía la sensación de oír cada vez peor —. ¿Qué quieres decir? ¿Dónde está? — Si ya lo sabes… — dijo con un tono completamente diferente. Me miraba fríamente a los ojos. Su gesto consiguió estremecerme. Puede que estuviera borracho, pero sabía lo que decía. — ¿Ha ocurrido algo…? — Vaya si ha ocurrido. — ¿Un accidente? Movió la cabeza. No solo asentía, sino que además aprobaba mi reacción. — ¿Cuándo? — Hoy al amanecer. Por extraño que parezca no sentí conmoción alguna tras la noticia. Más bien, todo aquel breve intercambio de preguntas y respuestas casi monosilábicas en su concreción me tranquilizó. Me parecía entender, por fin, su incomprensible comportamiento de antes. — ¿Cómo ha sido? — Cámbiate, ordena tus cosas y vuelve aquí… Digamos dentro de una hora. Vacilé por un momento. — Está bien. — Espera — dijo cuando ya me dirigía hacia la puerta. Me miraba de una manera muy peculiar. Sabía que le costaba formular lo que quería decirme —. Antes éramos tres. Así que ahora, contigo, volvemos a ser tres de nuevo. ¿Conoces a Sartorius? — Igual que a ti, por fotografías. — Está arriba, en el laboratorio, y no creo que salga de allí antes del anochecer, pero… en cualquier caso, lo reconocerás. Si vieras a otra persona, ¿entiendes? a cualquiera que no sea yo, ni Sartorius, ¿entiendes? entonces… — Entonces, ¿qué? No estaba seguro de no estar soñando. Con las olas negras de fondo, que se alzaban lanzando destellos de color rojo sangre, se sentó, con la cabeza agachada, igual que antes, mirando de reojo hacia las bobinas de cable enrollado. — Entonces… Si pasa algo así, no hagas nada. — ¿Y a quién diablos se supone que tengo que ver? ¡¿A un fantasma?! — estallé. — Lo entiendo, lo entiendo. Piensas que me he vuelto loco. No. No estoy loco. No sé explicarlo de otra forma… de momento. Además, puede que… no pase nada. En cualquier caso, recuérdalo bien. Te he advertido. —¡¿De qué tienes que advertirme?! ¿De qué estás hablando? — Controla tus nervios — se obstinaba —. Compórtate como si… Has de estar preparado para cualquier eventualidad. Es algo imposible, lo sé. Pese a todo, inténtalo. Ese es el único consejo que puedo darte ahora. No conozco ningún otro. —¡¿Pero qué es lo que se supone que voy a ver?! — dije casi a gritos. Me costó contenerme para no agarrarlo por los hombros y darle una buena sacudida. Mientras tanto, él permanecía sentado, mirando hacia el rincón con la cara cansada, quemada por el sol, balbuceando con aparente dificultad palabras sueltas. — No lo sé. En cierto sentido, depende de ti. — ¿Alucinaciones? — No. Esto es real. No… Se trata de ataques. Recuérdalo. —¡¿A qué te refieres?! — dije con una voz que no reconocí como mía. — Ya no estamos en la Tierra. — ¿Los polytheria? ¡Pero si ellos no se parecen en nada a los humanos! — exclamé. No sabía qué hacer para sacarle de aquel ensimismamiento sin sentido. Aquello era capaz de helarme la sangre en las venas. — Por eso precisamente es tan horrible — dijo en voz baja —. Recuerda: ¡estate alerta! — ¿Qué le ocurrió a Gibarian? No contestó. — ¿Qué está haciendo Sartorius? — Volverá en una hora. Me di la vuelta y me dirigí a la puerta. Al salir, me volví y lo miré una vez más. Estaba sentado con la cara hundida entre las manos, pequeño, encogido, con el pantalón todo manchado. No fue hasta entonces cuando me di cuenta de que, en los nudillos de ambas manos, tenía restos de sangre reseca. LOS SOLARISTAS El pasillo tubular estaba desierto. Permanecí unos instantes tras la puerta cerrada, aguzando el oído. Las paredes debían de ser finas, puesto que se oía el aullido del viento que azotaba del exterior. Sobre la hoja de la puerta alguien había pegado, con descuido, un trozo rectangular de esparadrapo con una inscripción a lápiz: «El humano». Observé la palabra garabateada. Parecía casi ilegible. Por un momento, quise volver con Snaut, pero sabía que eso era imposible. Su desquiciada advertencia aún retumbaba en mis oídos. Me moví y el insoportable peso de la escafandra me dobló los hombros. Sigilosamente, como si inconscientemente me estuviera escondiendo de un observador invisible, volví a la estancia circular. De las cinco puertas, tres estaban provistas de letreros: Dr. Gibarian, Dr. Snaut, Dr. Sartorius. La cuarta no llevaba ninguno. Dudé, pero accioné ligeramente el picaporte y abrí despacio la puerta. Mientras la empujaba, tuve la certeza casi absoluta de que allí dentro había alguien. Entré. No había nadie. Una ventana cóncava igual que la de la otra habitación, pero más pequeña, apuntaba al océano que aquí, a contraluz, relucía grasiento, como si un aceite rojizo resbalara por las olas. Un resplandor escarlata llenaba toda la habitación, que parecía el camarote de un barco; uno de los laterales estaba ocupado por estanterías de libros y, entre ellas, una cama anclada verticalmente a la pared con ayuda de cardanes; al otro lado había numerosos armarios pequeños, separados por marcos niquelados con tiras de fotografías aéreas, matraces y probetas sujetas con mandriles metálicos y taponadas con algodón; bajo la ventana había dos filas de blancas cajas esmaltadas, colocadas de forma que apenas se podía pasar entre ellas. Algunas de las tapas estaban entreabiertas y dejaban ver numerosas herramientas y mangueras de plástico; en los rincones se amontonaban grifos, tubos de extracción de humos, congeladores. Finalmente, en el suelo, descansaba un microscopio que ya no debía de haber encontrado acomodo sobre la enorme y atestada mesa que había junto a la ventana. Al darme la vuelta vi, justo al lado de la puerta, un armario entornado que dejaba ver un montón informe de monos de faena, delantales de trabajo y ropa interior; entre las cañas de las botas antirradiactivas, brillaban botellas de aluminio de las utilizadas en los aparatos de oxígeno portátiles. Dos de ellos, con sus respectivas mascarillas, colgaban de la barandilla de la cama elevada. Por doquier reinaba el mismo caos, que alguien se había afanado en disimular ordenándolo todo de cualquier manera. Inspiré el aire para intentar captar algo y pronto noté el débil aroma de los reactivos químicos, así como restos de un olor algo más fuerte, ¿tal vez cloro? Maquinalmente, busqué con la vista las rejillas de las salidas de aire en el techo. Las tiras de papel fijadas a sus marcos ondeaban suavemente, en señal de que los compresores mantenían la habitual circulación de aire. Llevé los libros, los aparatos y las herramientas que ocupaban las dos sillas hasta la otra punta de la habitación, y los coloqué como pude, hasta despejar en cierto modo el espacio en torno a la cama, entre el armario y las estanterías. Arrastré el perchero para colgar la escafandra, agarré con los dedos los tiradores de las cremalleras, pero enseguida los solté. De alguna manera, no podía decidirme a desprenderme de la escafandra, como si por el mero hecho de hacerlo, fuera a quedar indefenso. Una vez más, recorrí la habitación con la mirada. Comprobé que la puerta estuviera bien cerrada y, como no había cerradura, tras un instante de vacilación, arrastré hasta apoyarlas contra ella dos de las cajas más pesadas. Una vez atrincherado de aquel modo provisional, me liberé a tirones de mi pesado caparazón, que crujió. En la parte exterior del armario había colgado un espejo estrecho que reflejaba parte de la estancia. De pronto, con el rabillo del ojo, vi que algo se movía detrás de mí. Me levanté de un salto, hasta que me di cuenta de que no era más que mi propia imagen en el espejo. La camiseta que llevaba por debajo de la escafandra estaba toda sudada. Me la quité y empujé el armario. En el vano de la pared brillaron los tabiques de un cuarto de baño en miniatura. En el suelo, junto a la ducha, reposaba un cofre plano, de un tamaño considerable. No sin dificultad lo arrastré también hasta la habitación. Una vez allí, la tapa saltó como si dispusiera de un muelle. El cofre tenía varios compartimentos llenos de extraños objetos: un buen número de réplicas de herramientas, esbozadas a grandes rasgos en un metal oscuro, muy parecidas a las que había visto guardadas en los pequeños armarios de la habitación. A ninguna se le podía sacar provecho: estaban deformadas, romas, medio fundidas, como si hubieran sido rescatadas de un incendio. Lo más extraño era que incluso los mangos de ceramita, prácticamente infusibles, parecían haber sido destruidos del mismo modo. En ningún horno de laboratorio podría alcanzarse la temperatura suficiente para fundirlos, a no ser que se tratara de un reactor nuclear. Saqué un pequeño medidor de radiación del bolsillo de la escafandra, pero su negra punta permaneció inmóvil cuando la acerqué a los restos. Tan solo llevaba puestos los slips y una camiseta de rejilla. Arrojé ambas prendas al suelo, como si fueran trapos y, de un salto, me metí desnudo en la ducha. Sentí sobre mi piel la reconfortante presión del agua. Durante unos minutos me retorcí bajo la potente lluvia de duros y calientes chorros, mientras masajeaba mi cuerpo y resoplaba, como si con ello pudiera sacudir, expulsar de mi interior toda aquella turbia inseguridad cargada de sospechas que emanaba la Estación. Dentro del armario encontré un chándal que, como pronto comprobé, también se podía llevar bajo la escafandra; trasladé al bolsillo mis escasos bienes; noté algo duro entre las páginas del bloc de notas: era la llave de mi piso, abajo en la Tierra, que de alguna manera se había colado en mis bolsillos. Estuve jugueteando con ella durante un rato, sin saber muy bien qué uso darle. Finalmente la arrojé sobre la mesa. Se me ocurrió que podría necesitar un arma. Probablemente una navaja universal no fuera lo más apropiado, pero era lo único que tenía a mano y mis ánimos no estaban como para emprender la búsqueda de un lanzarrayos o algo parecido. Me senté sobre una sillita de metal, en medio de la habitación, lejos de todo lo que me rodeaba. Deseaba estar a solas. Con satisfacción, me di cuenta de que aún disponía de más de media hora; la escrupulosidad con la que cumplo todos los compromisos — sean importantes o insignificantes— forma parte de mi naturaleza. Las agujas del tablero del reloj de veinticuatro horas marcaban las siete. El sol se estaba poniendo. Las siete, hora local, esto es, las veinte horas a bordo de la Prometeo. Solaris había debido de reducirse en las pantallas de Moddard hasta el tamaño de una chispa y no se distinguiría en nada de las estrellas que llenaban el firmamento. ¿Por qué iba a importarme la Prometeo? Cerré los ojos. El silencio era absoluto, excepto por los maullidos de las tuberías que resonaban a intervalos regulares. El agua estridulaba silenciosamente en el baño, goteando sobre la porcelana. Gibarian estaba muerto. Si había entendido bien las palabras de Snaut, desde su muerte habían pasado algo más de diez horas. ¿Qué habían hecho con el cuerpo? ¿Lo habían enterrado? Aunque eso era imposible. No en este planeta. Durante un buen rato, me dediqué a reflexionar obsesivamente sobre ello, como si no hubiese nada más importante en el mundo que el destino del fallecido. Pero entonces me di cuenta de que esos pensamientos eran absurdos: me levanté y empecé a recorrer la habitación; tropecé con los libros desordenados, así como con un pequeño y vacío morral; me agaché para recogerlo. No estaba vacío, como yo había pensado. Contenía una botella de cristal oscuro, tan ligera que parecía hecha de papel. Contemplé la ventana a través de ella, distinguí la última luz del ocaso: estaba tristemente enrojecido y tamizado con las sucias nieblas. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué me distraía con necedades, con la primera menudencia que caía en mis manos? La luz se encendió y yo me estremecí. Por supuesto, se trataba de una célula fotovoltaica. Se activaba cuando anochecía. Estaba tan tenso que me resultaba insoportable el espacio vacío que notaba a mis espaldas. Decidí luchar contra esa sensación. Acerqué la silla a las estanterías. Extraje el segundo tomo de la antigua monografía de Hughes y Eugl sobre el planeta, Historia de Solaris, que conocía casi de memoria, y tras apoyar el grueso lomo sobre el regazo, comencé a hojearlo. Solaris había sido descubierto casi cien años antes de que yo naciera. El planeta gira alrededor de dos soles gemelos: el rojo y el azul. Durante más de cuarenta años ninguna nave se había acercado a él. En aquella época, se daba por segura la teoría de Gamow-Shapley sobre la imposibilidad de que existiera vida en los planetas de estrellas binarias. Las órbitas de estos planetas varían constantemente a causa del juego de la gravitación alrededor de la pareja de soles. Las perturbaciones que causan encogen y amplían alternativamente la órbita y, si se origina cualquier tipo de vida, esta se ve destruida o bien por la radiación, o bien por el frío helador. Estos cambios se producen a lo largo de millones de años, por tanto, dentro de la escala astronómica o biológica (dado que la evolución requiere varios cientos de millones, si no billones de años), en un periodo muy corto. Según los cálculos iniciales, se suponía que Solaris se aceraría al cabo de quinientos mil años a la distancia correspondiente a media unidad astronómica de su sol rojo y, transcurrido otro millón de años, caería en su ardiente precipicio. Pero, diez años después, nuevos descubrimientos revelaron que su trayectoria no presentaba en absoluto los cambios esperados, sino que, más bien, seguía una trayectoria fija, igual a la de los planetas de nuestro propio sistema solar. Se repitieron las observaciones y los cálculos, ahora ya con mucha más precisión, que solo sirvieron para confirmar lo que ya se sabía: que Solaris poseía una órbita cambiante. Solaris ascendió al rango de un cuerpo celeste merecedor de una atención particular entre los cientos de planetas que son descubiertos cada año y que, mediante apuntes de varias líneas sobre su movimiento, son incluidos en las grandes estadísticas. Cuatro años después de aquel descubrimiento, una expedición comandada por Ottenskjold — quien, a bordo del Laokoon, se encontraba investigando el planeta con dos naves de apoyo— dio una vuelta completa al planeta. El carácter de la expedición era provisorio, pretendía apenas un reconocimiento improvisado, ya que no tenía posibilidad de aterrizar. Introdujo en las órbitas ecuatoriales y meridionales un gran número de satélites-observadores automáticos cuyo principal objetivo era llevar a cabo las mediciones de los potenciales gravitatorios. Además, se examinó la superficie del planeta, cubierta casi por completo por el océano, excepto por algunas escasas planicies que se elevaban por encima de él y que, en su totalidad, no superaban la superficie de Europa, pese a que el diámetro de Solaris era un veinte por ciento mayor que el de la Tierra. Estos trozos rocosos y desérticos de suelo, esparcidos de forma irregular, se concentraban en su mayoría en el hemisferio norte. Se averiguó también la composición de la atmósfera, desprovista de oxígeno, y se llevaron a cabo mediciones extremadamente precisas de la densidad del planeta, así como de los albedos y de otros elementos astronómicos. Tal como se esperaba, no se encontraron trazas de vida ni en la tierra emergida ni en el océano que la circundaba. Durante los siguientes diez años, Solaris, ahora ya convertido en el centro de atención de todos los observatorios de la región, mostró una increíble tendencia a conservar, por encima de cualquier duda, el carácter cambiante de su órbita gravitatoria. Durante un tiempo, el asunto olió a escándalo, ya que (por el bien de la ciencia) se intentó culpar del resultado de la observación a ciertos personajes, o bien a las máquinas de cálculo que habían empleado para las mediciones. La falta de fondos retrasó durante tres años el lanzamiento de una expedición solarista de envergadura, hasta el momento en que Shannahan, una vez reunida una tripulación, consiguió del Instituto tres unidades de tonelaje C, de clase cosmodrómica. Un año y medio antes de la llegada de la expedición, que había despegado de la región de la estrella Alfa de Acuario, una segunda flota exploradora introdujo, en representación del Instituto, un sateloide automático, Luna 247, en la órbita de Solaris. El sateloide sigue en funcionamiento hoy en día tras haber pasado por tres reconstrucciones sucesivas, separadas entre sí por varias decenas de años. Los datos reunidos por el Luna 247 confirmaron definitivamente las observaciones de la expedición de Ottenskjold referentes al carácter activo de los movimientos del océano. Una de las naves de Shannahan permaneció en la órbita alta, mientras otras dos, tras la correspondiente preparación, aterrizaron en un pedazo de terreno rocoso que ocupa unos mil kilómetros cuadrados, cerca del polo sur de Solaris. La misión de la expedición finalizó tras dieciocho meses de duro trabajo, y tuvo un desenlace satisfactorio, salvo por un desgraciado incidente acaecido a causa del defectuoso funcionamiento de ciertos aparatos de medición. A consecuencia de ello, en el seno del equipo científico se produjo una escisión entre dos grupos enfrentados. El objeto de la discordia era el océano que cubría el planeta. Basándose en los análisis, el inmenso mar fue considerado por consenso una formación orgánica (en aquel entonces nadie se atrevía a llamarlo «viviente»). Pero, mientras los biólogos lo concebían como una formación primitiva — una especie de sincitio gigantesco, una célula líquida de tamaño monstruoso (la denominaron «formación prebiológica») que había cubierto el globo entero con un abrigo gelatinoso, cuya profundidad alcanzaba en ocasiones varios kilómetros —, los astrónomos y los físicos consideraron que debía de tratarse de una estructura altamente organizada que, quizás, superaba, en cuanto a complejidad a los organismos terrestres a la hora de poder influir de manera activa en la formación de la órbita planetaria. Lo cierto es que no se halló ninguna otra causa que explicara el extraño comportamiento de Solaris; además, los astrofísicos descubrieron la relación entre ciertos procesos del océano plasmático y el potencial gravitatorio, medido localmente, que variaba según el llamado «metabolismo» oceánico. Por tanto, los físicos, y no los biólogos, formularon la paradójica expresión «máquina plasmática», refiriéndose a una formación desde nuestro punto de vista quizás inanimada, pero capaz, no obstante, de emprender acciones intencionadas a escala — digámoslo desde el principio— astronómica. A causa de esta disputa en la que, como un remolino, se vieron implicadas durante semanas las autoridades más célebres, la doctrina de Gamow-Shapley se tambaleó por primera vez en ochenta años. Durante algún tiempo, hubo intentos de defenderla mediante una teoría que alegaba que el océano no tenía nada que ver con la vida, que ni siquiera era una formación «para-», o bien «pre-biológica», sino más bien una formación geológica, seguramente increíble, pero que solo era capaz de fijar la órbita de Solaris mediante cambios en su fuerza gravitatoria; con este motivo, se citó el principio de Le Chatelier. En contra de dicha postura, de corte conservador, surgieron otras hipótesis; pongamos como ejemplo una de las mejor documentadas: la de Civita-Vitta, según la cual el océano era el resultado de un desarrollo dialéctico: desde su forma primigenia, el preocéano, una solución de cuerpos químicos que reaccionaban perezosamente, logró —bajo la presión de las condiciones (o sea, los cambios en la órbita que amenazaban su existencia), y sin la intermediación de los distintos grados del desarrollo terrestre, saltándose por tanto las fases de creación de los protistas y los metazoos, la eclosión vegetal y animal, así como la aparición del sistema nervioso y el cerebro— evolucionar inmediatamente a la fase de «océano homeostático». En otras palabras, no se fue adaptando durante millones de años a su entorno (como sí hicieron los organismos terrestres) para desembocar, transcurrido ese largo periodo de tiempo, en una especie racional, sino que enseguida controló su entorno, sin apenas fases intermedias. Era una idea bastante original, pero seguía sin saberse de qué manera una gelatina almibarada era capaz de estabilizar la órbita de un cuerpo celeste. Desde hacía casi un siglo, se conocían aparatos capaces de crear campos de fuerza y por ende gravedad — los llamados gravitadores —, pero nadie conseguía imaginarse cómo una pegajosa sustancia amorfa conseguiría los mismos resultados que los gravitadores, que se fundaban en complicadas reacciones nucleares y que requerían altísimas temperaturas. En los periódicos de la época, extasiados por aquel entonces — e instigados por la curiosidad de sus lectores y por la perplejidad de los científicos— ante las más rebuscadas ideas sobre lo que se conoció como el «misterio de Solaris», tampoco faltaron teorías que aseguraban que el océano intraplanetario era una especie de primo lejano de las anguilas eléctricas terráqueas. Cuando se consiguió por fin desentrañar el enigma, al menos en parte, resultó que la explicación resultante vino a arrojar — como ocurriría más tarde con todo lo relativo a Solaris— una incógnita quizás más sorprendente todavía que la anterior. Las investigaciones demostraron que el océano no funcionaba según el mismo principio que nuestros modernos gravitadores (lo cual, de todas formas, resultaría físicamente imposible), sino que era capaz de modelar directamente la métrica del espacio-tiempo, lo cual, entre otras cosas, producía, en el mismo meridiano de Solaris, desviaciones en las mediciones de tiempo. Por lo tanto, el océano no solo conocía de algún modo las consecuencias derivadas de la teoría de Einstein-Boevy, sino que también sabía ponerlas en práctica, al contrario que nosotros. Estas conclusiones provocaron en el mundo científico una de las tormentas más violentas de nuestro siglo. Las teorías más respetables, consideradas probadas hasta entonces, se vinieron abajo. Una serie de artículos de carácter extremadamente herético fueron publicados en diversas revistas científicas; la opción del «océano genial» o de la «gelatina gravitatoria» excitó las mentes de los ávidos lectores de la época. Todo aquello había ocurrido más de una década antes de que yo naciera. Cuando iba a la escuela, y a la luz de las revelaciones que se iban haciendo públicas, Solaris se consideraba universalmente un planeta dotado de vida, pero con un solo morador. El segundo libro de la obra de Hughes y Eugl, que seguí hojeando casi mecánicamente, comenzaba con la sistemática del planeta-organismo, tan original como aguda. La tabla clasificatoria arrojaba los siguientes datos: «Tipo: Polytheria; Orden: Syncytialia; Clase: Metamorpha». Era como si conociéramos innumerables ejemplares de cada especie, cuando, en realidad, solo existía uno, que pesaba nada más y nada menos que diecisiete billones de toneladas. Bajo mis dedos desfilaban diagramas de colores, gráficos pintorescos y espectros electromagnéticos que versaban sobre el tipo y la duración de la transformación básica, y sobre sus reacciones químicas. Cuanto más me adentraba en el grueso tomo, más fórmulas matemáticas aparecían en las páginas de papel satinado; era de suponer que nuestros conocimientos sobre aquel insigne representante de la clase Metamorpha, que yacía envuelto en la oscuridad del periodo nocturno de cuatro horas, a una distancia de varios cientos de metros por debajo de la base de acero de la Estación, eran absolutos y determinantes. En realidad, no todo el mundo estaba de acuerdo en que se tratara de un «ser» como tal, por no hablar de si era posible considerar un océano como un ser inteligente. Introduje con estrépito el tomo en el estante y saqué el siguiente, que constaba asimismo de dos partes. La primera estaba consagrada a los resúmenes de los protocolos de todas aquellas iniciativas experimentales cuyo objetivo último había sido intentar establecer contacto con el océano. Aquel intento llegó a constituir, lo recuerdo muy bien, una fuente de interminables anécdotas, burlas y bromas durante mis estudios; la escolástica medieval en su conjunto parecía un discurso de claridad prístina que brillaba por su obviedad frente a la enorme jungla de especulaciones que aquella cuestión llegó a generar. La segunda sección del tomo, que constaba casi de mil trescientas páginas, apenas alcanzaba a recopilar la bibliografía referida al tema. Sin duda, la literatura original no habría cabido en la habitación en la que me hallaba. Los primeros intentos de contactar con el planeta se llevaron a cabo mediante unos aparatos electrónicos especiales que transformaban los estímulos enviados en ambas direcciones. Al mismo tiempo, el océano participaba activamente en el proceso de creación de aquellos aparatos. Pero todo aquello sucedía en la más absoluta oscuridad. ¿Cómo se entiende el hecho de que el planeta «participara» en el proceso? Al tiempo que modificaba una parte de los elementos de los aparatos sumergidos en él, los ritmos transcritos de las descargas variaban, con lo que los aparatos registradores grababan un sinfín de señales, una suerte de fragmentos de actividad de análisis superior; pero ¿qué significaba todo aquello? ¿Quizás se trataba de datos acerca de un estado transitorio de estimulación del océano? ¿O por el contrario eran impulsos que incitaban a la creación de sus gigantescas formaciones y que se emitían a mil quinientos kilómetros de donde estaban los investigadores? O quizás fueran el reflejo de las eternas verdades del océano, traducidas bajo la forma de impenetrables constructos electrónicos. ¿Quizás sus obras de arte? ¿Quién podía saberlo, si era imposible obtener dos veces seguidas la misma reacción al estímulo? ¿Cómo interpretar que unas veces se obtuviera, como respuesta, una explosión de impulsos y, otras, un silencio sepulcral? No era posible repetir dos veces el mismo experimento. En todo momento, nos parecía que estábamos a un paso de descifrar la naturaleza de aquel mar de transcripciones en constante crecimiento; especialmente para este fin se construyeron cerebros electrónicos con una capacidad transformadora que ningún problema, por complejo que fuera, había requerido con anterioridad. Ciertamente, se consiguieron resultados. Se descubrió que el océano — fuente de impulsos gravitatorios eléctricos y magnéticos— hablaba una especie de lenguaje matemático; ciertas secuencias de sus descargas eléctricas eran susceptibles de ser clasificadas mediante el empleo de una de las ramas más abstractas del análisis terrestre, la teoría de conjuntos; surgían homólogos de las estructuras conocidas de aquella rama de la física que se ocupa de analizar la interrelación entre la energía y la materia, los conjuntos finitos e infinitos, las partículas y los campos, y todo aquello hacía que los científicos se inclinasen hacia el convencimiento de que lo que tenían delante era un monstruo, una especie de mar-cerebro protoplasmático que se había multiplicado por millones y que envolvía todo el planeta, dedicando su tiempo a reflexiones increíblemente extensas sobre la esencia de la materia universal, y que todo lo captado por nuestros instrumentos no constituía más que un pequeño fragmento de ese tráfico cognitivo, captado por casualidad, de aquel monólogo interminable y complejo que se desarrollaba eternamente en el abismo y que superaba con creces toda nuestra capacidad de comprensión. Esto, por lo que se refería a los matemáticos. Algunos calificaban semejantes hipótesis como expresión del desprecio hacia las capacidades humanas, algo así como descubrirse ante fenómenos que aún no entendemos, pero que es posible comprender, o como desenterrar la vieja doctrina ignoramus et ignorabimus; otros, en cambio, consideraban que se trataba de una sarta de disparates estériles, y que aquellas hipótesis de los matemáticos eran un mero reflejo de la mitología de nuestros tiempos, que percibía en un cerebro gigante — daba igual que fuera electrónico o plasmático— el máximo sentido de la vida, la suma de la existencia. En cambio, otros… Había ejércitos enteros de investigadores, que engendraban infinitas teorías. Además, todo aquel marco de intentos por «establecer el Contacto», comparado con otras ramas de la solarística en las que la especialización había avanzado tanto (sobre todo a lo largo del último cuarto de siglo), hacía casi imposible la conversación entre un solarista cibernético y un solarista simetriadólogo. «¿Cómo podéis comunicaros con el océano si no sois siquiera capaces de hacerlo entre vosotros?», bromeaba Veubeke, el director del Instituto en mi época de estudiante; aquella broma contenía mucha verdad. Lo cierto es que, y no por casualidad, el océano fue catalogado dentro de la clase Metamorpha. Su superficie ondulante era susceptible de dar origen a unas formas totalmente diferentes entre sí, que no se parecían a nada conocido en la Tierra. La finalidad adaptativa, cognitiva o cualquier otra de aquellas erupciones — en ocasiones violentas— de su «creatividad» plasmática constituía un absoluto misterio. Mientras devolvía el tomo a su lugar en la estantería, tan pesado que me vi obligado a sujetarlo con ambas manos, pensé que nuestros conocimientos sobre Solaris, a pesar de llenar bibliotecas enteras, constituían un lastre inútil, una ciénaga de hechos, y que nos encontrábamos en el mismo punto que hacía setenta y ocho años, cuando estos conocimientos se empezaron a compilar; en realidad, la situación era mucho peor si cabe, dado que el esfuerzo de todos aquellos años había resultado ser en vano. Lo que sabíamos con precisión tan solo abarcaba los aspectos negativos del problema. El océano no utilizaba máquinas, y tampoco las construía, aunque en determinadas circunstancias pareciera capaz de ello, ya que durante los dos primeros años de exploración al parecer había sido capaz de replicar parte de los artilugios sumergidos en él; a partir de entonces, comenzó a ignorar los diferentes intentos con paciencia benedictina, como si hubiese perdido todo interés hacia nuestras propias máquinas (y, por ende, también hacia nosotros). Carecía — y aquí continúo enumerando los citados «aspectos negativos»— de sistema nervioso, de células, de estructura proteica; no siempre reaccionaba ante los estímulos, ni siquiera ante los más potentes (a modo de ejemplo: dio en «ignorar» por completo la catástrofe del cohete auxiliar perteneciente a la segunda expedición de Giese, que se precipitó desde una altura de trescientos kilómetros sobre la superficie del planeta causando una explosión nuclear de sus reactores que destruyó el plasma en un radio de ochocientos metros). Poco a poco, el «caso Solaris» empezó a ser considerado un sinónimo, en los círculos científicos, de «caso perdido»; especialmente en el entorno de la administración científica del Instituto donde, en los últimos años, se habían alzado voces exigiendo el recorte de las partidas presupuestarias destinadas a labores de investigación. Hasta entonces, nadie se había atrevido a hablar del cierre definitivo de la Estación, pues habría significado reconocer abiertamente el fracaso de la misión. De todas formas, algunos afirmaban, en privado, que todo lo que necesitábamos era una estrategia que nos permitiera solventar «el escándalo Solaris» de la manera más honorable posible. En cualquier caso, para muchos, y en particular para los jóvenes, el «escándalo» se convirtió en una especie de piedra de toque de su propio valor: «en realidad — argumentaban —, hablábamos de una apuesta mayor que el mero hecho de profundizar en el conocimiento de la civilización solarista, ya que se trata de nosotros mismos, de los límites del conocimiento humano». Durante un tiempo, fue muy difundida la opinión (popularizada fervorosamente por la prensa diaria) de que el océano pensante que cubría todo Solaris era un cerebro gigante que superaba a nuestra civilización en millones de años de desarrollo, una especie de «yogui cósmico», un sabio, la omnisciencia personalizada que hacía mucho que había asumido la vanidad de cualquier acción y que, por ese motivo, mantenía ante nosotros un silencio categórico. Pero aquello no era más que otro error, dado que el océano vivo actuaba, ¡y de qué manera! Con la salvedad de que se regía por conceptos diferentes a los del ser humano y, por tanto, no construía ciudades, ni puentes, ni máquinas voladoras; no intentaba conquistar el espacio, ni surcarlo (algunos defensores de la superioridad del ser humano veían en ello una preciosa ventaja del hombre sobre el océano); en cambio, de lo que sí se ocupaba era de implementar miles de transformaciones: era la llamada «auto-metamorfosis ontológica»; ¡como si no tuviéramos ya suficientes términos científicos en las páginas de las obras solaristas! Puesto que el hombre que lee, a fondo y diríase que obstinadamente, todo lo publicado en relación con Solaris alberga la irresistible sensación de estar tratando con fragmentos de constructos intelectuales, quizás geniales, mezclados sin ton ni son con los frutos de una completa estupidez rayana en la locura, acabó surgiendo, como antítesis del concepto de «océano yogui», la idea del «océano autista». Aquellas hipótesis exhumaron y revivieron uno de los más antiguos problemas filosóficos de la humanidad: la relación entre la materia y el espíritu, la consciencia. Hizo falta una buena dosis de coraje para, como hizo Du Haart por vez primera, dotar al océano de una conciencia. Aquel problema, calificado precipitadamente por los metodólogos como metafísico, latía en el fondo de casi todas las discusiones y disputas sobre el tema. ¿Es posible el pensamiento carente de consciencia? ¿Es posible calificar como pensamiento a los procesos que discurren en el seno de un océano? ¿Es una montaña una piedra de enormes dimensiones? ¿Es el planeta una montaña inmensa? Sin duda, podemos utilizar a nuestro antojo esta terminología, pero la nueva escala de magnitud introduce en escena nuevas regularidades y fenómenos nuevos. Este problema se convirtió en la moderna cuadratura del círculo. Todo pensador que se preciase demostraba su independencia intentando aportar algo a la tesorería de la solarística; por tanto, se multiplicaban las teorías según las cuales el océano era el resultado de una degeneración, de un retroceso acaecido tras su fase de «esplendor intelectual»; también se decía que el océano era, en realidad, un tumor que, nacido en el seno de los habitantes primigenios del planeta, acabó devorándolos y los absorbió, fundiendo sus restos en un elemento extracelular, autorrejuvenecedor, eterno. Bajo la blanca luz de los fluorescentes, similar a la luz terrestre, aparté de la mesa los instrumentos y los libros que la atestaban y, tras desplegar sobre el tablero el mapa del planeta Solaris, me dediqué a examinarlo mientras me apoyaba con los brazos sobre los listones de metal que lo bordeaban. El océano vivo poseía sus bajíos y sus simas, sus depresiones y sus islas, cubiertas con una fina capa de minerales erosionados. No en vano, una vez fueron su fondo; ¿o quizás también el océano controlaba la aparición y la ocultación de las formaciones rocosas sumergidas en su seno? Observaba los gigantescos hemisferios trazados sobre el mapa, coloreados en diferentes tonalidades de violeta y celeste, y entonces experimenté un asombro conmovedor, el mismo que me sobrevino de niño, en la escuela, cuando me enteré de la existencia de Solaris. No sé de qué forma todo lo que me rodeaba, junto con el misterio de la muerte de Gibarian e incluso mi futuro incierto, dejó de tener importancia. Seguí allí, sin pensar en nada, absorto en la contemplación extasiada de aquel mapa capaz de aterrorizar a cualquier ser racional. Sus diferentes capas llevaban el nombre de los investigadores que habían dedicado su vida entera a explorarlas. Mientras examinaba las aguas del mar de Thexall, que rodean los archipiélagos ecuatoriales, tuve la sensación de que alguien me estaba observando. Seguí inclinado sobre el mapa, pero ahora ya no lo veía. Estaba totalmente paralizado. Justo enfrente de mí tenía la puerta, bloqueada por las cajas y por el pequeño armario. Es un autómata, pensé, aunque antes no había ninguno en la habitación ni parecía probable que hubiera podido entrar sin que yo me percatara. La piel de la nuca y de la espalda empezó a arderme. La sensación de una mirada pesada e inmóvil me resultaba insoportable. No me di cuenta de que, al esconder la cabeza entre los hombros, me apoyaba cada vez con mayor fuerza contra la mesa que, poco a poco, se deslizaba; ese movimiento, de alguna manera, me liberó. Me giré bruscamente. La habitación estaba vacía. Ante mí, nada más que la negra y enorme ventana semicircular. Sin embargo, la sensación no cesaba. La noche me observaba, amorfa, gigante, ciega y desprovista de fronteras. Ninguna estrella iluminaba la oscuridad tras los cristales. Corrí las opacas cortinas. No llevaba ni una hora en la Estación y ya empezaba a comprender la naturaleza de los casos de manía persecutoria que, según se me había informado, sufrían los habitantes de la Estación. Sin saber muy bien por qué, lo relacioné maquinalmente con la muerte de Gibarian. Hasta entonces pensaba que nada, por lo que yo sabía de él, podía lograr quebrar su mente. Dejé de estar tan seguro de esa circunstancia. Me encontraba en medio de la estancia, junto a la mesa. Mi respiración se había ralentizado y notaba cómo el sudor de mi frente se evaporaba. ¿En qué estaba pensando un momento antes? Cierto, en los autómatas. Era muy extraño que no me hubiese cruzado con ninguno por el pasillo, o que no hubiera alguno en servicio en las habitaciones. ¿Dónde se habían metido todos? El único con el que me había topado pertenecía al personal del aeropuerto. ¿Y los demás? Consulté el reloj. Era la hora de ir a ver a Snaut. Salí. Las lámparas fluorescentes, colocadas en fila a lo largo del techo, iluminaban débilmente el pasillo. Pasé de largo junto a dos puertas, hasta llegar a la que llevaba el apellido de Gibarian. Durante un largo instante, que se me hizo eterno, permanecí de pie delante de ella. El silencio lo llenaba todo. Agarré el picaporte. En realidad, no tenía ganas en absoluto de entrar. La puerta cedió y se entreabrió, dejando a la vista una ranura de una pulgada de ancho que, durante un instante, se tiñó de negro; después se encendió la luz. Ahora, cualquiera que cruzara el pasillo podía verme atisbando por ella. Atravesé rápidamente el umbral y cerré silenciosamente la puerta. A continuación, me di la vuelta. Estaba de pie, casi tocando la puerta con la espalda. La habitación en la que había entrado era más grande que la mía; también esta tenía una ventana panorámica, cubierta en sus tres cuartas partes por una cortina de florecillas azules y rojas, sin duda traída desde la Tierra y que no pertenecía al equipamiento de la Estación. Recubriendo las paredes se extendían hileras de estanterías repletas de libros y pequeños armarios esmaltados en verde claro, que arrojaban un brillo plateado. Su contenido, volcado por el suelo, se amontonaba entre las sillas. Justo enfrente de mí, dos mesillas giratorias, parcialmente incrustadas en las pilas de revistas que se escapaban de las carpetas, me impedían el paso. Los libros, abiertos totalmente y con las páginas en abanico, yacían en el suelo manchados con líquidos procedentes de los matraces que salpicaban la mesa y de unas botellas de corchos desgastados, tan gruesas que ni siquiera una caída desde gran altura habría conseguido romperlas. Bajo la ventana había un escritorio volcado, con la lámpara de trabajo de brazo telescópico rota; delante de ella, el taburete se adentraba, con dos patas, en los huecos dejados por los cajones desparramados por el suelo. Una verdadera inundación de papeles y de hojas garabateadas a mano cubría el suelo en su totalidad. Reconocí la letra de Gibarian y me incliné a recoger unos folios sueltos; entonces me di cuenta de que mi mano proyectaba una sombra doble. Me di la vuelta. La cortina rosa estaba ardiendo, como si la hubieran incendiado desde arriba, con una línea de fuego, brusca y celeste, que se iba ensanchando poco a poco. Abrí la cortina y la potente luz me dañó los ojos. Ocupaba la tercera parte del horizonte. Un espesor de largas sombras, fantasmagóricamente extendidas, corría entre las hendiduras de las olas hacia la Estación. Estaba amaneciendo. Tras una noche que duraba apenas una hora, el segundo sol del planeta, de color celeste, ascendía lentamente por el cielo. Un interruptor automático apagó las luces del techo. Volví junto a los folios esparcidos. Cogí uno de ellos, al azar, y me topé con una concisa descripción de un experimento diseñado al parecer tres semanas atrás: Gibarian pretendía someter el plasma a la acción de unos rayos X particularmente intensos. Por el contenido, deduje que se trataba de un texto destinado a Sartorius, quien se suponía que iba a organizar el experimento; lo que tenía en la mano era una simple copia. La blancura de las hojas empezaba a causarme molestias en los ojos. El día que acababa de comenzar era diferente al anterior. La superficie del océano — color negro azabache, con reflejos rojizos, bajo el cielo anaranjado por el sol que se enfriaba— estaba casi siempre cubierta por una niebla rosa grisáceo, que se fundía con las nubes y las olas: pues bien, todo aquello había desaparecido. Incluso la luz que se filtraba a través del tejido rosa de las cortinas ardía como el quemador de una potente lámpara de cuarzo, dándole al bronceado de mis brazos una tonalidad casi gris. Toda la habitación se había transformado y lo que antes era rojizo se había vuelto ahora de un color marrón pálido, llegando a adquirir una tonalidad semejante a la de un hígado; en cambio, los objetos blancos, verdes y amarillos lucían ahora más vívidos e irradiaban un resplandor que parecía emanar de su interior. Entorné los ojos y escudriñé a través de la ranura de la cortina: el cielo era un blanco mar de fuego, bajo el cual temblaba trepidante una especie de metal líquido. Cerré los párpados y distinguí ondulantes círculos rojos dentro de mi campo de visión. En la encimera del fregadero, rota por el borde, descubrí unas lentes oscuras y me las puse. Me ocuparon la mitad de la cara. Ahora, la cortina de la ventana ardía como una llama de sodio. Seguí leyendo, al azar, los folios que iba recogiendo del suelo y los fui colocando sobre la única mesilla que había sin volcar. Faltaban partes del texto. A continuación, leí los informes de los experimentos ya llevados a cabo. Averigüé que habían sometido al océano a radiación durante cuatro días, a más de dos mil kilómetros al noroeste de la ubicación de la Estación. Todo ello me sorprendió, puesto que la convención de la ONU había prohibido terminantemente utilizar rayos X debido a su acción mortífera, y estaba bastante convencido de que nadie había solicitado a la Tierra el permiso para embarcarse en dichos experimentos. De repente, levanté la cabeza y pude contemplar en el espejo del armario el reflejo de mi propia cara, blanca como la nieve, cubierta por las lentes negras. La habitación ardía en blanco y celeste pero, pasados unos minutos, se escuchó un prolongado chirrido y unas planchas herméticas cubrieron por fuera las ventanas; el interior se oscureció súbitamente haciendo que se encendiera la luz artificial, que ahora resultaba extrañamente pálida. Cada vez hacía más calor. Poco a poco el tono rítmico que emanaba de los conductos de climatización se fue asemejando a un intenso aullido. Los aparatos de refrigeración de la Estación trabajaban a toda máquina. Pese a ello, el calor siguió aumentando. Oí unos pasos. Alguien caminaba por el pasillo. Alcancé la puerta en dos silenciosas zancadas. Los pasos aminoraron hasta detenerse por completo. Alguien se encontraba ahora de pie, detrás de la puerta. El picaporte cedió lentamente; lo sujeté de forma instintiva. La presión no aumentó, pero tampoco se hizo más débil. La persona que había al otro lado de la puerta actuaba con el mismo sigilo que yo, como si estuviera sorprendida de mi presencia. Permanecimos los dos un buen rato sujetando el picaporte, hasta que la presión del otro lado desapareció. Un leve susurro me aclaró que el desconocido se alejaba. Seguí allí, escuchando detrás de la puerta, hasta que se hizo el silencio. LOS VISITANTES Rápidamente doblé en cuatro los apuntes de Gibarian y me los guardé en el bolsillo. Me acerqué despacio al armario y rebusqué en su interior: los monos y los trajes de faena estaban apretujados y amontonados en uno de los rincones, como si alguien se hubiese escondido allí y lo hubiera dejado todo desordenado. Recogí una carta que asomaba por debajo de los papeles desperdigados en el suelo. Comprobé que la carta iba dirigida a mí. Con cierta inquietud, desgarré el sobre. Tuve que reunir todas mis fuerzas para desdoblar el pequeño trozo de papel que albergaba. Era la letra regular, extremadamente menuda, pero legible, de Gibarian: Ann. Solar. Vol. I. Anex., también: Vot. Separat. Messenger en rel. con F.; Pequeño apócrifo, de Ravintzer. Esto era todo, ni una sola palabra más. La letra denotaba prisa. ¿Se trataba de un recado importante? ¿Cuándo había escrito aquello? Pensé que tenía que acudir cuanto antes a la biblioteca. Aquella mención al anexo al primer anuario solarista me resultaba vagamente familiar; o más bien tenía constancia de su existencia, pero nunca había tenido ocasión de ponerle el ojo encima, puesto que su valor era meramente histórico. En cambio, ignoraba por completo todo lo relativo al tal Ravintzer y a su Pequeño apócrifo. ¿Qué debía hacer? Ya llevaba un cuarto de hora de retraso. Eché un último vistazo a la habitación desde la puerta, y fue entonces cuando me fijé en un enorme mapa de Solaris que tapaba una cama anclada a la pared en posición vertical. Detrás del mapa, descubrí un objeto colgando. Se trataba de una grabadora de bolsillo, metida en su funda. Extraje el aparato, coloqué la funda de nuevo en su sitio y me metí la grabadora en el bolsillo. Consulté el contador y comprobé que habían grabado casi toda la cinta. Antes de salir, volví a escuchar, con los ojos cerrados, el silencio de fuera. No se oía nada. Abrí la puerta. El pasillo estaba negro como un abismo. Me quité los oscuros lentes y percibí las débiles luces del techo. Cerré la puerta a mis espaldas y me alejé por la izquierda, hacia la emisora de radio. Mientras me dirigía a la cámara circular, desde la que se bifurcaban diferentes pasillos, como si fueran los radios de una rueda, pasé junto a una entrada lateral y estrecha, que debía de conducir a los baños, y capté una enorme e imprecisa silueta fundida con la penumbra. Me paré en seco. Una gigantesca mujer negra se acercaba hacia mí, caminando pesada y lentamente. Vi el brillo del blanco de sus ojos y, casi al mismo tiempo, oí el suave chapoteo de sus pies descalzos. No llevaba nada de ropa, excepto una pequeña faldita amarilla y reluciente que parecía estar hecha de paja; sus pechos, enormes, colgaban y sus negros hombros eran del tamaño del muslo de una persona de altura media; pasó de largo, a un metro escaso de mí, sin ni siquiera mirarme, y se alejó balanceando sus caderas de elefante; me recordaba a aquellas esculturas esteatopígicas de la Edad de Piedra que suelen exponerse en los museos de Antropología. Giró hacia un lado en una curva del pasillo y desapareció por la puerta del camarote de Gibarian. Al abrirla, un foco de luz más fuerte, procedente del interior, la iluminó por un instante. La puerta se cerró silenciosamente y me quedé a solas. Con la mano derecha me agarré la palma de la mano izquierda y la apreté con todas mis fuerzas hasta que los huesos crujieron. Miré a mi alrededor, ausente. ¿Qué había pasado? ¿Quién era esa mujer? De pronto, como si alguien me hubiera golpeado, recordé la advertencia de Snaut. ¿Qué había querido decir? ¿Quién era aquella monstruosa Afrodita? ¿De dónde había salido? Di otro paso más, tan solo uno, hacia el camarote de Gibarian y una vez junto a la puerta me quedé inmóvil. Sabía de sobra que no iba a entrar. Tenía las ventanas de la nariz dilatadas. Había algo que no encajaba, algo iba mal. ¡Claro, eso era! Había esperado percibir el asqueroso y pronunciado hedor de su sudor, pero no noté nada, ni siquiera cuando aquella mujer se cruzó conmigo y apenas nos separaba un paso. No sé cuánto tiempo estuve allí de pie, apoyado contra el frío metal de la puerta. El silencio anegaba la Estación. El único sonido que llegaba a mis oídos era el lejano y monótono rumor de los compresores del aire acondicionado. Con la palma de la mano abierta, me propiné una ligera bofetada en la cara. Lentamente emprendí el camino hacia la emisora de radio. Mientras accionaba el picaporte, escuché una voz brusca, procedente de la estancia: — ¿Quién anda ahí? — Soy yo. Kelvin. Encontré a Snaut sentado junto a la mesita empotrada, entre un montón de cajas de aluminio y la mesa de control del emisor; estaba comiendo, directamente de la lata, una conserva de carne. No sé por qué habría elegido para alojarse el cuarto de la emisora de radio. Me quedé allí de pie, atontado, junto a la puerta, sin poder apartar la vista del movimiento rítmico de sus mandíbulas al masticar. Súbitamente, sentí hambre. Me acerqué a las estanterías; de la pila de platos, elegí el menos polvoriento y me senté frente a Snaut. Durante un rato, masticamos en silencio; luego, Snaut se levantó, sacó un termo del armario de la pared y sirvió un vaso de caldo caliente para cada uno. Mientras colocaba el recipiente en el suelo — sobre la silla ya no quedaba espacio libre— preguntó: — ¿Has visto a Sartorius? — No. ¿Dónde está? — Arriba. Se refería al laboratorio. Seguimos comiendo en silencio hasta que oímos el chirrido de la chapa de la lata vacía. Era de noche en la emisora de radio. La ventana estaba herméticamente cerrada por fuera y cuatro fluorescentes redondos iluminaban el interior desde el techo. Sus reflejos reverberaban sobre la tapa de plástico del emisor. Los pómulos de Snaut, de piel tirante, estaban marcados por unas pequeñas venas rojas. Ahora llevaba un jersey negro, holgado y deshilachado. — ¿Te ocurre algo? — preguntó. — No. ¿Por qué lo preguntas? — Estás sudando. Me pasé la mano por la frente. En efecto, estaba sudando a chorros; debía de ser algún tipo de reacción postraumática. Snaut me observaba con mirada escrutadora. ¿Se supone que tenía que decírselo? Decidí esperar a que me mostrara más confianza. ¿Quién jugaba allí, en contra de quién y cuáles eran las reglas? — Hace calor — dije —. Supuse que el aire acondicionado funcionaría mejor aquí. — En aproximadamente una hora se equilibrará. ¿Estás seguro de que es solo a causa del calor? — Levantó los ojos. Yo seguí masticando metódicamente, como si no le hubiera oído. — ¿Qué vas a hacer? — preguntó, por fin, cuando terminamos de comer. Depositó el recipiente y las latas vacías en el fregadero de la pared y volvió a su sillón. — Me adapto a vosotros — contesté flemáticamente —. ¿Tenéis algún plan de investigación? ¿Una nueva fuente de estímulos, un aparato de rayos X o algo por el estilo? — ¿Un aparato de rayos X? — levantó las cejas —. ¿Quién te ha dicho eso? — No lo sé. Alguien lo mencionó. Quizás a bordo de la Prometeo… ¿Qué? ¿Ya estáis en ello? — Desconozco los detalles. Fue idea de Gibarian. La puso en marcha con Sartorius. Pero tú, ¿cómo puedes estar al tanto? Me encogí de hombros. — ¿Dices que desconoces los detalles? Deberías participar en el experimento; se supone que entra en tu marco de… — No acabé. Él guardaba silencio. El aullido de los ventiladores cesó y la temperatura se mantuvo a un nivel aceptable. Quedó una especie de ruido de fondo, parecido al de una mosca que agoniza. Snaut se incorporó y se acercó al panel de mandos; empezó a accionar los botones sin ton ni son, con el interruptor principal apagado. Prosiguió su juego durante unos instantes hasta que, sin girar la cabeza, anunció: — Habrá que cumplir con las formalidades relacionadas con… ya sabes. — ¿Sí? Se dio la vuelta y me miró como si estuviera a punto de estallar de ira. No puedo asegurar que quisiera sacarlo de quicio con premeditación, pero como no comprendía aquel juego, preferí mantenerme al margen. Su nuez, de tamaño prominente, subía y bajaba al otro lado del cuello negro del jersey. — Has visitado a Gibarian… — dijo de repente. No era una pregunta. Levanté las cejas y lo miré fijamente a la cara. — Has estado en su cuarto — repitió. Hice un pequeño gesto con la cabeza, como diciendo «quizás» o «supongamos que sí». Quería que continuara hablando. — ¿Te encontraste a alguien allí? —preguntó. ¡Sabía de la existencia de la mujer! — Nadie. ¿A quién se supone que me debería haber encontrado? — pregunté. — Entonces, ¿por qué no me has dejado entrar? Sonreí. — Me asusté. Después de tu advertencia, al ver que el picaporte se movía, lo sujeté instintivamente. ¿Por qué no me dijiste que eras tú? Te habría dejado pasar. — Creía que era Sartorius… — dijo, inseguro. — ¿Y qué? — ¿Qué opinas exactamente de… lo que ha pasado allí? —contestó a mi pregunta con otra. Dudé. — Tienes que saberlo mejor que yo. ¿Dónde está? — En la cámara frigorífica — respondió inmediatamente —. Lo trasladamos a primera hora de la mañana… Por el calor. — ¿Dónde lo encontraste? — En el armario. — ¿En el armario? ¿Estaba ya muerto? — Su corazón seguía latiendo, pero ya no respiraba. Estaba agonizando. — ¿Intentaste reanimarlo? — No. — ¿Por qué? Vaciló. — No me dio tiempo. Falleció antes de que pudiera tumbarlo en el suelo. — ¿Quieres decir que estaba de pie en el armario? ¿Entre los monos de faena? — Sí. Se acercó al pequeño escritorio del rincón y cogió un folio. Me lo mostró. — Intenté pergeñar un protocolo provisional — dijo —. Es incluso mejor que hayas echado tú mismo un vistazo a la habitación. Causa de la defunción: inyección de dosis letal de pernostal. Aquí mismo está escrito… Leí por encima el texto. Era tremendamente conciso. — Suicidio… — repetí en voz baja —. ¿Y la causa? — Desórdenes… depresión… hazte una idea. De eso entiendes tú más que yo. — Solo entiendo de las cosas que uno puede ver con sus propios ojos — contesté y lo miré con calma desde abajo. Él estaba de pie, ante mí. — ¿Qué quieres decir? — preguntó con tranquilidad. — Se inyectó pernostal y se escondió en el armario, ¿es eso lo que dice el informe? Si fue así, no hablamos de depresión, ni de ningún desorden por el estilo. Se trata de una psicosis severa. De paranoia… Seguramente, creyó ver algo… — hablaba cada vez más despacio, mirándolo fijamente a los ojos. Snaut se alejó hacia el panel de radio y volvió a ponerse a pulsar los botones. — Aquí debajo figura tu firma — dije, tras un momento de silencio —. Y ahora dime, ¿dónde está Sartorius? — Está en el laboratorio. Ya te lo he dicho. No se deja ver: supongo que… — ¿Qué? — Supongo que se ha encerrado. — Conque se ha encerrado. Veamos. ¿Sugieres que quizás se haya atrincherado? — Quizás. — Snaut… — dije —, hay alguien más en la Estación. —¡¿Tú mismo lo has visto?! — gritó inclinándose sobre mí. — Me advertiste. Pero ¿sobre quién? ¿Sobre qué? ¿Se trata de una alucinación? — ¿Qué es lo que has visto? — Se trata de un ser humano, ¿no es así? Permaneció callado. Se giró hacia la pared, como si no deseara que viera su rostro. Tamborileaba con los dedos sobre el tabique de metal. Me fijé en sus manos. Ya no le quedaba ni una huella de sangre en los nudillos. Tuve una especie de revelación. — Lo que he visto es real — dije en voz baja, casi susurrando, como si le estuviera confiando un misterio que nadie más debía escuchar —. ¿Verdad? Se puede… tocar. Se le puede… herir… La última vez que lo viste fue esta mañana… — ¿Cómo sabes eso? Siguió dándome la espalda. Estaba muy cerca de la pared, casi la rozaba con el pecho. — Justo antes del aterrizaje… ¿Poco tiempo antes de…? Se dobló sobre sí mismo como si le hubieran golpeado en el estómago. Pude atisbar sus ojos enloquecidos. —¡¿Tú?! — balbuceó —. ¿Quién eres tú? Hizo ademán de abalanzarse sobre mí. No lo esperaba. La situación había empezado a tornarse surrealista. ¿No creía que yo fuera quien decía ser? Me lanzó una mirada de terror. ¿Había enloquecido? ¿Lo habían envenenado? Todo era posible. Pero yo mismo había visto a la criatura con mis propios ojos. ¿Eso quería decir que yo… también? — ¿Quién es esa mujer? — pregunté. Mis palabras parecieron calmarlo. Durante unos instantes, me escrutó con la mirada, como si no terminara de confiar en mí. Yo ya sabía, antes de que abriera la boca, que no serviría de nada y que no me contestaría. Lentamente, se sentó en el sillón y se apretó la cabeza con las manos. — ¿Qué está pasando aquí? —dijo en voz baja —. Estoy delirando… — ¿Quién es esa mujer? — pregunté de nuevo. — Si tú no lo sabes… — murmuró. — Entonces, ¿qué? — Nada. — Snaut — dije —, estamos lo suficientemente lejos de casa como para sincerarnos. Pongamos todas las cartas sobre la mesa. En cualquier caso, el asunto está ya suficientemente confuso… — ¿Qué pretendes de mí? — Que me digas qué es lo que has visto. — ¿Y tú…? —repuso. — Te estás alterando. Yo te diré lo que sospecho y tú me dirás lo que sabes. Puedes estar tranquilo, no te tomaré por loco. Estoy al tanto… —¡Por loco! ¡Dios mío! — Quiso reírse —. Pero, amigo, tú no… no sabes nada en absoluto… eso habría sido la salvación. Si él, tan solo por un instante, hubiese creído que se trataba de locura, no lo habría hecho, y ahora estaría vivo… — Entonces, lo que has escrito en el informe acerca del desorden nervioso, ¿es mentira? —¡Por supuesto que lo es! — ¿Por qué no escribir la verdad? — ¿Por qué…? —repitió. Se hizo el silencio. De nuevo había vuelto a sumirme en la más completa oscuridad. No comprendía nada, pero, por un momento, creí que conseguiría convencerle de que me lo contara todo. Entre los dos resolveríamos el misterio. ¡¿Por qué, por qué no quería hablar?! — ¿Dónde están los autómatas? — pregunté. — En los almacenes. Los hemos encerrado a todos, excepto a los asignados al servicio del aeropuerto. — ¿Por qué los habéis encerrado? De nuevo guardó silencio. — ¿No me lo vas a decir? — No puedo hacerlo. Había algo en todo aquello que se me escapaba. ¿Quizás debería subir para ver a Sartorius? De pronto, me acordé de la nota y me pareció lo más importante en aquel momento. — ¿Vas a seguir trabajando en estas condiciones? — pregunté. — ¿Y qué importancia tiene? — Se encogió de hombros con desprecio. — ¿Cómo? Si no, ¿qué piensas hacer? No respondió. Rompiendo el silencio, se oyó, a lo lejos, el sonido de unas pisadas descalzas que se acercaban. Entre los aparatos niquelados y de plástico, entre los altos armarios cargados de instrumental electrónico, entre los cristales y los aparatos de precisión, aquellos pasos arrastrados y torpes sonaban como el estúpido juego de alguien que no acababa de estar en sus cabales. Me incorporé y observé a Snaut atentamente. Miraba con los ojos entornados, en actitud de escucha, pero no parecía estar asustado en absoluto. Entonces, ¿no era de ella de quien tenía miedo? — ¿De dónde salió? —pregunté. Y al ver que tardaba en contestar, añadí—: ¿No quieres decírmelo? — No lo sé… — Está bien. Los pasos se alejaron y se apagaron. — ¿No me crees? — dijo —. Te doy mi palabra: ¡no lo sé! En silencio, abrí el armario de las escafandras y comencé a apartar los pesados y vacíos caparazones. Tal como esperaba, las pistolas de gas utilizadas para desplazarse por el vacío gravitatorio colgaban de unos ganchos, al fondo del mueble. No valían mucho, pero, al menos, eran armas. Mejor aquello que nada. Comprobé el cargador y me eché al hombro la correa de la funda. Durante todo ese tiempo, Snaut estuvo observándome sin quitarme ojo. Me enseñó sus amarillos dientes en una sonrisa socarrona. —¡Feliz caza! — dijo. — Gracias por todo — contesté mientras me dirigía hacia la puerta. De un salto se levantó del sillón. —¡Kelvin! Lo miré. Había dejado de sonreír. No sé si alguna vez había visto un rostro tan cansado. — Kelvin… yo… De verdad que no puedo — balbuceó. Aguardé un instante, por si decía algo más, pero solo movió los labios, como si quisiera escupir algo. Me di la vuelta y salí sin decir palabra. SARTORIUS El pasillo estaba vacío. El primer tramo era recto; después, giraba a la derecha. Nunca había estado en la Estación, pero durante seis semanas, en el marco de mi entrenamiento en la Tierra, viví en una réplica exacta construida dentro del Instituto. Sabía adonde llevaba la escalera de peldaños de aluminio que se abría ante mí. La biblioteca estaba a oscuras. Palpé la pared a tientas, en busca del interruptor. Cuando encontré en el catálogo el primer tomo del anuario solarista, junto con el anexo, pulsé un botón y a continuación se encendió una lucecita roja. Según el fichero, el libro había sido dado en préstamo a Gibarian, al igual que el segundo tomo, el mencionado Pequeño apócrifo. Apagué la luz y regresé a la planta de abajo. Pese a que los pasos se habían alejado ya, temía entrar en su camarote. Ella podría volver. Durante unos instantes, permanecí delante de la puerta hasta que, apretando la mandíbula, me armé de valor y entré. Dentro de la habitación, muy iluminada, no había nadie. Distraídamente, me puse a hojear los libros abandonados en el suelo, junto a la ventana; tras inspeccionar el lugar, me acerqué al armario y lo cerré. No soportaba ver aquel hueco vacío entre los monos de trabajo. Al no encontrar el anexo bajo la ventana, me dediqué a cambiar los libros de sitio, tomo por tomo, metódicamente, hasta que, en la última pila, entre la cama y el armario, di con el volumen que necesitaba. Esperaba hallar alguna indicación, como así fue: en el índice de apellidos, alguien había colocado un marcapáginas con la inscripción, a lápiz rojo, de un nombre que no me decía nada: André Berton. La referencia aparecía en dos páginas diferentes. En la primera, averigüé que Berton era el copiloto de la nave de Shannahan. La siguiente mención aparecía unas cien páginas más adelante. Inmediatamente después del aterrizaje, la expedición había tomado todas las precauciones posibles, pero cuando, dieciséis días más tarde, se hizo evidente que el océano plasmático no solo no daba ninguna muestra de agresividad, sino que retrocedía ante cualquier objeto que se aproximara a su superficie y evitaba a toda costa el contacto directo con los aparatos o los humanos, Shannahan y su suplente, Timolis, suspendieron parte de aquellas cautelas iniciales, puesto que estas dificultaban y retrasaban demasiado la ejecución de las tareas. Fue entonces cuando la expedición se dividió en pequeños destacamentos de dos o tres personas que, en ocasiones, sobrevolaban el océano, recorriendo varios centenares de kilómetros; los lanzadores, utilizados previamente para proteger y delimitar el área de trabajo, fueron destinados a la Base. Los cuatro primeros días, tras los cambios en la metodología, transcurrieron sin ningún incidente, salvo por ocasionales averías puntuales en el sistema de oxigenación de las escafandras, ya que las válvulas de entrada resultaron ser sensibles a la actividad corrosiva de la venenosa atmósfera. Por eso era imprescindible cambiarlas diariamente por unas nuevas. El quinto día, el vigésimo primero desde el aterrizaje, dos investigadores, Carucci y Fechner (el primero de ellos era radiólogo y el segundo, físico), realizaron un vuelo de exploración sobre el océano a bordo de un aeromóvil biplaza. No era un vehículo volador, sino un planeador que se desplazaba sobre un colchón de aire comprimido. Transcurridas seis horas sin la menor noticia de ambos, Timolis, quien dirigía la Base en ausencia de Shannahan, declaró el estado de alarma y envió a toda la gente disponible en su búsqueda. Por una fatal casualidad, el enlace por radio se interrumpió aquel mismo día, una hora antes de la salida de los grupos de rescate: la causa fue una gran mancha en el sol rojo, que emitía fuertes rayos corpusculares contra las capas exteriores de la atmósfera. Funcionaban como los aparatos de ondas ultracortas, que facilitan la comunicación siempre que la distancia no supere los treinta kilómetros. Por si fuera poco, la niebla se espesó antes de la puesta del sol y la búsqueda tuvo que interrumpirse. Durante el regreso de los grupos de rescate a la Base, uno de ellos descubrió el aeromóvil a apenas ciento veinte kilómetros de la orilla. El motor seguía funcionando y la máquina, intacta, flotaba a merced de las olas. Carucci, el único ocupante de la transparente cabina, estaba semiinconsciente. El aeromóvil fue transportado a la Base y Carucci sometido a exámenes médicos. Recuperó la consciencia aquella misma noche, pero fue incapaz de informar sobre el paradero de Fechner. Lo único que recordaba era que, al poco de tomar la decisión de regresar, empezó a sentirse sofocado. Al parecer, la válvula de escape de su escafandra se había bloqueado así que, con cada respiración, una pequeña cantidad de gases venenosos penetraba dentro del sistema. Al intentar reparar la válvula, Fechner se vio obligado a desabrocharse el cinturón de seguridad e incorporarse. Después de eso, Carucci no recordaba nada. Los expertos aventuraron un posible desenlace de los acontecimientos: mientras reparaba el aparato de Carucci, Fechner debió de abrir el techo de la cabina, probablemente para facilitar la movilidad dentro de la pequeña cúpula. Aquello resultaba factible, pues la cabina no era hermética, sino que apenas constituía una protección ante los factores atmosféricos y el viento. La botella de oxígeno de Fechner debió de estropearse durante la maniobra y, aturdido, trepó y salió por la trampilla del techo a la cubierta del aparato, desde donde debió de caerse al agua. Esta es la historia de la primera víctima del océano. A pesar de que el cuerpo debería de haber flotado, al ir cubierto por la escafandra, la búsqueda no dio ningún resultado. De todas formas, quizás siguiera flotando: se consideró que barrer al milímetro una superficie de miles de kilómetros cuadrados de desierto ondeante, cubierto casi permanentemente de niebla, superaba con creces la capacidad de la expedición. Antes del anochecer — vuelvo a los anteriores acontecimientos —, todos los aparatos de rescate habían regresado. Todos menos el más grande, el helicóptero de mercancías que pilotaba Berton. Apareció sobre la Base, casi una hora después de la puesta de sol, cuando todos empezaban ya a preocuparse seriamente por él. Berton salió del aparato por sus propios medios, presa de una especie de shock nervioso. No bien descendió de la nave, inmediatamente se dio a la fuga; cuando intentaron retenerlo, comenzó a gritar, presa del llanto; algo sorprendente tratándose de un hombre con diecisiete años de navegación cósmica a sus espaldas, en ocasiones en las condiciones más extremas. Los médicos sospechaban que también Berton había resultado envenenado. Transcurridos dos días desde el incidente, Berton, quien incluso tras recuperar un aparente equilibrio no quería ni por un momento abandonar el interior del cohete principal de la expedición, ni tan siquiera acercarse a la ventana que ofrecía una panorámica del océano, declaró que deseaba presentar el informe de su vuelo. Insistió en ello, aduciendo que era un asunto de la máxima importancia. Dicho informe, una vez leído por el consejo de la expedición, fue considerado el enfermizo fruto de un cerebro envenenado por los gases de la atmósfera y, como tal, anexado no a la historia de la expedición, sino al historial de la enfermedad de Berton, poniendo, de ese modo, punto final al asunto. Eso es lo que decía el anexo. Me figuré que el quid de la cuestión era, por supuesto, el propio informe de Berton. Quizás allí pudiera hallar lo que pudo originar la crisis nerviosa de un piloto tan bregado como él. Me dispuse a revisar los libros por segunda vez, pero no conseguí encontrar el Pequeño apócrifo. Cada vez me sentía más cansado, así que aplacé la búsqueda hasta el día siguiente y abandoné el camarote. Cuando pasaba junto a la puerta de aluminio, me fijé en las manchas de luz proyectadas desde arriba. ¡Sartorius seguía trabajando! Pensé que podría subir a verlo. En el piso superior, la temperatura era ligeramente más elevada. Por el pasillo, ancho y bajo, corría una leve brisa. Varias tiras de papel aleteaban frenéticamente por encima de las salidas de ventilación. La puerta del laboratorio principal consistía en una plancha de cristal rugoso, enmarcada en metal. Por dentro, alguien había colocado algo oscuro sobre el cristal para taparlo; la luz salía al exterior solo por unas claraboyas que se abrían a la altura del techo. Empujé el cristal. Tal como me figuraba, la puerta no cedió. En el interior, reinaba el silencio; de vez en cuando, se oía un soplido parecido al de una llama de gas. Llamé con los nudillos, pero no obtuve respuesta. —¡Sartorius! — grité —. ¡Doctor Sartorius! ¡Soy yo, Kelvin! El recién llegado. Necesito verlo, ¡ábrame, se lo ruego! Se escuchó un ligero susurro, como pasos sobre un papel arrugado, y después, de nuevo se hizo el silencio. —¡Soy yo, Kelvin! ¡Seguro que ha oído hablar de mí! ¡He aterrizado con la Prometeo hace unas horas! — grité, acercando la boca al lugar donde el marco de la puerta se juntaba con el vano metálico —. ¡Doctor Sartorius, aquí no hay nadie más que yo! Ábrame. Silencio. A continuación, de nuevo, un suave susurro. Y luego unos crujidos, muy pronunciados, como si alguien estuviera colocando herramientas sobre una bandeja metálica. Me quedé estupefacto al escuchar una serie de pasos muy seguidos, como el trote de un niño pequeño: unas rápidas y densas pisadas de piernas enanas. A lo mejor… alguien sabía cómo imitarlas, tamborileando con los dedos sobre una caja vacía. —¡Doctor Sartorius! — vociferé —. ¡¿Va a abrir o no?! No hubo respuesta. En cambio, de detrás de la puerta volvió a llegarme de nuevo aquel trote infantil. Al mismo tiempo se oyó una serie de rápidos y enérgicos pasos, apenas perceptibles, como si alguien caminara de puntillas. Si Sartorius caminaba de ese modo, ¿no podía también imitar la manera de andar de un niño? ¡Y a mí qué me importa! pensé sin poder contener la rabia que empezaba a apoderarse de mí. Grité: —¡Doctor Sartorius! ¡No me he pasado dieciséis meses volando para arredrarme ahora con sus jueguecitos! Voy a contar hasta diez. Después, ¡derribaré la puerta! Dudé de que pudiera conseguirlo. El retroceso de una pistola de gas no es muy violento, pero estaba decidido a cumplir con mi amenaza de una manera u otra, aunque me viera obligado a emprender la búsqueda de explosivos que, estaba convencido, abundarían en el almacén. Me dije que no podía rendirme. No podía seguir jugando con aquellas cartas marcadas por la locura que las circunstancias habían puesto a la fuerza en mis manos. Dentro de la habitación se escuchó un ruido, como si alguien estuviera forcejeando o empujando un objeto por el suelo; la cortina de dentro se movió, puede que medio metro. Una estilizada sombra se proyectó sobre la hoja mate de la puerta, que parecía estar cubierta de escarcha, y se escuchó una voz de tiple ronco diciendo: — Abriré, pero tiene que prometerme que no intentará entrar. — Entonces, ¡¿por qué me va a abrir?! — grité. — Saldré yo a verle. — Está bien. Le doy mi palabra de honor. Se oyó el ligero chasquido de la llave girando dentro de la cerradura. Luego, la silueta oscura que tapaba la mitad de la puerta volvió a cubrirla por entero, ejecutando, al tiempo, lo que parecía ser una serie de complicadas maniobras; al poco escuché, además, una especie de crujido, procedente de una especie de mesita de madera que alguien hubiera desplazado y, finalmente, el panel blanco se entreabrió lo suficiente como para que Sartorius pudiera deslizarse hasta el pasillo. Ahora se hallaba frente a mí, con su cuerpo tapando la puerta. Era increíblemente alto y delgado; bajo una camiseta de algodón color crema, parecía que estaba compuesto tan solo de huesos. Llevaba un pañuelo negro al cuello; una bata de laboratorio doblada en dos y manchada de reactivos le colgaba del hombro. Ladeaba una cabeza extremadamente estrecha. Unas lentes negras y curvadas le cubrían casi la mitad de la cara, de forma que me era imposible distinguir sus ojos. La parte inferior de su mandíbula era alargada; sus labios lívidos y enormes, y tenía unas orejas que, por el color, también lívido, parecían congeladas. Tenía barba de varios días. Un par de guantes antirradiactivos, de goma roja, le colgaban de las muñecas. Durante un instante, nos miramos el uno al otro sin disimular la desgana. El poco pelo que tenía (daba la impresión de que él mismo se pasaba la maquinilla para cortárselo al uno) era de color plomizo; la barba, completamente gris. Tenía la frente morena, semejante a la de Snaut, pero en su caso, una línea horizontal le dejaba la parte superior sin broncear. Al parecer, siempre se ponía una gorra para protegerse del sol. — Le escucho — dijo por fin. Me pareció que estaba en tensión, no tanto por lo que yo fuera a decirle, sino por lo que quizás estaba ocurriendo a sus espaldas. Durante un buen rato, no supe qué decir. No quería meter la pata. — Me llamo Kelvin… ha tenido que oír hablar de mí —empecé —. Soy… Quiero decir, fui colaborador de Gibarian… Su delgado rostro, cubierto de surcos verticales — imaginé que esa justamente debía de ser la cara de Don Quijote —, estaba desprovisto de toda expresión. La negra placa de sus gafas cóncavas me dificultaba extremadamente la comunicación. — He podido averiguar que Gibarian… está muerto. — Me interrumpí. — Sí. Le escucho. Su respuesta sonó impaciente. — ¿Se ha suicidado? ¿Quién encontró el cuerpo? ¿Fue usted o lo hizo Snaut? — ¿Por qué viene a hablarme de esto? ¿Es que el doctor Snaut no le ha dicho…? — Quería escuchar qué es lo que usted tiene que decir sobre el asunto… — ¿Es usted psicólogo, doctor Kelvin? — Sí. ¿Por qué? — ¿Se licenció en la Universidad? — Sí. Pero ¿qué tiene que ver esto con…? — Creía que era usted criminalista, o policía. Son las dos cuarenta y usted, en vez de intentar desempeñar las labores planteadas en la Estación — lo que me ayudaría a comprender, pese a todo, el brutal intento de colarse en el laboratorio —, se dedica a interrogarme como si yo fuese un vulgar sospechoso. El esfuerzo que estaba haciendo por controlarme hizo que empezaran a manar gotas de sudor por mi frente. —¡Usted sí que es sospechoso, Sartorius! — dije con voz ahogada. Quería herirle a toda costa. Añadí con saña: —¡Y lo sabe perfectamente! —¡Si no retira sus palabras, y no me pide disculpas, me veré obligado a formular una queja formal contra usted en el parte radiofónico! — ¿De qué se supone que debo disculparme? ¡¿De que en vez de recibirme, en vez de aclararme honradamente lo que está ocurriendo aquí, se atrinchere en el laboratorio?! ¡¿Es que ha perdido por completo el juicio?! ¡¿Qué se supone que es usted? ¿Un científico o un miserable cobarde?! ¿Eh? ¡Conteste! — Ahora no recuerdo exactamente qué más le grité, pero él ni siquiera se inmutó. Unas gotas gruesas de sudor resbalaban por su cutis pálido y poroso. De pronto, me di cuenta de que no me estaba escuchando en absoluto. Escondió ambas manos tras la espalda y, haciendo un esfuerzo, sujetó la puerta, que había temblado ligeramente, como si alguien estuviera empujándola desde el otro lado. — Váyase… de aquí… —gimió, con una extraña voz estridente —. ¡Por Dios! ¡Váyase! ¡Márchese abajo! Ya bajaré yo luego. Haré todo lo que me pida, pero, se lo suplico, ¡váyase! En su voz había tanto sufrimiento que, atónito, alcé la mano instintivamente para ayudarle a sujetar la puerta, porque estaba claro que era lo único que le preocupaba en esos momentos. En ese preciso instante, emitió un grito estridente, como si lo estuviera amenazando con una navaja, así que comencé a retroceder mientras él seguía chillando en falsete: «¡Fuera! ¡Fuera de aquí!», y luego: «¡Ahora vuelvo! ¡Enseguida vuelvo! ¡No! ¡No!». Entornó la puerta y se abalanzó hacia el interior. Me pareció ver un destello dorado a la altura del pecho, una especie de disco brillante. Del laboratorio provenía un rumor sordo, la cortina se descorrió hacia un lado y una sombra enorme y alta se alzó ante la pantalla de cristal; la cortina regresó a su posición inicial, impidiendo ver nada más. ¡¿Qué estaba pasando allí?! Se escucharon pasos precipitados, hasta que la loca persecución fue interrumpida por un tremendo estrépito de cristal y una voz infantil estalló de risa… Me temblaban las piernas; miré a mi alrededor. Se había hecho el silencio de nuevo. Me senté en el vano de una ventana de metacrilato. Permanecí así durante aproximadamente un cuarto de hora; no sé, quizás a la espera de algo, o simplemente tan alucinado que ni siquiera tenía ganas de levantarme. La cabeza me estallaba. Arriba, en algún sitio, se oyó un prolongado chirrido e inmediatamente después todo se iluminó. Desde donde yo estaba, solo podía distinguir una parte del pasillo circular que rodeaba el laboratorio. Se encontraba en la parte más alta de la Estación, justo debajo de la cubierta circular del caparazón; por eso, las paredes exteriores eran cóncavas e inclinadas, con ventanas cada pocos metros, a modo de aspilleras; las exteriores se estaban levantando en ese momento, el día color celeste llegaba a su fin. Un brillo deslumbrante penetró en la habitación a través de los gruesos cristales. Cada listón niquelado, cada picaporte, brillaban como pequeños soles. La puerta del laboratorio — aquella enorme hoja de cristal poroso— se iluminó como la boca de un fogón. Contemplé mis manos que reposaban sobre mis rodillas, grises bajo aquella luz fantasmagórica. Con mi derecha, empuñaba la pistola de gas, sin saber ni cuándo ni cómo la había sacado de su funda. La guardé de nuevo. De pronto fui consciente de que ni siquiera un lanzallamas nuclear podría haberme servido de ayuda. ¿Con qué fin había recurrido a ella? ¿Para entrar en el laboratorio? Me puse de pie. El escudo solar, brillante como una explosión de hidrógeno, se sumergía lentamente en el océano; en el momento en que tocó la superficie, disparó hacia mí un haz horizontal de rayos, casi palpables; cuando alcanzó mi mejilla — bajaba ya por la escalera —, tuve la sensación de que hubieran estampado en ella un sello candente. A mitad de la escalera, cambié de opinión y volví sobre mis pasos. Di una vuelta alrededor del laboratorio. Como ya he dicho, lo rodeaba un pasillo: al cabo de unos cien pasos, me encontré en el otro extremo, frente a una puerta de cristal muy parecida a aquella que había visto en el laboratorio. Sabía que estaba cerrada, así que no intenté abrirla. Busqué alguna ventanita en mitad de la pared de metacrilato. Me valía con una ranura; la idea de espiar a Sartorius ya no me parecía en absoluto miserable. Necesitaba acabar con las conjeturas y conocer la verdad, aunque no me imaginaba cómo sería capaz de comprenderla realmente. Deduje que los vanos del techo proporcionaban luz a las salas del laboratorio, de modo que, si conseguía salir fuera, quizás podría echar un vistazo dentro a través de las ventanas instaladas en el caparazón exterior. Para llevar a cabo mi propósito, hube de bajar en busca de mi escafandra y de la botella de oxígeno. Permanecí un instante de pie, en lo alto de la escalera, planteándome si realmente valía la pena. Muy probablemente, el cristal de las ventanas superiores fuese mate, pero no me quedaba otra salida. Descendí al nivel intermedio. Tuve que pasar por delante de la emisora de radio. La puerta estaba abierta de par en par. Snaut seguía sentando en el sillón, tal como lo había dejado. Dormía. Al escuchar mis pasos, se estremeció y abrió los ojos. —¡Hola, Kelvin! — dijo con voz ronca. No contesté. — ¿Y qué? ¿Has podido averiguar algo? — preguntó. — Sí, es cierto — contesté lentamente —. Él no está solo. Torció los labios en una mueca. — Bueno, bueno. Eso ya es algo. ¿Dices que tiene visitas? — No entiendo por qué no queréis decirme qué es lo que está pasando… — solté como quien no quiere la cosa —. Trabajamos juntos y, tarde o temprano, terminaré por enterarme. Entonces, ¿a qué tanto misterio? — Ya lo entenderás… cuando vengan a verte — dijo. Parecía estar esperando algo. No tenía muchas ganas de hablar. — ¿Adonde vas? — me espetó cuando me di la vuelta. No contesté. Una vez en el aeropuerto, comprobé que la nave se encontraba en el mismo estado en que la había dejado. Sobre la plataforma se alzaba mi cápsula, abierta completamente y chamuscada. Me acerqué a los percheros de las escafandras, pero, de pronto, se me quitaron las ganas de hacer una escapada al exterior del caparazón, como tenía planeado. Di media vuelta y bajé por la escalera de caracol hasta los almacenes. Un montón de bombonas y de cajas apiladas atestaban el estrecho pasillo. Las paredes estaban cubiertas por un metal que relucía, pálido, bajo la luz. Unos veinte pasos más allá, divisé bajo el techo los escarchados cables del aparato de refrigeración. Los seguí. Se introducían por el cuello de plástico de la caja de derivación hacia una cámara herméticamente cerrada. Al abrir la puerta, de un grosor de unas dos pulgadas, me envolvió un frío penetrante. Temblé. Había montones de bobinas nevadas de las que colgaban carámbanos. Aquí también había cajas y cápsulas cubiertas por una capa de nieve; las estanterías, en la pared, rebosaban de latas y de amarillentos bloques de grasa. Al fondo, la cilíndrica bóveda perdía altura y de ella colgaba una centelleante cortina de pedazos de hielo. Los aparté levemente. Sobre el camastro de rejas de aluminio yacía una enorme y alargada silueta. Separé un poco la lona y contemplé el rostro petrificado de Gibarian. Su pelo negro, con un mechón gris en la frente, se adhería perfectamente al cráneo. La nuez sobresalía bastante y le partía el cuello en dos. Sus ojos resecos miraban inertes hacia el techo; en la comisura de uno de los párpados, se había acumulado una turbia gota de hielo. Tenía tanto frío que me costaba que no me castañearan los dientes. Sin soltar la capa, le toqué la mejilla con la otra mano y su tacto me recordó al de la leña congelada. Los pelos de la barba, que asomaban en forma de pequeños puntos negros, le arrugaban la piel. Los labios cerrados expresaban una infinita y despectiva paciencia. Al dejar caer el trozo de tela, me fijé en que, de entre sus pliegues, al otro lado del cuerpo, asomaban varias cuentas de color negro, quizás semillas de judía, de todos los tamaños. De pronto, me quedé petrificado, pues reconocí los dedos de unos pies descalzos desde la planta; las oblicuas yemas estaban ligeramente separadas entre sí. Bajo el arrugado manto yacía, aplastada, la mujer negra. Estaba tumbada boca abajo y parecía sumida en un profundo sueño. Retiré la gruesa tela, lentamente. La cabeza, cubierta de pequeños y grisáceos manojos de pelo enroscado, reposaba sobre su macizo brazo flexionado, del mismo color negro. La reluciente piel de la espalda se tensaba sobre las irregularidades de la columna. Ningún movimiento animaba el cuerpo colosal. Volví a mirar las plantas descalzas de los pies y algo me chocó: no estaban aplastadas ni hundidas por el peso que habían debido de soportar, ni siquiera marcadas por las durezas de andar descalza por el piso; bien al contrario, las cubría una piel igual de fina que la de la espalda o las manos. Contrasté esta percepción tocándola levemente; noté la repulsión propia de cuando se toca un cadáver. Entonces ocurrió algo increíble: aquel cuerpo, expuesto a una temperatura de veinte grados bajo cero, pareció revivir. Uno de los pies se le encogió como en una convulsión, igual que los perros dormidos cuando se les roza una pata. «Si la dejo aquí se va a congelar», pensé, pero su cuerpo todavía no estaba del todo frío, y aún podía notar su suave tacto con las yemas de mis dedos. Retrocedí, atravesando la cortina, la dejé caer provocando una lluvia de cristales y volví al pasillo. Fuera hacía un calor insoportable. La escalera me dejó justo al lado de la nave. Me senté sobre la tela enrollada del paracaídas de frenado y hundí la cabeza entre las manos. Me sentía como si me hubiesen abofeteado. No sabía lo que me estaba sucediendo. Estaba destrozado, mis pensamientos se precipitaban por un terraplén que amenazaba con derrumbarse: en aquellos momentos la pérdida de consciencia, incluso el aniquilamiento, se me revelaban como una gracia inaudita e inalcanzable. No tenía sentido que fuese a ver a Snaut o a Sartorius. No me imaginaba que nadie pudiese recomponer todo aquello de lo que había sido testigo en las útimas horas, todo lo que había visto y había tocado con mis propias manos. La única salida posible era escapar de aquel lugar, y la única explicación era la locura. Sí: me debí de haber vuelto loco nada más aterrizar. Quizás el océano había logrado trastocar mi cerebro, me había sumergido en un mar de alucinaciones y, si era así, resultaba inútil malgastar las fuerzas en vanos intentos por resolver tantas adivinanzas, por desvelar el misterio de tantas realidades inexistentes. Más me valdría buscar ayuda médica, lanzar una llamada de socorro desde la emisora de radio a la Prometeo, o a alguna otra nave. Entonces me ocurrió algo inesperado: pensar que me había vuelto loco me tranquilizó. De sobra entendía las palabras de Snaut, suponiendo que el tal Snaut existiera y que alguna vez hubiera hablado con él, ya que las alucinaciones podían haber comenzado mucho antes. ¿Quién podía estar seguro? ¿Sería que quizás me encontrara aún a bordo de la Prometeo, afectado por el repentino brote de una enfermedad psíquica y todo lo vivido no fuera sino obra de mi excitado cerebro? Pero en cualquier caso, si estaba enfermo, podía curarme y aquello, al menos, me ofrecía unas esperanzas de salvación que de ninguna otra manera era capaz de vislumbrar en las enrevesadas pesadillas de los experimentos solaristas de las últimas horas. Por tanto, era necesario llevar a cabo un experimento conmigo mismo, trazado de forma lógica — un experimentum crucis —, que me demostrara si era cierto que me había vuelto loco y si era víctima de los delirios de mi propia imaginación, o bien si, pese a su carácter absurdo e improbable, mis vivencias eran reales. Estaba reflexionando sobre todo ello mientras contemplaba la ménsula de metal que soportaba la viga maestra del aeropuerto. Era un mástil de acero que sobresalía de la pared, forrado de chapa ondulada y pintado en verde celadón; en varios sitios, aproximadamente a un metro de altura, el esmalte se desconchaba, desgastado sin duda por los rieles de los cohetes que se deslizaban por él. Palpé el acero, lo calenté durante un rato con mi mano, y luego di un par de golpes en el laminado borde de la chapa protectora; ¿era posible que mi delirio alcanzara semejante nivel de realismo? «Quizás», me contesté; al fin y al cabo, aquella era mi especialidad, sabía bastante de la materia. ¿Resultaba posible que todo aquel experimento clave fuera simplemente un invento de mi mente? Al principio, me parecía que no, porque mi cerebro enfermo (si es que realmente lo estaba) crearía una ilusión a poco que le pusiera a tiro. No era necesario que estuviéramos enfermos, podría ocurrir que, en un simple sueño, habláramos con desconocidos que no existen en la vida real, que les hiciéramos preguntas a estos personajes soñados y que escucháramos sus respuestas pensando que eran reales; además, aunque estas personas fueran, en realidad, tan solo el fruto de nuestra psique y, de alguna manera, constituyeran una parte seudoautónoma y aislada en nuestro tiempo mental, no sabríamos qué palabras pronunciarían hasta que (dentro del sueño) no se dirigieran a nosotros. Pero, de hecho, se trataría de palabras fabricadas por aquella parte aislada de nuestra mente; por tanto, nosotros mismos deberíamos conocerlas desde el momento en que las concibiéramos para ponerlas en boca de algún personaje ficticio. Ante cualquier cosa que nuestro cerebro planificara e hiciera realidad, siempre podría decirme que había actuado precisamente como se actúa en los sueños. Ni Snaut, ni Sartorius tenían por qué existir de veras; de modo que formularles cualquier tipo de pregunta a cualquiera de los dos resultaba a la postre inútil. Pensé que quizás podría tomarme alguna clase de medicamento, un remedio fuerte, como por ejemplo peyote, o algún otro preparado que provocara alucinaciones y visiones pintorescas. La vivencia de semejantes fenómenos confirmaría que lo que me había tomado existía de modo tangible, y que formaba parte de la realidad material que me rodeaba. Pero tampoco aquello, continué con mi razonamiento, constituiría el deseado experimento clave, porque yo sabía qué remedio (elegido por mí) debería funcionar; por lo mismo, podría suceder que tanto el hecho de ingerir aquel medicamento, como los efectos causados por él, no serían, al mismo tiempo, sino el fruto de mi imaginación enferma. Estaba ya decidido a pensar que me sería imposible escapar al torbellino de la locura — dado que no se puede pensar de otra forma que no sea mediante el uso de la mente, uno no puede introducirse dentro de sí mismo para comprobar si los procesos se desarrollan con normalidad —, cuando de pronto tuve una revelación. Era algo tan sencillo como eficaz. Me levanté de un salto del montón de paracaídas enrollados y corrí directamente a la emisora de radio. Estaba vacía. Instintivamente, eché un vistazo al reloj eléctrico de la pared. Eran casi las cuatro de la madrugada. La noche de la Estación; en el exterior se revelaba un amanecer rojo. Sin perder un minuto, puse en marcha el protocolo para las conexiones de radio de largo alcance y, mientras esperaba que las lámparas se calentaran, volví a repasar mentalmente todas las etapas del experimento. No recordaba cuál era la señal de llamada de la estación del sateloide en órbita sobre Solaris, pero di con ella en un cartelito, pegado en el cuadro de mandos principal. Emití la llamada en código morse y la respuesta llegó ocho segundos después. El sateloide, o más bien su cerebro electrónico, se comunicaba mediante una señal pulsátil. Entonces le pedí que me facilitara información acerca de los meridianos de la esfera de la galaxia estelar, que atravesaba a intervalos de veinte segundos a lo largo de su recorrido alrededor de Solaris, con la precisión de cinco decimales. A continuación, me senté a esperar la respuesta, que llegó al cabo de diez minutos. Arranqué la cinta de papel con el resultado impreso y, tras guardarla en un cajón (me obligué a no mirarla, ni siquiera de reojo), traje de la biblioteca unos enormes mapas celestes, las tablas logarítmicas, el almanaque del desplazamiento diurno del satélite y unos cuantos libros auxiliares y, a continuación, me dispuse a buscar la respuesta a esa misma pregunta. Tardé al menos una hora en resolver ecuaciones; no recordaba la última vez que había dedicado tanto tiempo a unos cálculos; quizás fuera en la universidad, en el examen de Astronomía práctica. Realicé las operaciones en la calculadora gigante de la Estación. Mi razonamiento fue el siguiente: los datos proporcionados por los mapas celestes no deberían coincidir a la perfección con los datos facilitados por el sateloide. O no necesariamente, puesto que el sateloide estaba sometido a unas perturbaciones muy complicadas, por efecto de las fuerzas gravitatorias de Solaris, de los dos soles que giraban a su alrededor, así como de los cambios gravitatorios locales inducidos por el océano. Cuando dispusiera de dos series de números, las facilitadas por el sateloide y las calculadas teóricamente a partir de los mapas celestes, introduciría las correcciones a mis cálculos; los resultados de ambos grupos deberían coincidir en los cuatro primeros decimales; las variaciones aparecerían tan solo a partir del quinto decimal, como consecuencia de la incalculable actividad del océano. Incluso si los números proporcionados por el sateloide no fueran reales, sino tan solo el fruto de mi mente enloquecida, no coincidirían de todas formas con la segunda serie de datos numéricos. Y es que mi mente podía estar enferma, pero no sería capaz, en ninguna circunstancia, de llevar a cabo los cálculos realizados por la enorme calculadora de la Estación, ya que semejante operación requeriría muchos meses. Por lo tanto, el que las cifras coincidiesen significaría que la gran calculadora de la Estación existía de verdad y que realmente la había usado y yo no estaba delirando. Las manos me temblaban al sacar del cajón la tira de papel del telégrafo y mientras la extendía junto a la otra, más ancha, proporcionada por la calculadora. Ambas series de números coincidían según lo previsto, hasta el cuarto decimal. Las variaciones se observaban en el quinto. Guardé todos los papeles en el cajón. La calculadora, entonces, existía de verdad, independientemente de mí; aquello implicaba la existencia de la Estación y de todo cuanto se encontraba en su superficie. Estaba a punto de cerrar el cajón cuando me fijé en que, en su interior, había una pila de folios cubiertos con impacientes cálculos. La saqué y, al ojearlos, comprobé que alguien había llevado a cabo un experimento parecido al mío, con la diferencia de que, en vez de los datos en relación a la esfera estelar, había requerido del sateloide mediciones del albedo de Solaris, con intervalos de cuarenta segundos. No estaba loco. El último rayo de esperanza se había apagado. Desconecté el emisor, me tomé el resto del caldo del termo y me fui a dormir. HAREY Ejecuté los cálculos con un silencioso encarnizamiento, que era lo único que me mantenía de pie. Me sentía tan torpe a causa del cansancio que no fui capaz de desplegar la litera de mi camarote y, en vez de liberar los enganches superiores, tiré de la manivela de forma que las sábanas se me vinieron encima; cuando por fin conseguí abrirla, me quité el traje y la ropa interior, los arrojé al suelo y a continuación me dejé caer, semiinconsciente, sobre la almohada, sin terminar de inflarla siquiera. Me quedé dormido sin darme cuenta, con la luz encendida. Al abrir los ojos, tuve la sensación de haber dormido apenas unos minutos. La habitación estaba inundada de un nublado resplandor rojo. Tenía algo de frío y me encontraba a gusto. Yacía desnudo, completamente destapado. Enfrente de la cama, bajo una ventana que tenía la cortina descorrida hasta la mitad, había alguien sentado en una silla, bañado por la luz roja del sol. Era Harey que, con un vestido de playa blanco, las piernas cruzadas, descalza, el pelo moreno peinado hacia atrás, la fina tela ceñida sobre el pecho, extendía sus bronceados antebrazos y me observaba, inmóvil, por debajo de sus negras pestañas. La contemplé durante un largo rato, completamente tranquilo. Mi primer pensamiento fue: «Qué bien que sea un sueño, que eres consciente de estar soñando». Aun así, hubiese preferido que desapareciera. Cerré los ojos y empecé a desearlo con mucha intensidad, pero, al abrirlos de nuevo, ella seguía sentada en la misma postura. Fruncía los labios, como si fuera a silbar, un gesto habitual en ella, pero sus ojos no sonreían. Me acordé de mis reflexiones de la noche anterior, antes de acostarme, acerca de los sueños. Tenía exactamente el mismo aspecto que la última vez que la había visto viva, cuando solo tenía diecinueve años; ahora tendría veintinueve, pero no había cambiado en absoluto: los muertos se mantienen jóvenes. Ella seguía mirándome y parecía estar sorprendida. «Voy a arrojar algo contra ella», pensé, pero aunque solo se trataba de un sueño no me atreví, ni siquiera dormido, a arrojarle nada a una muerta. — Pobrecita, mi niña — dije —, has venido a hacerme una visita, ¿verdad? Me asusté un poco, porque mi voz sonó muy realista y toda la habitación, incluida Harey, parecía absolutamente real. ¡Qué sueño tan plástico y colorido! Además, estaba viendo, por el suelo, objetos en los que la noche anterior, al acostarme, ni siquiera había reparado. «Cuando me despierte — pensé— tendré que comprobar si de veras están ahí, o si son también fruto del sueño, al igual que Harey…». — ¿Vas a seguir ahí sentada mucho tiempo…? — pregunté, y me di cuenta de que estaba hablando en voz baja, como si temiera que alguien me oyera, ¡como si alguien pudiera estar escuchando, a hurtadillas, lo que sucedía dentro de un sueño! Mientras tanto, el sol se había elevado un poco más. «Bueno — pensé —, no está mal». Me acosté durante el día rojo, luego tocaba el azul y, después, otro día rojo. Como era imposible que llevase durmiendo quince horas seguidas, ¡estaba claro que se trataba de un sueño! Más calmado, observé con detenimiento a Harey. El sol la iluminaba a contraluz: el rayo que se filtraba por la ranura de la cortina doraba el aterciopelado vello de su mejilla izquierda y sus pestañas proyectaban una larga sombra sobre su rostro. Era preciosa. Hay que ver, pensé, ¡qué meticuloso era, incluso fuera de la realidad! me esforzaba por controlar los movimientos del sol y también porque ella tuviera su hoyuelo allí donde nadie más lo tiene, justo debajo de la comisura de sus sorprendidos labios; pero hubiese preferido que aquello se acabara ya. Tenía que ponerme a trabajar. Apreté los párpados, tratando de despertarme cuando, de pronto, oí un crujido. Inmediatamente, abrí los ojos. Estaba sentada a mi vera, sobre la cama, y me miraba muy seria. Le sonreí y ella me sonrió y se inclinó sobre mí: el primer beso fue liviano, como el de dos niños. Luego, la besé durante largo rato. ¿Era justo aprovecharse así de un sueño? pensé. Pero aquello ni siquiera constituía una traición a su recuerdo, porque era ella quien, por su cuenta, había entrado en mi sueño. Nunca antes me había ocurrido… Seguíamos sin hablar. Yo estaba tumbado boca arriba; cuando alzaba el rostro, podía mirar dentro de las ventanas de su nariz, iluminadas desde el exterior, que habían sido siempre el barómetro de sus sentimientos; con la punta de los dedos, recorrí sus orejas, que tenían los lóbulos enrojecidos a causa de mis besos. No sé si era eso lo que tanto me inquietaba; yo me seguía repitiendo que solo se trataba de un sueño, pero tenía el corazón oprimido. Me armé de valor para abandonar la cama de un salto; estaba preparado para no conseguirlo; en los sueños, a menudo uno no domina su propio cuerpo que está como paralizado o ausente; es más, pensaba que la mera intención de levantarme me despertaría. Pero no me desperté, sino que me quedé sentado, con los pies apoyados en el suelo. No me quedaba otra, tenía que soñarlo hasta el final, pensé, pero el buen ambiente se había desvanecido sin dejar huella. Tuve miedo. — ¿Qué quieres? — pregunté. Mi voz sonaba ronca y tuve que aclararla. Instintivamente, palpé el suelo con los pies desnudos en busca de las zapatillas, antes de recordar que no las había traído, pero entonces me di un golpe tan fuerte en un dedo que chillé de dolor. «¡Ahora acabará todo esto!», pensé satisfecho. Pero todo seguía igual. Harey retrocedió al incorporarme. Apoyó la espalda contra el cabecero de la cama. Su vestido palpitaba ligeramente, justo a la altura de su pecho izquierdo, al ritmo de su corazón. Me observaba con sereno interés. Pensé que lo mejor sería ducharme, pero se me ocurrió que una ducha con la que uno sueña no sería capaz de despertarme. — ¿De dónde has salido? — pregunté. Me cogió la mano y la lanzó al aire, en un gesto familiar, jugueteando con las yemas de mis dedos. — No lo sé —dijo —. ¿Te parece mal? La voz también era la misma, baja y un tanto distraída. Solía hablar sin preocuparse demasiado de lo que decía, como si estuviera entretenida con otra cosa; por eso, a veces, daba la sensación de ser una persona irreflexiva, incluso desvergonzada, porque todo lo miraba con una sorpresa abatida que solo se reflejaba en sus ojos. — ¿Alguien… te ha visto? — No lo sé. Simplemente he venido. ¿Acaso importa, Kris? Siguió jugando con mi mano, pero su rostro se mostraba ya ausente. Se enfurruñó. — ¿Harey…? — Dime, cariño. — ¿Cómo sabías dónde estaba? Aquello la sorprendió. Descubrió el extremo de sus dientes al sonreír; sus labios eran tan oscuros que, cuando comía cerezas, no se notaba. — No tengo ni idea. Es gracioso, ¿verdad? Estabas durmiendo cuando entré, pero no te desperté. No quería despertarte, porque te enfadas. Eres un gruñón y un aburrido — dijo y lanzó enérgicamente mi mano hacia lo alto, al compás de sus palabras. — ¿Has estado abajo? — Sí, he estado. Me he escapado de allí porque hacía mucho frío. Me soltó la mano. Al tumbarse de lado, sacudió la cabeza hacia atrás para que todo el pelo le quedase a un lado y me miró con aquella media sonrisa que solo dejó de molestarme en el momento en que empecé a quererla. — Pero… Harey… si… — balbuceé. Me incliné sobre ella y le subí la manga del vestido. Justo encima de la cicatriz de la vacuna contra la varicela, en forma de flor, se divisaba la minúscula huella roja de un pinchazo. Aunque me lo esperaba (porque instintivamente seguía buscando retales de lógica en medio de lo inverosímil), tuve náuseas. Toqué con el dedo la pequeña marca de la inyección, con la que me había pasado años soñando — despertándome sobre las sábanas revueltas, gimiendo, siempre en la misma postura, doblado en dos, la misma postura en que la había encontrado a ella, ya casi fría —, porque intentaba imitarla en sueños, como si así pudiera implorar su perdón, o tal vez acompañarla en sus últimos momentos, cuando empezó a notar el efecto de la inyección y a tener miedo. Lo cierto es que un simple arañazo la asustaba, no soportaba el dolor, ni ver la sangre y, de pronto, hizo algo tan terrible, dejándome apenas cinco palabras en una hoja de papel a mi nombre. La guardaba entre mi documentación, la llevaba siempre conmigo, desgastada, desintegrándose en los pliegues, no me atrevía a separarme de ella; mil veces imaginé el momento en que la estaba escribiendo y lo que debió de sentir entonces. Me convencí de que únicamente pretendía montar una escena y asustarme y que, por error, la dosis resultó demasiado alta; todos me aseguraban que así había sido; o bien que había respondido a una decisión impulsiva, originada por la depresión, una depresión repentina. Sin embargo, ignoraban lo que yo le había dicho cinco días antes con el fin de hacerle daño; después, mientras yo recogía mis cosas y preparaba el equipaje para marcharme, ella me preguntó con sorprendente calma: «¿Sabes lo que significa…?». Y yo fingí no entenderla, aunque la entendía perfectamente, pero pensaba que era una cobarde y eso también se lo dije y ahora estaba tumbada sobre la cama, en diagonal, y me miraba atentamente, como si no supiera que fui yo quien la había matado. — ¿Es todo lo que se te ocurre? — preguntó. El sol pintaba de rojo la habitación, el reflejo del amanecer brillaba en su pelo; ella se miró el hombro con repentino interés, solo porque yo lo había estado examinando durante mucho tiempo y, cuando dejé caer la mano, apoyó contra ella su fría y suave mejilla. — Harey — dije con voz ronca —, esto no puede ser… —¡Para! Tenía los ojos cerrados, pude ver cómo temblaban bajo los tensos párpados, sus negras pestañas tocaban los pómulos. — ¿Dónde estamos, Harey? — En casa. — ¿Y dónde está? Abrió un ojo durante un segundo y enseguida lo cerró, cosquilleando mi mano con sus pestañas. —¡Kris! — ¿Qué? — Estoy tan a gusto… Yo seguía sentado, inmóvil. Levanté la cabeza y vi una parte de la cama, el pelo revuelto de Harey y mis rodillas desnudas reflejadas en el espejo del lavabo. Con un pie, acerqué una de aquellas herramientas semifundidas esparcidas por el suelo y la cogí con la mano libre. La punta estaba afilada. Me la acerqué a la piel, justo por encima de una rosácea cicatriz, semicircular y simétrica, y me la clavé. El dolor fue punzante. Observé la sangre que corría por la parte interior del muslo y goteaba silenciosamente sobre el pavimento. Fue inútil. Los terribles pensamientos que rondaban mi cabeza aparecían cada vez más perfilados, ya no me repetía «es un sueño»; hacía mucho que había dejado de creerlo, ahora pensaba más bien «tengo que defenderme». Miré su espalda que, bajo la tela blanca, se prolongaba en la curva de la cadera, y ella dejó sus pies descalzos colgando sobre el suelo. Alargué las manos hacia ellos, con suavidad le cogí un talón y empecé a acariciarle con los dedos la planta del pie. Era tan delicada como la de un recién nacido. Estaba ya casi seguro de que no era Harey y casi seguro, también, de que ella no lo sabía. El pie descalzo se movió dentro de mi mano, los oscuros labios de Harey se llenaron de risas que no emitían ningún sonido. — Para… — susurró. Con suavidad, abrí la mano y me incorporé. Seguía desnudo. Mientras me vestía apresuradamente, vi que se sentaba sobre la cama sin dejar de mirarme. — ¿Dónde están tus cosas? — pregunté y enseguida me arrepentí. — ¿Mis cosas? — ¿Solo tienes ese vestido? Ahora aquello era un juego. Conscientemente, procuré comportarme con despreocupación, de forma natural, como si nos hubiésemos separado el día anterior; no, como si nunca nos hubiésemos separado. Se puso de pie y con un leve pero enérgico gesto, de lo más familiar, se sacudió la faldita para estirarla. Mis palabras la intrigaron, aunque no dijo nada. Recorrió la estancia con la mirada, por primera vez curiosa, escrutadora, y la posó sobre mí, visiblemente sorprendida. — No lo sé… —dijo con impotencia—; creo que en el armario… — añadió y entreabrió la puerta. — No, allí solo están los monos de faena — contesté. Junto al lavabo, encontré una maquinilla eléctrica y empecé a afeitarme. Prefería no darle la espalda a la chica mientras lo hacía, fuese quien fuese. Dio vueltas por la cabina, revisó todos los rincones, miró por la ventana; al final, se me acercó y dijo: — Kris, tengo una sensación extraña, como si algo hubiese ocurrido. Se interrumpió. Esperé, con la maquinilla encendida en la mano. — Como si se me hubieran olvidado… muchas cosas. Lo sé… solo me acuerdo de ti… y… y de nada más. La escuchaba, tratando de controlar la expresión de mi cara. — ¿He estado enferma? — Bueno… se podría decir que sí. Durante un tiempo, estuviste algo enferma. — Ah. Será por eso. Se había animado otra vez. No sé expresar lo que estaba viviendo: cuando se callaba, caminaba, se sentaba o sonreía, la sensación de que tenía delante a la propia Harey era más fuerte que mi miedo nauseabundo; sin embargo, en momentos como aquel, me parecía que solo se trataba de una Harey simplificada, reducida a una serie de réplicas características, a unos cuantos gestos y movimientos. Se me acercó, apoyando sus puños apretados contra mi pecho, justo bajo el cuello y preguntó: — ¿Cómo nos va? ¿Bien o mal? — Mejor que nunca — contesté. Sonrió levemente. — Si tú lo dices, será que las cosas van más bien mal. — En absoluto, Harey. Cariño, ahora tengo que salir — dije precipitadamente —. Espérame, ¿vale? O quizás… Quizás tengas hambre — añadí, porque yo mismo empezaba a tener mucha hambre. — ¿Hambre? No. Negó con la cabeza, hasta que su cabello ondeó. — ¿Tengo que esperarte? ¿Durante cuánto tiempo? — Una hora — empecé a decir, pero me interrumpió. — Te acompañaré. — No puedes acompañarme, voy a trabajar. — Te acompañaré. Esta era una Harey completamente distinta: la otra no importunaba con su presencia. Nunca. — Eso es imposible, mi niña… Levantó la mirada y, de pronto, me cogió de la mano. Recorrí su antebrazo con la mía, hacia arriba: su brazo era redondo y caliente; sin la menor intención, mi gesto fue casi una caricia. Mi cuerpo la estaba reconociendo, la deseaba, me sentía atraído por ella más allá de toda razón, más allá de los argumentos y del miedo. Intentando, a toda costa, mantener la calma, repetí: — Harey, es imposible: tienes que quedarte. — No. ¡Qué tono! — ¿Por qué? — N… no lo sé. Miró a su alrededor y de nuevo levantó los ojos hacia mí. — No puedo… — dijo muy bajo. — Pero ¡¿por qué?! — No lo sé. No puedo. Me parece que… me parece que… Al parecer, buscaba la respuesta en algún lugar de su mente y cuando consiguió encontrarla, fue para ella un descubrimiento. — Me parece que tengo que estar contigo… a todas horas. Su tono perentorio había privado a sus palabras del carácter sentimental de una confesión; aquello era algo completamente diferente. El sentido de mi abrazo cambió, aunque, en apariencia, todo siguiera igual, ya que seguía abrazándola; sin dejar de mirarla a los ojos, empecé a tirar de sus brazos hacia atrás: entonces supe a qué respondía aquel movimiento, ejecutado, en principio, de forma instintiva: yo ya estaba buscando con la mirada algo con que atarla. Sus codos, doblados por detrás de la espalda, chocaron ligeramente el uno contra el otro y se tensaron al mismo tiempo, tornando vano mi esfuerzo. Resistí, como mucho, un segundo. Ni siquiera un atleta, arqueado hacia atrás como Harey y tocando apenas el suelo con la punta de los pies, conseguiría liberarse, pero ella, con el rostro de quien no ha roto jamás un plato, suavemente, sonriendo insegura, deshizo la presión, se enderezó y bajó los hombros. Me observaba con el mismo sereno interés que al principio, en el momento de mi despertar, como si no se hubiese dado cuenta de mi desesperado esfuerzo, causado por un ataque de pánico. Ahora estaba de pie, pasiva, como a la espera de algo, al mismo tiempo indiferente, concentrada y un tanto sorprendida por todo aquello. Me rendí. La dejé en medio de la habitación y me acerqué a la estantería, junto al lavabo. Sentía que había caído en una trampa peligrosa y trataba de encontrar una salida, considerando modos de alcanzarla cada vez más despiadados. Si alguien me hubiese preguntado entonces qué me estaba pasando y qué significaba todo aquello, no habría sabido qué contestar, pero a esas alturas ya era consciente de que los acontecimientos en la Estación constituían una unidad, tan terrible como incomprensible; de todas formas, en aquel momento no estaba pensando en ello, sino en tratar de dar con algún truco, una maniobra que me facilitara la huida. Aunque yo estaba de espaldas, notaba que Harey me estaba mirando. En la pared, sobre la estantería, habían fijado un pequeño botiquín de mano. Revisé por encima su contenido. Encontré un botecito de somníferos y eché cuatro pastillas, la dosis máxima permitida, en el vaso. Ni siquiera intenté disimular delante de Harey. No sabría decir por qué. Ni me lo planteé siquiera. Llené el vaso con agua caliente, esperé a que las pastillas se diluyeran y, a continuación, me acerqué a Harey, que seguía en el centro de la habitación. — ¿Estás enfadado? — preguntó en voz baja. — No. Tómate esto. No sé por qué, pero supuse que me obedecería. En efecto: cogió el vaso sin protestar y se tomó su contenido de un trago. Dejé el vaso vacío sobre la mesita y me senté en un rincón, entre el armario y la librería. Harey se me acercó despacio y se sentó en el suelo, junto al sillón, como solía hacer a menudo, encogiendo las piernas y, con un gesto muy familiar, se echó el pelo hacia atrás. Aunque estaba seguro de que no era ella, cada vez que la reconocía en aquellos pequeños hábitos se me hacía un nudo en la garganta. Era una situación incomprensible y horrorosa, y lo peor de todo era que yo mismo tenía que comportarme de manera pérfida, fingiendo que la tomaba por Harey, aunque lo cierto es que ella misma estaba convencida de serlo y, a su modo de ver, no obraba con malicia. No sé cómo llegué a la conclusión de que esa era la cuestión, pero estaba seguro de ello, ¡suponiendo que hubiera algo de lo que pudiera estar seguro! Estaba sentado y la chica apoyó su espalda contra mis rodillas, su pelo rozaba mi mano inerte; permanecimos así, casi inmóviles. Consulté disimuladamente el reloj varias veces seguidas: había transcurrido media hora y el somnífero debería haber empezado a actuar. Harey murmuró algo en voz baja. — ¿Qué dices? — pregunté, pero no me contestó. Lo consideré un síntoma de la pereza provocada por el sueño, aunque, a decir verdad, en el fondo dudaba de que la medicina surtiera efecto. ¿Por qué? Tampoco encuentro respuesta a esta pregunta, quizás porque mi truco era demasiado sencillo. Deslizó la cabeza lentamente sobre mi regazo, el pelo oscuro la cubrió por completo, respiraba regularmente, como si estuviera dormida. Me agaché para llevarla a la cama cuando, de repente, sin abrir los ojos, me agarró del pelo con la mano y soltó una carcajada aguda. Me quedé petrificado, mientras ella reía sin parar. Me observaba con los ojos entreabiertos, con una expresión al mismo tiempo ingenua y astuta. Yo me había sentado de nuevo, forzadamente tieso, atontado e impotente; Harey rio una vez más, luego apretó su cara contra mi mano y se calló. — ¿De qué te ríes? — pregunté con voz sorda. Su cara de nuevo expresaba inquietud. Sabía que quería ser honesta. Se frotó con el dedo su pequeña nariz y dijo, por fin, suspirando: — Ni yo misma lo sé. Sus palabras sonaron sinceras. — Me estoy comportando como una idiota, ¿verdad? — continuó —. De repente, he… pero tú tampoco lo estás haciendo mucho mejor: estás aquí sentado, malhumorado como… como Pelvis… — ¿Como quién? — pregunté, porque me parecía haber entendido mal. — Como Pelvis, ya sabes, ese gordo… Sin lugar a dudas, resultaba imposible que Harey conociera a Pelvis; tampoco podía haberme oído hablar de él, por la sencilla razón de que el regreso de su expedición ocurrió unos tres años después de que ella muriera. Fue entonces cuando lo conocí y yo mismo ignoraba que, al presidir las reuniones del Instituto, tenía la insoportable costumbre de alargar las sesiones hasta el infinito. Por otro lado, se llamaba Pelle Villis, nombre que devino en el abreviado mote del que tampoco se tenía noticia antes de su regreso. Harey apoyó los codos en mi regazo, mirándome fijamente. Le puse las manos sobre los hombros y las deslicé lentamente por la espalda, hasta que casi se juntaron a la altura del palpitante y desnudo comienzo de su cuello. Al fin y al cabo, podía tratarse de una simple caricia y, de acuerdo con su mirada, no había imaginado nada distinto. En realidad, estaba confirmando que, al tacto, su cuerpo no dejaba de ser un cuerpo humano corriente y cálido y que, bajo los músculos, se escondían huesos y articulaciones. Al ver sus tranquilos ojos, me poseyó el deseo de apretar los dedos con fuerza. Estaba a punto de hacerlo, cuando de pronto me acordé de las manos ensangrentadas de Snaut y la solté. — Qué manera de mirar, la tuya… — dijo con calma. Mi corazón bombeaba sangre con tanta fuerza que no podía hablar. Cerré los párpados un instante. De pronto visualicé el plan de acción, desde el principio hasta el final, con todos sus detalles. Sin perder ni un momento, me levanté del sillón. — Tengo que irme ya, Harey — dije —, pero si te empeñas, puedes venir conmigo. — Vale. Se incorporó de un salto. — ¿Por qué vas descalza? — pregunté mientras me acercaba al armario y elegía, de entre los monos de colores, dos: uno para mí y otro para ella. — No lo sé… he tenido que dejarme los zapatos en algún sitio… — dijo insegura. Hice caso omiso de sus palabras. — No podrás ponértelo con el vestido, tendrás que quitártelo… — ¿Un mono? Pero ¿para qué? —preguntó e, inmediatamente, intentó quitarse el vestido; sin embargo, enseguida se dio cuenta de que no podía hacerlo, ya que no había ningún cierre. Los botones rojos del centro no eran más que un simple adorno. Tampoco había ninguna cremallera. Harey sonrió desconcertada. Fingiendo que aquello era lo más normal del mundo, corté la tela por el lugar donde acababa el escote de la espalda, ayudándome de un instrumento parecido a un bisturí que había recogido del suelo. Solo entonces pudo quitarse el vestido por la cabeza. El mono le quedaba un tanto holgado. — ¿Vamos a volar? Pero ¿tú también? — No paraba de preguntar cuando, ya vestidos, abandonamos la habitación. Yo me limité a asentir con la cabeza. Temía que nos encontráramos con Snaut, pero el pasillo que llevaba al aeropuerto estaba desierto y la puerta de la estación de radio, por delante de la cual tuvimos que pasar obligatoriamente, cerrada. Un silencio sepulcral seguía envolviendo la Estación. Harey me observaba mientras yo sacaba, desde el compartimento del medio y con ayuda de una pequeña carretilla eléctrica, el cohete a la pista libre. Comprobé por orden el estado del microrreactor, de los mandos teledirigidos y de las toberas y, a continuación, desplacé el cohete sobre la vagoneta hasta la superficie circular de la pista de despegue que se extendía bajo la bóveda central; previamente, había retirado de allí la cápsula vacía. Era una pequeña nave utilizada para comunicar la Estación y el sateloide, que servía para transportar mercancías pero no personas, excepto en circunstancias extraordinarias, puesto que era imposible abrirla desde el interior. Era precisamente lo que necesitaba para llevar a cabo mi plan. Por supuesto, mi intención no era lanzar el cohete, pero actué como si lo estuviera preparando para un despegue de verdad: Harey, quien me había acompañado en tantos viajes, tenía ciertas nociones del protocolo. Para terminar, comprobé el estado de los aparatos de climatización y de oxígeno, los puse en marcha y cuando, tras encender el circuito principal, las luces de control se encendieron, salí del estrecho interior y le hice señas a Harey, que se encontraba de pie junto a la escalera. — Entra. — ¿Y tú? — Después de ti. Tengo que cerrar la puerta. No me pareció que pudiera descubrir mi trampa antes de tiempo. Una vez hubo descendido por la escalera hasta el interior, metí la cabeza por la escotilla y le pregunté si estaba cómoda; respondió con un sordo «sí», ahogado por la estrechez del espacio, y yo di un paso atrás y cerré la puerta con ímpetu. Aseguré ambos cerrojos con dos rápidos movimientos y empecé a apretar los cinco tornillos de cierre del caparazón, con ayuda de una llave que traía conmigo. El afilado cohete en forma de huso se hallaba en posición vertical, como si de verdad estuviera a punto de partir al espacio. Sabía que a la persona a la que había encerrado en su interior no le ocurriría nada malo: dentro del cohete había suficiente oxígeno, e incluso algo de comida; de todas formas, tampoco tenía intención de retenerla allí para siempre. Deseaba a toda costa ganar al menos un par de horas de libertad en las que trazar planes para el futuro y contactar con Snaut, ahora ya de igual a igual. Tras apretar el penúltimo tornillo, noté que las tres tornapuntas metálicas que sujetaban el cohete temblaban ligeramente, pero pensé que yo mismo había causado el movimiento pendular del bloque de acero al manejar con demasiado brío la enorme llave. Sin embargo, al alejarme unos pasos, observé algo que espero no tener que volver a ver jamás. ¡El cohete entero temblaba, impulsado por series de golpes procedentes de su interior! ¡Y menudos golpes! ¡Seguro que un autómata de acero, en lugar de la esbelta joven de pelo negro, no habría sido capaz de causar semejantes estremecimientos a aquella mole de ocho toneladas! Las luces del aeropuerto se reflejaban en su pulida superficie, temblando y titilando. No obstante, los golpes habían cesado; dentro del proyectil reinaba el más absoluto silencio, tan solo las barras del andamio, de las que colgaba el cohete, separadas entre sí, se veían borrosas, vibrando como las cuerdas de un instrumento. La frecuencia de las vibraciones alcanzó un nivel que me hizo temer por la integridad del caparazón. Apreté el último tornillo con manos temblorosas, tiré la llave y, de un salto, bajé de la escalera. Al retroceder despacio y de espaldas, vi cómo los pernos de los amortiguadores, calculados para soportar una presión constante, bailaban en sus fijaciones. Me parecía que la acorazada superficie perdía, poco a poco, su brillo uniforme. Como un loco, me abalancé sobre el panel de mandos y con ambas manos alcé la palanca de activación del reactor; en ese momento, a través del altavoz conectado con el interior del cohete, se oyó un penetrante silbido, una especie de aullido que en nada se parecía a la voz humana, pero en el que, a pesar de ello, pude distinguir, una y otra vez repetido, mi nombre: «¡Kris! ¡Kris! ¡Kris!». Aunque no llegué a oírlo demasiado claro. Mis nudillos heridos sangraban, por culpa de mis caóticos y violentos esfuerzos por poner el cohete en marcha. Una aurora azulada resbalaba por las paredes, una humarada brotó de golpe del panel de control, por debajo de los tubos de escape, convirtiéndose en una columna de chispas venenosas, y todos los ruidos se vieron envueltos en un alto y prolongado zumbido. El cohete se elevó sobre tres llamas que enseguida se fundieron en una sola columna de fuego, dejando tras de sí un trepidante lecho de ascuas, y la nave salió despedida por la trampilla abierta. Los accesos en forma de diafragma no tardaron en cerrarse, los compresores automáticos iniciaron la limpieza del aire, inyectándolo limpio dentro del hangar, en cuyo interior remolineaba el corrosivo humo. No me di cuenta de nada de todo aquello. Tenía las manos apoyadas contra el panel, la cara ardiendo a fuego vivo, el pelo encrespado y chamuscado por el golpe térmico, y tragaba a bocanadas un aire con olor a quemado y a los gases producidos por la ionización. Pese a que, en el momento del despegue, había cerrado instintivamente los ojos, el fuego me deslumbró. Durante un buen rato, no vi más que círculos negros, rojos y dorados que, poco a poco, se fueron diluyendo. El humo, el polvo y la niebla se desvanecían, absorbidos por los conductos de ventilación que gemían prolongadamente. Lo primero que conseguí ver fue la pantalla verdosa del radar iluminado. Empecé a buscar el cohete con ayuda de un foco de luz direccional. Cuando por fin logré localizarlo, ya estaba fuera de la atmósfera. En mi vida había enviado al espacio un cohete de forma tan loca y a ciegas, desconociendo por completo qué aceleración y qué trayectoria adjudicarle. Pensé que lo más sencillo sería introducirlo en la órbita de Solaris, a una altura aproximada de mil metros; entonces podría apagar los motores, porque no estaba seguro de, si después de tanto tiempo encendidos, corría el riesgo de provocar una catástrofe de consecuencias difíciles de calcular. Como pude averiguar consultando la tabla, la órbita de mil metros era estacionaria. Para ser sinceros, tampoco aquello garantizaba un resultado óptimo, pero, simplemente, no encontré otra salida. No tuve el valor de encender el altavoz que había apagado inmediatamente después del despegue. Habría preferido hacer lo que fuera con tal de no volver a escuchar aquella terrible voz, desprovista ya de todo rasgo de humanidad. Todas las apariencias — de eso estaba seguro— se habían desvanecido y a través de la máscara del rostro de Harey había empezado a entreverse otro, verdadero, frente al cual la alternativa de la locura se convertía en auténtica liberación. Era la una cuando abandoné el aeropuerto. PEQUEÑO APÓCRIFO Tenía quemaduras en la cara y en los brazos. Me acordé de haber visto, mientras buscaba el somnífero para Harey (ahora, si pudiera, me reiría de mi ingenuidad), en el botiquín, un frasco con pomada contra las quemaduras, así que regresé a mi cuarto. Al abrir la puerta de la habitación, inundada por la luz roja del atardecer, había alguien sentado en el sillón junto al que, poco antes, se había acurrucado Harey. El miedo me paralizó e intenté retroceder para emprender la huida; toda la escena duró apenas una fracción de segundo. La persona que ocupaba el asiento levantó la cabeza. Era Snaut. Con las piernas cruzadas, de espaldas a mí (seguía llevando el mismo pantalón de tela manchado de reactivos), hojeaba unos papeles. Junto a él, sobre la mesita, había una pila de documentos. Al verme, los apartó todos y durante un rato me miró ensombrecido, por encima de las gafas apoyadas en la nariz. Sin decir palabra, me acerqué al lavabo, saqué del botiquín la pomada semilíquida y comencé a distribuirla por las zonas más afectadas, sobre la frente y las mejillas. Afortunadamente no se habían inflamado demasiado; los ojos no se habían dañado, gracias a que los había apretado con fuerza. Con ayuda de una aguja estéril de practicante, pinché las ampollas de mayor tamaño, en las sienes principalmente y una en la mejilla, extrayendo el suero de su interior. Después, me cubrí la cara con dos láminas de gasa humedecida. Durante todo este tiempo, Snaut no dejó de observarme con atención. Lo ignoré. Concluida la cura (mi cara ardía cada vez más), tomé asiento en el segundo sillón, del que previamente tuve que retirar el vestido de Harey. Se trataba de un vestido muy corriente, salvo por el hecho de que no tenía ni un solo cierre. Snaut, con las manos entrelazadas sobre su rodilla puntiaguda, vigilaba con sentido crítico mis movimientos. — ¿Y bien? ¿Vamos a charlar un rato? — dijo, una vez me hube sentado. No contesté, apretando el trozo de gasa que empezaba a deslizarse por mi mejilla. — Hemos tenido invitados, ¿verdad? — Sí —contesté con sequedad. No tenía ni la más mínima intención de adaptarme a su tono. — ¿Y nos hemos deshecho de ellos? Bueno, bueno, con qué ímpetu te has puesto a ello. Se tocó la piel de la frente, que seguía descamándose y en la que empezaban a vislumbrarse manchas rosa de cutis fresco. Lo miraba estupefacto. ¿Por qué hasta ahora, el bronceado de Snaut y Sartorius no me había llamado la atención? Durante todo ese tiempo, había dado por hecho que era por el sol, pero nadie se broncea en Solaris… — Pero creo que empezaste modestamente — siguió hablando, sin prestar atención al súbito cambió de expresión que se debía de reflejar en mi cara —. Diferentes narcotica, venena, lucha libre, ¿verdad? — ¿Qué pretendes? Podemos hablar de igual a igual. Si quieres hacer el payaso, será mejor que te vayas. — En ocasiones, uno hace de payaso en contra de su voluntad — dijo. Me miró con los ojos entornados —. No conseguirás convencerme de que no usaste ni cuerda ni martillo. ¿Por un casual no habrás arrojado el tintero, igual que Luter? ¿No? ¿Eh? — Hizo una mueca —. En ese caso, ¡eres un hombre gallardo! Incluso el lavabo sigue entero, ni siquiera intentaste romperle la cabeza, nada en absoluto; en vez de destrozar la habitación, desde un principio, ¡la empaquetaste en el cohete, a la de tres, lo lanzaste y ya está! Consultó el reloj. — En tal caso, deberíamos de disponer de dos, quizás hasta de tres horas — concluyó. Me miraba con una sonrisa desagradable; por fin, continuó—: Entonces, ¿dices que me consideras un cerdo? — Un cerdo integral — confirmé con fuerza. — ¿Sí? ¿Y me habrías creído si te lo hubiese dicho? ¿Habrías creído una sola palabra? Guardé silencio. — Primero le ocurrió a Gibarian — prosiguió, siempre con la misma falsa sonrisita —. Se encerró en su cabina y hablaba solamente a través de la puerta. Y nosotros, ¿adivinas qué opinamos? Lo sabía, pero prefería no decir nada. — Está claro. Pensamos que se había vuelto loco. Nos contó algo a través de la puerta, pero no todo. Incluso puedes figurarte por qué ocultaba la identidad de la persona que estaba con él. Venga, si ya lo sabes: suum cuique. Pero era un auténtico investigador. Exigió que le diéramos una oportunidad. — ¿Qué oportunidad? — Bueno, supongo que intentaba clasificarlo, ordenarlo, resolverlo trabajando por las noches. ¿Sabes lo que hacía? ¡Seguro que lo sabes! — Cálculos — dije —. Hay un montón en el cajón de la emisora de radio. ¿Son suyos? — Sí. Pero entonces no sabía nada de eso. — ¿Cuánto tiempo duró? — ¿La visita? Una semana, creo. Conversaciones a través de la puerta. Menuda la que se lio allí. Creíamos que sufría de alucinaciones y de excitación motriz. Le administraba escopolamina. — ¿Cómo? ¿A él? — Pues sí. La cogía, pero no para tomársela él. Hacía experimentos con ella. Él era así. — ¿Y vosotros? — ¿Nosotros? Al tercer día, decidimos que teníamos que llegar a él, tirando incluso la puerta abajo, a falta de una solución mejor. Somos buena gente y lo que queríamos era someterlo a tratamiento. —¡Ah… es por eso! — se me escapó. — Sí. — Y allí… en el armario… — Sí, querido muchacho, sí. No sabía que también vendrían a vernos también a nosotros. Y ya no podríamos cuidar de él. Pero entonces no lo sabía. Ahora es… es ya una rutina. Lo dijo en voz tan baja que la última palabra, más que escucharla, la adiviné. — Espera, no lo entiendo — dije —. Teníais que estar escuchando. Tú mismo dijiste que escuchabais a hurtadillas. Por tanto, tuvisteis que oír dos voces, y… — No. Solo su voz, pero incluso aunque se hubiesen producido allí susurros incomprensibles, como comprenderás, se los hubiéramos adjudicado todos a él… — ¿Solo a él…? Pero ¿por qué? — No lo sé; aunque, a decir verdad, he desarrollado cierta teoría al respecto. Pero creo que no merece la pena precipitarse; sobre todo teniendo en cuenta que aclarar ciertas cosas no ayuda. Sí. Pero tú, ayer, tuviste que percatarte ya de algo; en caso contrario, nos habrías tomado por una pareja de locos. — Creía que yo mismo me había vuelto loco. — ¿Ah, sí? ¿Y, para entonces, habías visto a alguien? — Sí. —¡¿A quién?! Su mueca dejó de ser una sonrisita. Lo examiné durante un buen rato antes de contestar: — A la… mujer negra… No dijo nada, pero todo su cuerpo, encorvado e inclinado hacia delante, se relajó ligeramente. — En cualquier caso, podrías haberme advertido — empecé a decirle, ya con menor convencimiento. — Pero si te había advertido. —¡De qué manera! — De la única posible. ¡Entiéndelo, ignoraba quién podría ser! Nadie lo sabía, es imposible saberlo… — Escucha, Snaut, tengo unas cuantas preguntas. Tú lo sabes desde… hace un tiempo. Ella… ello… ¿qué pasará? — ¿Te refieres a si va a volver? — Sí. — Volverá y no volverá… — ¿Qué quieres decir? — Volverá como la primera vez… igual; será lo mismo que durante la primera visita. Simplemente, no recordará nada; o, para ser más precisos, se comportará como si nada de lo que hayas hecho para deshacerte de ella hubiera ocurrido. Si no fuerzas la situación, no se tornará agresiva. — ¿Qué situación? — Dependerá de las circunstancias. —¡Snaut! — ¿A qué te refieres? —¡No podemos permitirnos el lujo de ocultar información! — No es ningún lujo — me interrumpió secamente —. Kelvin, tengo la sensación de que tú aún no lo entiendes… o… ¡espera! Sus ojos brillaron. — ¿Puedes decirme quién ha venido a verte? Tragué saliva, bajando la cabeza. No quería mirarlo. Hubiese preferido que fuese otra persona, en lugar de él. Pero no tenía elección. Un fragmento de gasa se me había despegado y cayó sobre mi brazo. Su tacto viscoso hizo que me estremeciera. — La mujer que… No acabé. — Se mató. Se hizo… se inyectó… Él seguía esperando. — ¿Se suicidó? —preguntó, al ver que no hablaba. — Sí. — ¿Eso es todo? Guardé silencio. — No puede ser todo… Levanté la cabeza rápidamente. No me estaba mirando. — ¿Cómo lo sabes? No contestó. — Está bien — dije, humedeciéndome los labios —. Nos habíamos peleado. O, más bien, no. Fui yo quien le dijo ciertas cosas, ya sabes, las cosas que se dicen cuando uno está enfadado. Recogí mis bártulos y me marché; me hizo entender, sin decirlo expresamente, que cuando llevas años viviendo con alguien, un vínculo de necesidad te une a esa persona… Estaba convencido de que solo lo decía por decir, que tendría miedo de hacerlo, y también se lo dije… Al día siguiente, recordé que había dejado en el cajón aquellas… inyecciones; ella sabía que estaban allí y cómo actuaban, las había traído yo del laboratorio… las necesitaba. Me asusté y quise ir a buscarlas, pero luego pensé que parecería que me había tomado en serio sus palabras y… lo dejé correr; de todas formas, fui al tercer día, el asunto me tenía intranquilo. Cuando… cuando llegué, ya estaba muerta. — Ah, muchacho inocente. Me levanté de un salto. Pero al mirarlo, entendí que no estaba bromeando. Fue como si lo viera por primera vez. Su rostro era gris, un cansancio indescriptible reposaba en los profundos surcos de sus mejillas, parecía un hombre gravemente enfermo. — ¿Por qué dices eso? — le pregunté, extrañamente avergonzado. — Porque es una historia trágica. No, no — añadió deprisa, al ver que estaba conmovido —, sigues sin entenderlo. Por supuesto, puedes sufrir por ello de la peor forma, incluso considerarte un asesino, pero… esto no es lo peor. —¡¿Qué dices?! — dije con sarcasmo. — Me alegro de que no me creas, de veras. Lo que ocurrió quizás sea horrible, pero lo más horrible es… lo que no ha ocurrido. Nunca. — No entiendo… — dije con voz débil. Era cierto que no entendía nada. Movió la cabeza. — Una persona normal — dijo —. ¿Qué es una persona normal? ¿Es alguien que nunca ha cometido nada espeluznante? Sí, pero ¿significa eso que nunca haya pensado hacerlo? O quizás no lo haya pensado, sino que algo en su interior lo ha pensado por él; una especie de ilusión, ocurrida hace diez o treinta años. Tal vez entonces se defendiera de ese pensamiento y acabara olvidándolo; y nada en aquel asunto le daba miedo porque sabía que nunca lo haría realidad. Sí, y ahora imagínate que, de repente, en pleno día, entre otra gente, se encuentra con AQUELLA personificación, arraigada en él, indestructible, ¿qué ocurre entonces? Entonces, ¿qué es lo que te queda? Guardé silencio. — La Estación — dijo en voz baja —. Entonces, lo único que te queda es la Estación Solaris. — Pero… al fin y al cabo, ¿qué podría ser? — pregunté con vacilación —. Tú no eres un delincuente, ni tampoco Sartorius… —¡Tú eres el psicólogo, Kelvin! — me interrumpió con impaciencia —. ¿Quién no ha tenido, en alguna ocasión, semejantes sueños? ¿Fantasías? Piensa, por ejemplo, en un fetichista enamorado de, yo qué sé, un trozo de ropa interior sucia; arriesgando su pellejo consigue, por las buenas o por las malas, el asqueroso trapo, el más preciado. Tiene pinta de ser algo entretenido, ¿no te parece? Es alguien a quien el objeto de su deseo le produce asco y, al mismo tiempo, lo vuelve loco y está dispuesto a jugarse la vida por él, alcanzando quizás el mismo nivel de sentimientos que Romeo por Julieta… Esas cosas ocurren. Es cierto, pero comprenderás que también pueden existir otras… situaciones… que nadie se ha atrevido a poner en práctica, salvo en su cabeza, en un momento de aturdimiento, de vileza, de locura, llámalo como quieras. Y después, la palabra se hace carne. Eso es todo. — Eso… es todo — repetí sin sentido, con voz ronca. Mi cabeza retumbaba —. Pero ¿y la Estación? ¿Qué tiene que ver la Estación con todo esto? — Debes de estar bromeando — murmuró. Me examinaba atentamente —. Si no paro de hablar de Solaris, únicamente de Solaris, de nada más. No es culpa mía que sea algo tan radicalmente distinto de tus expectativas. Además, ya has vivido lo suficiente para escucharme hasta el final. Salimos al cosmos preparados para todo, es decir: para la soledad, la lucha, el martirio y la muerte. La modestia nos impide decirlo en voz alta, pero a veces pensamos, de nosotros mismos, que somos maravillosos. Entretanto, no queremos conquistar el cosmos, solo pretendemos ensanchar las fronteras de la Tierra. Unos planetas habrán de ser desérticos, como el Sáhara; otros gélidos, al igual que el polo; o bien tropicales, como la selva brasileña. Somos humanitarios y nobles. No aspiramos a conquistar otras razas, tan solo deseamos transmitirles nuestros valores y, a cambio, recibir su herencia. Nos consideramos caballeros del Santo Contacto. Esa es otra falsedad. No buscamos nada, salvo personas. No necesitamos otros mundos. Necesitamos espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Con uno, ya nos atragantamos. Aspiramos a dar con nuestra propia e idealizada imagen: habrá planetas y civilizaciones más perfectas que la nuestra; en otras, en cambio, esperamos encontrar el reflejo de nuestro primitivo pasado. Mientras, al otro lado subsiste algo que no aceptamos, de lo que nos defendemos, ¡pero si de la Tierra no hemos traído más que un destilado de virtudes, la heroica estatua del Hombre! Hemos llegado aquí tal como somos en realidad y cuando la otra parte, la parte que silenciamos, nos muestra esa verdad ¡no somos capaces de aceptarlo! — Entonces, ¿qué es? — pregunté tras escucharle pacientemente. — Lo que anhelábamos: el Contacto con otra civilización. ¡Lo tenemos, hemos establecido ese Contacto! ¡Nuestra propia fealdad, aumentada como bajo un microscopio, nuestra necedad y nuestra vergüenza! Su voz temblaba, cargada de ira. — Así que crees que… ¿es el océano? ¿Es él? Pero ¿por qué? En este momento, no importa tanto el mecanismo, pero, por el amor de Dios, ¡¿por qué?! ¿Crees que quiere jugar con nosotros? ¡¿O castigarnos?! ¡Esto sí que es demonología primitiva! ¡Un planeta dominado por un diablo gigante que, para satisfacer su vena de humor demoniaco, ofrece súcubos a los miembros de una expedición científica! ¡¿No te creerás semejante idiotez?! — Este diablo no es tan tonto — murmuró entre dientes. Lo miré sorprendido. Se me ocurrió que, finalmente, había podido sufrir una crisis nerviosa, aunque los acontecimientos de la Estación no se explicaran bajo el prisma de la locura. ¿Psicosis reactiva…? se me pasó por la cabeza antes de que él empezara a reírse silenciosamente. — ¿Me estás diagnosticando? Espera un poco. ¡En realidad, lo has padecido bajo una forma tan benigna que sigues sin saber nada! — Ya. El diablo se ha apiadado de mí —solté. La conversación empezaba a aburrirme. — ¿Qué quieres realmente? ¿Que te diga qué están tramando, en contra de nosotros, equis billones de partículas de plasma metamórfico? Quizás nada. — ¿Cómo que nada? — pregunté estupefacto. Snaut seguía sonriendo. — Deberías saber que la ciencia se ocupa de averiguar cómo suceden las cosas y no por qué suceden. ¿Cómo? Bueno, todo empezó ocho o nueve días después de aquel experimento de rayos X. Quizás el océano respondiera a la radiación con un tipo de radiación diferente; quizás sondara con él nuestros cerebros, extrayendo de su interior ciertos quistes psíquicos. — ¿Quistes? Aquello empezaba a interesarme. — Sí, se trata de procesos desvinculados del resto, encerrados en sí mismos, reprimidos, aherrojados, una especie de focos de inflamación de la memoria. Los consideró una receta, un plan de construcción… ya sabes cuánto se parecen entre sí las estructuras cristalinas asimétricas de los cromosomas y las uniones nucleínicas de los cerebrósidos que constituyen el substrato de los procesos de memorización… El plasma hereditario es, al fin y al cabo, un plasma «memorizante». Así que nos lo extrajo, tomó apuntes y más tarde… ya sabes lo que pasó después. Pero ¿por qué lo hizo? ¡Bah! En cualquier caso, no para destruirnos. Eso le habría resultado mucho más fácil. En realidad, con semejante libertad tecnológica, pudo haber hecho cualquier cosa; por ejemplo, colocarnos dobles. —¡Ah! — grité —. ¡Por eso te asustaste tanto la primera noche cuando llegué! — Sí. De todas formas — añadió —, quizás lo hiciera. ¿Cómo puedes saber si soy de verdad el viejo Rata bonachón que llegó aquí hace dos años…? Empezó a reírse en voz baja, como si mi asombro le causara una enorme satisfacción, pero enseguida cesó. — No, no — murmuró —, basta de tonterías… Quizás haya más diferencias, pero solo conozco una: tanto a ti como a mí se nos puede matar. — ¿Y a ellos no? — No te aconsejo que lo intentes. ¡Es un espectáculo lamentable! — ¿Con nada? — No lo sé. En cualquier caso, no mediante veneno, ni con un cuchillo, ni ahorcándolos… — ¿Con un lanzallamas atómico? — ¿Lo intentarías? — No lo sé. Si uno sabe que no se trata de humanos… — Resulta que sí lo son, en cierto sentido. Subjetivamente, son humanos. Aunque no tengan ni idea de su… procedencia. Te habrás dado cuenta, ¿no? — Sí. Entonces… ¿qué les pasa? — Se regeneran a un ritmo increíble. A un ritmo imposible, delante de tus narices, te lo aseguro, y de nuevo empiezan a comportarse como… como… — ¿Como qué? — Partiendo del conocimiento que tenemos de ellos, esos registros de memoria según los cuales… — Sí. Es cierto — consentí. No presté atención a que la pomada se empezaba a deslizar por mis quemadas mejillas y goteaba sobre mis manos. — ¿Gibarian lo sabía? — pregunté de pronto. Me miró con seriedad. — ¿Si sabía lo mismo que nosotros? — Sí. — Casi seguro que sí. — ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo? — No, pero encontré un libro en su habitación… —¡¿El Pequeño apócrifo?! — grité, levantándome de un salto. — Sí. Pero ¿cómo es posible que tú lo sepas? — preguntó con repentina inquietud, clavándome sus ojos. Negué con la cabeza. — Tranquilo — dije —. ¿No ves que he sufrido quemaduras y mi piel no se está regenerando en absoluto? Había una carta para mí en la cabina. —¡¿Qué dices?! ¿Una carta? ¿Qué decía? — No mucho. En realidad, era una nota, no una carta. Referencias bibliográficas al anexo solarista, al mencionado Apócrifo. ¿Qué quiere decir? — Una vieja historia. Es posible que tenga algo que ver con esto. Toma. Del bolsillo, sacó un fino tomo forrado en piel, de esquinas desgastadas, y me lo tendió. — ¿Y Sartorius…? — pregunté, guardando el libro. — Sartorius, ¿qué? Cada uno, en una situación así, se comporta como… puede. Él intenta ser normal, lo que en su caso se traduce en el comportamiento de un oficial. —¡Qué dices! — Por supuesto que sí. Hace tiempo nos vimos en una situación… dejemos de lado los detalles, lo que importa es que nos quedaban quinientos kilogramos de oxígeno para cinco. Uno tras otro, dejamos de realizar las actividades cotidianas; al final, todos llevábamos barba, él era el único que se afeitaba, se limpiaba los zapatitos; es de ese tipo de personas. Obviamente, cualquier cosa que haga ahora será fingimiento, comedia o crimen. — ¿Un crimen? — Vale, un crimen no. Tenemos que inventarnos una palabra nueva para referirnos a él. Por ejemplo: «divorcio de reacción». ¿Suena mejor? — Eres tremendamente gracioso — dije. — ¿Preferirías verme llorar? Propón tú algo. — Déjame en paz. — No, lo estoy diciendo en serio: ahora sabes más o menos lo mismo que yo. ¿Tienes algún plan? —¡Menudo eres! No sé qué hacer cuando… vuelva a aparecer, ¿aparecerá de nuevo? — Más bien sí. — ¿Y por dónde consiguen entrar? Si la Estación es hermética… A lo mejor la coraza… Negó con la cabeza. — La coraza no tiene ningún problema. No tengo ni idea de qué forma lo hacen. Habitualmente los visitantes acuden al despertar y lo cierto es que, de vez en cuando, tenemos que dormir. — ¿Un cerrojo? — No sirve de mucho. Quedan ciertas medidas, ya sabes cuáles. Se puso de pie. Yo también. — A ver, Snaut… ¿Te refieres a destruir la Estación y pretendes que tome yo la decisión? Sacudió la cabeza. — No es tan sencillo. Por supuesto, siempre podemos huir, aunque sea hasta el sateloide y desde allí emitir una señal de SOS. Está claro que nos tratarán como a locos, nos mandarán a un balneario en la Tierra, hasta que nos portemos bien negándolo todo; siempre hay casos de locura colectiva en centros tan aislados… Eso no sería lo peor. Un jardín, la tranquilidad, unas habitacioncitas blancas, paseos de la mano de los enfermeros. Hablaba bastante en serio, con las manos en los bolsillos, mirando fijamente sin ver hacia la esquina de la habitación. El sol rojo había desaparecido ya tras el horizonte y las olas encrespadas se fundieron con el oscuro desierto. El cielo ardía. Por encima de aquel paisaje bicolor, indescriptiblemente lúgubre, corrían nubes de bordes lila. — Entonces, ¿quieres esperar? ¿O no? ¿Aún no? Sonrió. — Conquistador invencible… todavía no los has catado, en caso contrario no insistirías tanto. No se trata de lo que yo quiera, sino de lo que resulte posible. — ¿El qué? — Eso es precisamente lo que no sé. — Así pues, ¿nos quedamos aquí? Crees que encontraremos un medio… Me miró, delgaducho, con la piel descamándose en su rostro lleno de surcos. — ¿Quién sabe? A lo mejor merece la pena — dijo por fin —. Sobre él, seguramente no averigüemos nada, pero quizás sobre nosotros… Se dio la vuelta, recogió sus papeles y salió. Quería retenerlo, pero me quedé con la boca abierta y sin poder articular palabra. No había nada que hacer; solo esperar. Me asomé a la ventana y miré el océano de color negro sangre, sin darme cuenta de lo que veía. Se me ocurrió que podría encerrarme en uno de los cohetes del aeropuerto, pero no lo pensaba en serio, era una idea demasiado absurda: tarde o temprano tendría que salir. Me senté junto a la ventana y saqué el libro que me había entregado Snaut. La cantidad de luz era aún suficiente e iluminó en rosa la página, mientras la habitación entera ardía en rojo. Tenía delante artículos y trabajos de valor, en general, inequívoco, reunidos por un tal Otton Ravintzer, licenciado en Filosofía. A cada ciencia, habitualmente, la acompaña una seudociencia, debido a un proceso de extraña deformación en cierta clase de mentes: la caricatura de la astronomía es la astrología y la alquimia lo fue antaño de la química. Por lo que es comprensible que el nacimiento de la solarística viniera acompañado por una verdadera explosión de engendros intelectuales; el libro de Ravintzer estaba precisamente lleno de semejante alimento del espíritu, aunque iba precedido, eso sí —y todo hay que decirlo —, de una introducción de su autoría en la que se distanciaba de aquel panóptico. Simplemente, y no sin razón, consideraba que semejante compendio podía constituir un valioso documento de la época, tanto para un historiador como para un psicólogo de la ciencia. El informe de Berton ocupaba un lugar notable dentro del libro. Constaba de varias partes. La primera contenía la transcripción de su diario de a bordo, en general muy lacónico. Desde las catorce horas hasta las dieciséis cuarenta del horario acordado por la expedición, los apuntes eran sumarios y negativos. Altura: 1000 o 1200, quizás 800 metros, no se observa nada, el océano está vacío. Más tarde, a las 16.40: una niebla roja se eleva. Visibilidad: 700 metros. El océano está vacío. A las 17.00 horas: la niebla se está espesando, silencio, visibilidad: 400 metros, con claros. Bajo a 200. A las 17.20: me encuentro en medio de la niebla. Altura: 200. Visibilidad: 20–40 metros. Silencio. Subo a 400. A las 17.45: altura: 500. Banco de niebla hasta el horizonte. En medio de la niebla: orificios en forma de embudo, a través de ellos se visualiza la superficie del océano. Algo ocurre en su interior. Intento entrar en uno de los embudos. A las 17.52: percibo una especie de remolino; escupe una espuma de color amarillo. Rodeado por una pared de niebla. Altura: 100. Bajo a 20. Aquí finaliza la transcripción del diario de a bordo de Berton. La segunda parte del pretendido informe lo constituía un extracto de su historial médico o, de forma más precisa, el texto de una declaración dictada por Berton e interrumpida por las preguntas de los miembros de la comisión: Berton: Cuando bajé a treinta metros, se volvió difícil mantener la altura, porque aquel espacio redondo, libre de niebla, estaba dominado por fuertes vientos. Tuve que ocuparme de los mandos y por eso, durante un tiempo, quizás unos diez o quince minutos, no miré hacia fuera. Como consecuencia de ello, me adentré accidentalmente en la niebla, una fuerte ráfaga de viento me empujó dentro de ella. No era una niebla habitual, sino, según me pareció, una especie de suspensión coloidal, porque cubrió todos los cristales. Tuve bastantes problemas con la limpieza. La sustancia era muy pegajosa. Mientras tanto, las revoluciones se redujeron en un treinta por ciento, por culpa de la resistencia que aquella niebla ofrecía a la hélice, de modo que empecé a perder altura. Dado que me encontraba ya muy abajo y temía capotar encima de alguna ola, pisé el acelerador a fondo. La máquina mantuvo la altitud, pero no logró ascender. Aún disponía de cuatro cartuchos de aceleradores de cohete. No los había utilizado, pensando en que la situación aún podía empeorar y que podría necesitarlos. Ir a tantas revoluciones generó una vibración muy fuerte, y me imaginé que aquella extraña emulsión debía de estar envolviendo la hélice; sin embargo, los altímetros seguían marcando cero, y no podía hacer nada para evitarlo. Llevaba sin ver el sol desde que me adentré en la niebla y ya solo quedaba una roja fosforescencia. Seguí dando vueltas con la esperanza de que, finalmente, lograría dar con alguna zona libre de niebla. En efecto, lo conseguí aproximadamente media hora más tarde. Salí a un espacio despejado, un círculo casi perfecto, de un diámetro de cientos de metros. La frontera la marcaba la niebla arremolinada con violencia, como si unas fuertes corrientes de convección la elevasen. Por eso procuré permanecer el máximo tiempo posible dentro del «agujero»; allí, el aire estaba más tranquilo. Fue entonces cuando advertí el cambio en la planicie del océano. Las olas habían desaparecido casi por completo y la capa superficial de aquel líquido del que se componía el océano se volvió semitransparente, con sobresalientes cortinas de humo, hasta que, tras un breve periodo de tiempo, todo volvió a iluminarse y fui capaz de penetrar con la mirada en su interior a través de una capa de varios metros de grosor. Allí se acumulaba una especie de limo amarillo que ascendía en forma de finos trazos verticales y, al llegar arriba, cobraba un brillo vítreo, empezaba a agitarse y a hacerse espuma y se endurecía; algo parecido a un almíbar de azúcar muy espeso y quemado. Aquel limo o mucosidad se juntaba en gruesos nudos, crecía en el aire, generando elevaciones en forma de coliflor y, lentamente, transformaba sus contornos. Empezaba a desviarme hacia la pared de niebla, así que, durante unos minutos, me vi obligado a frenar la deriva mediante movimientos de rotación y golpes de timón y cuando, por fin, pude mirar hacia afuera de nuevo, vi, debajo de mí, algo que me recordó un jardín. Sí, un jardín. Había árboles enanos, setos y caminos, todos de mentira: estaban hechos de esa misma sustancia, ahora ya completamente solidificada, como yeso amarillo. Ese era su aspecto; la superficie brillaba con intensidad y descendí todo lo que pude para poder observarlo con más detalle. Pregunta: Los árboles y demás plantas que viste, ¿tenían hojas? Respuesta de Berton: No. Era solo una forma general, algo así como la maqueta de un jardín. ¡Sí, eso es! Una maqueta. Tenía ese aspecto. Una maqueta, pero a escala natural. Pasado un instante, todo empezó a resquebrajarse y a romperse; por las grietas, de color negro, ascendían a la superficie olas de mucosa espesa que rápidamente se solidificaba; una parte caía, pero el resto se quedaba allí y, de pronto, todo empezó a agitarse enérgicamente, se cubrió de espuma y ya no veía otra cosa. Al mismo tiempo, la niebla había empezado a estrechar el cerco a mi alrededor, por lo que aumenté las revoluciones y subí a 300 metros. Pregunta: ¿Estás completamente seguro de que lo que viste parecía un jardín y no otra cosa? Respuesta de Berton: Sí. Lo sé porque me fijé en infinidad de detalles; recuerdo, por ejemplo, que en un sitio se extendía una hilera de algo que parecían cajas cuadradas. Más tarde se me ocurrió que podía tratarse de un colmenar. Pregunta: ¿Se te ocurrió más tarde? ¿Pero no en el momento en el que lo estabas viendo? Respuesta de Berton: No, es que todo aquello parecía hecho de yeso. Y vi más cosas. Pregunta: ¿Qué cosas? Respuesta de Berton: No puedo decir cuáles, porque no me dio tiempo a examinarlas detenidamente. Me dio la sensación de que, bajo varios arbustos, se escondían herramientas, una especie de formas alargadas con dientes prominentes, imitaciones en yeso de pequeños utensilios de jardinería. Pero de eso no estoy del todo seguro. De lo otro, sí. Pregunta: ¿No pensaste que podía tratarse de una alucinación? Respuesta de Berton: No. Creí más bien que era un espejismo. No pensé en una alucinación porque me encontraba bastante bien y también porque nunca en mi vida había visto algo parecido. Cuando ascendí a trescientos metros, la niebla aparecía cubierta de hoyos, como un queso. Algunos estaban vacíos, y a través de ellos, veía el oleaje del océano, mientras en el interior de otros, algo se agitaba. Bajé hasta uno de aquellos lugares y a unos cuarenta metros vi que, debajo de la superficie del océano, a muy poca profundidad, se levantaba una pared, como de un edificio muy grande; se transparentaba claramente por debajo de las olas y tenía filas de orificios regulares y rectangulares, como ventanas; incluso me pareció ver que algo se movía, en algunas de ellas. Aunque, de eso ya no estoy completamente seguro. La pared empezó a alzarse despacio y a emerger del océano junto con cascadas de mucosidad y de unos seres gelatinosos, una especie de concreciones veteadas. De pronto, se partió en dos y se fue al fondo rápidamente, desapareciendo enseguida. Volví a sobrevolar la niebla, de forma que casi la tocaba con los bajos de la nave. Divisé otro embudo vacío, varias veces más grande que el primero. Ya a lo lejos, atisbé algo que parecía estar flotando; me pareció —dado que era claro, casi blanco— que podría tratarse de la escafandra de Fechner, sobre todo porque la silueta recordaba la de un ser humano. Di media vuelta con el vehículo, muy bruscamente, pues temí que pudiera pasar de largo y no volver a encontrar el lugar; fue entonces cuando aquella silueta se elevó ligeramente y parecía que estuviera nadando, o que se hallara sumergida en la ola hasta la cintura. Tenía prisa y descendí tanto que noté cómo los bajos chocaban contra algo blando, la cresta de una ola, supongo, dado que en ese punto eran bastante grandes. La persona, sí, se trataba de una persona, no llevaba escafandra. Pese a ello, se movía. Pregunta: ¿Viste su cara? Respuesta de Berton: Sí. Pregunta: ¿Quién era? Respuesta de Berton: Un niño. Pregunta: ¿Qué niño? ¿Lo habías visto antes, en alguna ocasión? Respuesta de Berton: No. Nunca. O, por lo menos, no lo recuerdo. De todas formas, cuando me acerqué —me separaban de él unos cuarenta metros, quizás un poco más— me di cuenta de que en el niño había algo raro. Pregunta: ¿Qué quieres decir? Respuesta de Berton: Ahora lo explicaré. Al principio no sabía qué era. Pero enseguida me di cuenta: era increíblemente grande. Gigante es poco decir. Medía unos cuatro metros. Recuerdo perfectamente que, cuando chocamos contra la ola, su cara quedaba un poco por encima de la mía, y eso que yo estaba sentado en la cabina, suspendido a unos tres metros por encima del océano. Pregunta: Si era tan grande, ¿cómo sabías que era un niño? Respuesta de Berton: Porque era un niño muy pequeño. Pregunta: Berton, ¿no te parece ilógica tu respuesta? Respuesta de Berton: No. En absoluto. Porque le vi la cara. Además, las proporciones de su cuerpo eran las de un niño. Parecía… casi un bebé. No, es una exageración. Tendría dos o tres años. Tenía el pelo negro y los ojos azules, ¡enormes! E iba desnudo. Completamente desnudo, como un recién nacido. Estaba mojado, o más bien resbaladizo, le brillaba mucho la piel. Aquella imagen me impresionó mucho. Ya no creía en ningún espejismo. Lo estaba viendo con demasiada claridad. Subía y bajaba al ritmo de las olas, pero además de eso, se movía, ¡resultaba asqueroso! Pregunta: ¿Por qué? ¿Qué hacía? Respuesta de Berton: Pues, daba la sensación de estar en un museo, como un muñeco, pero un muñeco vivo. Abría y cerraba la boca y realizaba diversos movimientos, todos repugnantes. Sí, porque no eran sus propios movimientos. Pregunta: ¿Qué quieres decir? Respuesta de Berton: Me acerqué a él, a menos de veinte metros, como mucho veinte, para ser precisos. Pero ya he dicho lo grande que era y por eso lo veía con tanto detalle. Le brillaban los ojos y, en general, daba la impresión de que estaba vivo; si no fuera por aquellos movimientos, como si alguien intentara… como si alguien lo estuviera accionando… Pregunta: Intenta explicar con mayor precisión qué significa esto. Respuesta de Berton: No sé si lo conseguiré. Tuve esa impresión. Fue algo intuitivo. No me puse a analizarlo. Aquellos movimientos no eran naturales. Pregunta: ¿Quieres decir con eso que, digamos, los brazos se movían de una forma imposible para unos brazos humanos, a causa de las limitaciones que imponen las articulaciones? Respuesta de Berton: No. En absoluto. Más bien que… aquellos movimientos no tenían ningún sentido. Cada movimiento suele tener un significado, sirve para algo… Pregunta: ¿Eso crees? Los movimientos de un recién nacido no tienen por qué significar nada. Respuesta de Berton: Ya lo sé. Pero los movimientos de un recién nacido son caóticos, descoordinados. Generales. Y estos, ¡eso es! eran metódicos. Se sucedían unos tras otros, en grupo y en series. Como si alguien quisiera examinar qué puede hacer un niño con sus manos, su torso y su boca; la cara era lo peor, supongo que porque es lo más expresivo, y aquel rostro era como… no, no sé definirlo. Estaba vivo, sí, pero no era humano. Quiero decir, los rasgos por supuesto, sí; y los ojos, y el cutis, y todo lo demás, pero la expresión, la mímica, no lo eran. Pregunta: ¿Eran muecas? ¿Sabes cómo es la cara de una persona durante un ataque de epilepsia? Respuesta de Berton: Sí. He visto uno. Entiendo. No, era otra cosa. Un ataque de epilepsia va acompañado por contracciones y temblores y aquellos eran unos movimientos suaves y continuos, elegantes, o, no sé cómo decirlo, melódicos. No tengo otra descripción. Y de nuevo aquella cara, lo mismo ocurría con la cara. Un rostro no puede mostrarse mitad alegre y mitad triste; una parte no puede amenazar o tener miedo, y la otra parecer exultante; pero es lo que sucedía con aquel niño. Además, todos sus movimientos y el juego de mímica se producían a una velocidad increíble. Yo estuve allí muy poco tiempo. Quizás diez segundos. Tal vez ni llegaron a diez. Pregunta: ¿Y quieres decir que conseguiste ver todo aquello en tan poco tiempo? ¿Cómo sabes cuánto duró? ¿Lo cronometraste? Respuesta de Berton: No. No consulté el reloj, pero llevo volando dieciséis años. En mi profesión, es necesario saber definir el tiempo, el instante, con la exactitud de un segundo, se trata de un reflejo. Resulta imprescindible a la hora de aterrizar. Un piloto que, independientemente de las circunstancias, no sea capaz de darse cuenta de si un acontecimiento dura cinco segundos o diez nunca será un gran piloto. Lo mismo ocurre con la observación. Uno tarda años en aprender a captarlo todo en un tiempo mínimo. Pregunta: ¿Es todo lo que viste? Respuesta de Berton: No. Pero del resto no me acuerdo con tanto detalle. Supongo que la dosis fue demasiado fuerte para mí. Mi cerebro estaba, ¿cómo lo diría? acorchado. La niebla empezó a bajar y me vi obligado a ascender. Debí de hacerlo, pero no recuerdo ni cómo, ni cuándo lo hice. Fue la primera vez en mi vida que casi capoto. Las manos me temblaban tanto que apenas podía sujetar el timón en condiciones. Parece ser que grité y llamé a la Base, aunque sabía que no tenía línea. Pregunta: ¿Intentaste regresar entonces? Respuesta de Berton: No. Al fin y al cabo, cuando alcancé la altura máxima, se me ocurrió que en alguno de aquellos agujeros estaría Fechner. Sé que suena a sinsentido. Pero eso fue todo lo que pensé. «Si ocurren semejantes fenómenos — pensé —, quizás consiga también encontrar a Fechner». Por eso decidí adentrarme en tantos agujeros de niebla como me fuera posible. Pero al tercer intento, cuando subí después de ver lo que vi, supe que no lo conseguiría. No pude. Tengo que decirlo, aunque está claro. Tuve náuseas y vomité dentro de la cabina. Hasta ese momento no sabía lo que significaba. Nunca antes había sufrido náuseas. Pregunta: Fue un síntoma de la intoxicación, Berton. Respuesta de Berton: Es posible. No lo sé. Pero no me he inventado lo que vi en aquel tercer intento; aquello no fue resultado de una intoxicación. Pregunta: ¿Por qué estás tan seguro? Respuesta de Berton: No era un espejismo. Un espejismo se supone que es algo generado por mi propio cerebro, ¿no es cierto? Pregunta: Sí. Respuesta de Berton: Efectivamente. Y era imposible que lo generara. Nunca lo creeré. No sería capaz de generarlo. Pregunta: Será mejor que nos digas qué era, ¿de acuerdo? Respuesta de Berton: Primero tengo que saber qué trato se le dará a todo cuanto he dicho hasta ahora. Pregunta: ¿Qué importancia tiene? Respuesta de Berton: Para mí, es fundamental. He contado que he visto algo que no olvidaré en la vida. Si la comisión considera que lo dicho hasta ahora es probable en, al menos, un uno por ciento, y que ello dará lugar necesariamente a una correcta investigación de ese océano y, según espero, a actuar al respecto, en ese caso lo confesaré todo. Pero si va a ser considerado por la comisión como una prueba de mi delirio, no añadiré nada más. Pregunta: ¿Por qué? Respuesta de Berton: Porque el contenido de mis alucinaciones, aunque clame venganza, es un asunto privado. En cambio, el contenido de mis experimentos en Solaris, no. Pregunta: ¿Eso significa que rechazas responder a las siguientes preguntas hasta que los órganos competentes de la expedición tomen una decisión? Debes entender que la comisión no está autorizada a tomar decisiones inmediatas. Respuesta de Berton: Así es. Aquí finaliza el primer informe. Había también un fragmento de otro, transcrito once días más tarde: Presidente: Tomando todo esto en consideración, la comisión — compuesta por tres médicos, tres biólogos, un físico, un ingeniero mecánico y el subdirector de la expedición— ha llegado a la conclusión de que los acontecimientos relatados por Berton corresponden a un cuadro alucinatorio causado por intoxicación a cargo de la atmósfera del planeta, con síntomas de obnubilación, acompañados de estimulación de las esferas asociativas de la corteza cerebral; asimismo, se constata que nada, o casi nada se correspondió, en el plano de lo real, con los acontecimientos descritos. Berton: Disculpe, ¿qué significa «nada o casi nada»? ¿Qué es «casi nada»? ¿Qué tamaño tiene? Presidente: Aún no he terminado. El votum separatum del doctor en Física Archibald Messenger ha sido incluido en el protocolo como un punto aparte; en su opinión, lo relatado por Berton podría haber ocurrido realmente y merecería ser examinado con el mayor escrúpulo. Esto es todo. Berton: Repito mi pregunta de hace un momento. Presidente: La cuestión es sencilla; «casi nada» significa que algunos acontecimientos reales pudieron constituir el origen de tus alucinaciones, Berton. Cualquiera, durante una noche de viento, puede tomar un arbusto en movimiento por una silueta. ¡Qué decir de un planeta extraño, cuando la mente del observador se encuentra bajo la influencia de un veneno! Pero eso no es una deshonra, Berton. ¿Cuál es, por tanto, tu decisión? Berton: Desearía primero saber algo más acerca de las consecuencias del votum separatum del doctor Messenger. Presidente: Prácticamente nulas. Es decir, que no se emprenderá investigación alguna en este sentido. Berton: ¿Se está incluyendo en el protocolo cuanto decimos? Presidente: Sí. Berton: Entonces me gustaría decir que desde mi óptica, la comisión no me ha ofendido a mí —yo no cuento —, sino que ha transgredido el espíritu de la expedición. De acuerdo con lo que dije en la primera ocasión, no contestaré a las posteriores preguntas. Presidente: ¿Eso es todo? Berton: Sí. Pero me gustaría ver al doctor Messenger. ¿Es posible? Presidente: Naturalmente. El segundo informe acababa en este punto. A pie de página, había una nota impresa, en letra muy pequeña, informando sobre una conversación confidencial entre el doctor Messenger y Berton, que duró cerca de tres horas y que se celebró al día siguiente; una vez finalizada, el primero se dirigió al Consejo de la Expedición solicitando de nuevo que se emprendiera una investigación acerca de las declaraciones del piloto. Consideraba que los nuevos datos adicionales facilitados por Berton justificaban la medida, pero advirtió que solo los haría públicos una vez que el consejo hubiese tomado una decisión a favor. El Consejo, constituido por Shannahan, Timolis y Trahier se pronunció en contra de esa solicitud y el caso fue cerrado. El libro contenía también la fotocopia de una página de la carta encontrada entre los documentos póstumos de Messenger. Probablemente, se trataba de un extracto de un cuaderno de notas. Ravintzer no consiguió establecer si aquel escrito había llegado a ser enviado o no, ni cuáles habían sido sus consecuencias. … su piramidal embotamiento — el texto comenzaba con esas palabras —. Por el bien de su autoridad, el Consejo, o para ser más concretos, Shannahan y Timolis (ya que el voto de Trahier no cuenta), rechazó mi petición. Ahora me dirijo directamente al Instituto, pero, como comprenderás, no es más que una protesta impotente. Al haber dado mi palabra, desgraciadamente no puedo trasladarte lo que Berton me había contado. Por supuesto, la decisión del Consejo estuvo influida por el hecho de que una persona sin ningún título científico hubiese venido con aquella revelación, aunque más de un investigador podría envidiar a aquel piloto por su sangre fría y su talento observador. Te ruego me facilites los siguientes datos a vuelta de correo: 1) Currículum vítae de Fechner, incluida su infancia, 2) Todo cuanto sepas acerca de su familia y sus asuntos familiares; al parecer, dejó huérfano a un niño pequeño, 3) Topografía de la localidad donde se crio. Me gustaría contarte también cuál es mi punto de vista sobre todo este asunto. Como bien sabes, un tiempo después de que Fechner y Carucci salieran de expedición, en el centro del sol rojo apareció una mancha que, a causa de su radiación corpuscular, desbarató las radiocomunicaciones, principalmente en el hemisferio sur, según los datos del sateloide, es decir, donde se encontraba nuestra Base. Fechner y Carucci fueron, de entre todos los grupos de investigación, los que más se alejaron de la Base. No hemos observado, durante todo el periodo de nuestra estancia en el planeta, una niebla tan espesa y tan duradera, acompañada de un silencio absoluto, hasta el día de la catástrofe. Creo que lo que vio Berton constituyó una parte de la «operación ser humano» realizada por el monstruo pegajoso. La verdadera fuente de todas las criaturas divisadas por Berton era Fechner; en concreto, su cerebro, en medio de una «disección psíquica» incomprensible para nosotros; fue una recreación experimental, la reconstrucción de algunas huellas de su memoria (seguramente las más duraderas). Sé que suena a ciencia ficción, sé que puedo estar equivocado. Por eso solicito tu ayuda; me encuentro actualmente en Alarico y aquí aguardaré tu respuesta. Tuyo, A. Apenas pude seguir leyendo, se había hecho de noche, el libro que tenía en la mano se había vuelto gris y, al final, las letras empezaron a desdibujarse, pero la hoja en blanco demostraba que había llegado al final de aquella historia que, a la luz de mis propias vivencias, consideraba harto verosímil. Me giré hacia la ventana. Un intenso color violeta la cubría, sobre el horizonte aún se elevaban unas cuantas nubes, que parecían carbón a punto de extinguirse. El océano, envuelto en la oscuridad, era invisible. Oí el leve aleteo de las tiras de los ventiladores. El aire caliente, con un débil sabor a ozono, estaba muerto. Un silencio sepulcral llenaba toda la Estación. Pensé que no había nada heroico en nuestra decisión de permanecer allí. Hacía mucho que se había cerrado el periodo de las heroicas luchas planetarias, de las expediciones valientes, o de las tremendas tragedias personales (como la de Fechner, la primera víctima del océano). Ya apenas me importaba quiénes podrían ser los respectivos «visitantes» de Snaut o de Sartorius. Dentro de un tiempo, pensé, dejaremos de avergonzarnos y de aislarnos. Si no conseguimos deshacernos de los «visitantes», entonces nos acostumbraremos y conviviremos con ellos, pero si su Creador cambia las reglas del juego, nos adaptaremos también a las nuevas, aunque durante una temporada nos resistiremos, protestaremos e incluso puede que alguno que otro se suicide; pero, al fin y al cabo, aquel futuro estado alcanzará su equilibrio. La oscuridad, cada vez más parecida a la terrestre, llenaba la habitación. Ya solamente iluminaban la penumbra la blanca silueta del lavabo y del espejo. Me levanté y, a tientas, encontré un pedazo de algodón sobre el estante, me lavé la cara con el tampón humedecido y me acosté sobre la cama, boca arriba. En algún lugar, por encima de mí, sonaba el zumbido del ventilador, parecido al aleteo de un lepidóptero nocturno. Ni siquiera podía ver la ventana, el negro lo envolvía todo, una estela de luz que no sé de dónde provenía permanecía suspendida sobre mí, no estoy seguro si en la pared, o a lo lejos, al fondo del desierto que se extendía al otro lado de la ventana. Me acordé de que, la noche anterior, me había espantado la mirada vacía del espacio solarista y por poco no sonreí. No le tenía miedo. No le tenía miedo a nada. Me acerqué la muñeca a los ojos. La esfera del reloj brilló, con su corona de cifras fosforescentes. El sol celeste saldría en una hora. Vacío y liberado de cualquier pensamiento, me deleitaba en la oscuridad, respirando profundamente. De pronto, al darme media vuelta, noté la silueta plana del magnetófono. Me acordé de Gibarian y de su voz inmortalizada en las bobinas. Ni siquiera se me pasó por la cabeza resucitarlo, escucharlo. Era todo cuanto podía hacer por él. Saqué el magnetófono para guardarlo debajo de la cama. Escuché un rumor y un leve crujido en la puerta. — ¿Kris…? — se escuchó una voz apagada, casi un susurro —. ¿Estás ahí, Kris? Está todo tan oscuro. — No pasa nada — dije —. No tengas miedo. Ven. LA CONFERENCIA Estaba acostado, boca arriba, con su cabeza sobre mi hombro, sin pensar en nada. La oscuridad del cuarto empezaba a poblarse. Oí unos pasos. Las paredes estaban desapareciendo. Algo se amontonaba encima de mí, cada vez más alto, hacia el infinito. Traspasado de un extremo a otro, abrazado sin tacto, me quedé inmóvil en la oscuridad, sintiendo su afilada transparencia. Muy lejos se oían unos latidos. Concentré toda mi atención, el resto de mis fuerzas, en esperar la agonía. Tardaba en venir. Seguí empequeñeciéndome y el cielo invisible, sin horizontes, el espacio desprovisto de siluetas, de nubes, de estrellas, me convirtió en su punto central, mientras retrocedía y crecía. Intenté arrastrarme por la cama sobre la que yacía, pero debajo de mí ya no quedaba nada y la oscuridad no amparaba nada ya. Apreté los puños, escondí en ellos mi rostro. Ya no lo tenía. Los dedos lo atravesaron de lado a lado, tenía ganas de gritar, de aullar… La habitación se había vuelto gris y celeste. Los objetos, las estanterías, las esquinas de las paredes habían sido repasados con anchas pinceladas mate, apenas perfilados, desprovistos de su auténtico color. La blancura más intensa, un blanco perla, desenvolvía el silencio al otro lado de la ventana. Tenía el cuerpo empapado en sudor. Al girar la cabeza hacia un lado, mi mirada se cruzó con la de ella. — ¿Se te ha dormido el brazo? — ¿Qué? Levantó la cabeza. Sus ojos eran del mismo color que la habitación: grises y radiantes bajo los párpados. Noté el calor de su aliento antes de comprender el sentido de sus palabras. — No. Ah, sí. Puse una mano sobre su hombro. El tacto me causó un hormigueo. Lentamente, la atraje hacia mí con ambos brazos. — Has tenido una pesadilla. — ¿Una pesadilla? Sí, una pesadilla. Y tú, ¿no has dormido? — No lo sé. Quizás no. No tengo sueño; pero tú, duerme. ¿Por qué me miras así? Entorné los ojos. Notaba el delicado y rítmico latido de su corazón a la altura del mío, que trabajaba con mayor lentitud. «Forma parte del atrezo», pensé. Ya nada me sorprendía, ni siquiera mi propia indiferencia. Había dejado atrás el miedo y la desesperación. Me encontraba más lejos, ¡oh, nadie había estado aún tan lejos! Rocé su cuello con los labios, y seguí bajando hasta que llegué a una cavidad entre los tendones, pequeña y lisa como el interior de una concha. Aquí también se oía el latido. Me incorporé sobre un codo. No había ninguna aurora, ni la suavidad del amanecer; un resplandor celeste envolvía eléctricamente el horizonte, el primer rayo atravesó la habitación a modo de disparo, un juego de luces lo inundó todo, los reflejos del arcoiris se quebraron dentro del cristal de la ventana, de los picaportes, de los tubos de vidrio; parecía que la luz quisiera chocar contra cada superficie que encontraba a su paso, como si quisiera liberarse, hacer explotar el estrecho habitáculo. Resultaba imposible seguir mirando. Me giré. Las pupilas de Harey se encogieron y sus iris de color gris me miraron. — ¿Ya es la hora del amanecer? — preguntó con voz mate. Una especie de mezcla entre sueño y realidad. — Aquí siempre es así, cariño. — ¿Y nosotros? — Nosotros, ¿qué? — ¿Seguiremos aquí mucho tiempo? Me entraron ganas de reírme. Sin embargo, cuando por fin hablé, la voz que me salió no parecía una risa. — Me temo que sí. ¿No te apetece? Sus párpados temblaban. Me observaba con atención. ¿Estaría parpadeando? No estaba seguro. Tiró de la manta y una pequeña marca triangular rosada se divisó sobre su hombro. — ¿Por qué miras así? — Porque eres bella. Sonrió, pero solo por cortesía, en agradecimiento por el cumplido. — ¿De veras? Porque me miras como si… como si… — ¿Cómo? — Como si estuvieras buscando algo. —¡Qué dices! — No, como si pensaras que algo me pasa, o bien que hay algo que yo no te he dicho. — En absoluto. — Si te empeñas en negarlo, seguro que es cierto. Pero haz lo que quieras. Tras los cristales encendidos, nacía un calor mortecino, celeste. Busqué las gafas, mientras me protegía los ojos con la mano. Estaban encima de la mesa. Me coloqué de rodillas sobre la cama, me las puse y vi el reflejo de ella en el espejo. Estaba a la expectativa. Cuando me tumbé de nuevo a su lado, sonrió. — ¿Y para mí? De pronto, entendí. — ¿Las gafas? Me incorporé y empecé a rebuscar dentro de los cajones, en la mesa junto a la ventana. Encontré dos pares, ambos demasiado grandes. Se los entregué y se los probó, pero se deslizaban hasta la mitad de su nariz. Las trampillas de las ventanas empezaron a cerrarse con un prolongado crujido. En cuestión de segundos, en el interior de la Estación, que se resguardaba bajo su caparazón como una tortuga, se hizo de noche. Le quité las gafas a tientas y, junto con las mías, las coloqué debajo de la cama. — ¿Y ahora qué hacemos? — preguntó. — Lo que suele hacerse de noche: dormir. — Kris. — ¿Qué? — Será mejor que te prepare una compresa nueva. — No, no hace falta. No hace falta… cariño. Al decirlo, ni yo mismo sabía si estaba fingiendo, pero de pronto, en medio de la oscuridad, abracé a ciegas su esbelta espalda y, al notar su temblor, creí en ella. No sé. De repente me pareció que era yo quien la engañaba, y no al revés, porque ella tan solo era ella misma. A continuación, me volví a dormir y a despertar varias veces seguidas y, en cada ocasión, un espasmo me arrancaba del sueño; los fuertes latidos de mi corazón tardaban en aquietarse, la estrechaba contra mí, mortalmente cansado; ella escrutaba mi rostro, mi frente, comprobando con mucho cuidado si tenía fiebre. Era Harey. Era imposible que existiese otra más real que aquella. Tras esos pensamientos, se produjo un cambio dentro de mí. Dejé de luchar. Me quedé dormido casi de inmediato. Me despertó un delicado roce. Sentía una agradable sensación de frío en la frente. Tenía la cara cubierta por algo húmedo y suave que se fue deslizando lentamente, permitiéndome ver el rostro de Harey inclinado sobre mí. Escurría, con ambas manos, el exceso de líquido de la gasa en el interior de un cuenco de porcelana. Junto a este, había un frasco de ungüento contra las quemaduras. Me sonrió. —¡Qué sueño tienes! — dijo, colocando de nuevo la gasa —. ¿Te duele? — No. Moví la piel de la frente. Era cierto, las quemaduras habían dejado de molestarme. Harey estaba sentada al borde de la cama, envuelta en un albornoz masculino, blanco con rayas naranjas, su cabello negro suelto a lo largo del cuello. Se había remangado hasta los codos, con el fin de tener libertad de movimientos. Noté un hambre tremenda, debía de llevar unas veinte horas sin probar bocado. Una vez que Harey hubo terminado las curas, me levanté. De repente, mi vista se posó sobre dos idénticos vestidos blancos de botones rojos: el primero era el mismo que le había ayudado a quitarse mediante el corte en el cuello y el segundo, el que traía el día anterior. Esta vez, ella misma había descosido la costura con ayuda de las tijeras. Decía que lo más probable es que se hubiera enganchado la cremallera. La visión de los dos vestidos idénticos fue lo peor que había vivido hasta ese momento. Harey estaba ocupada, ordenando el botiquín. A escondidas, me di la vuelta y me mordí el puño. Sin dejar de mirar ambos vestidos — o más bien el mismo vestido duplicado —, comencé a retroceder hacia la puerta. El grifo seguía goteando, haciendo ruido. Abrí la puerta, me deslicé silenciosamente hasta el pasillo y la cerré con cuidado. Escuchaba el suave susurro del agua corriendo y el sonido de las botellas; de pronto, el ruido cesó. Las alargadas luces del pasillo estaban encendidas, una indefinida mancha de luz se reflejaba sobre la puerta; me quedé allí a la espera, con los dientes apretados. Mantenía sujeto el picaporte, aunque dudaba de que fuese capaz de resistir mucho tiempo. Una violenta sacudida por poco me lo arrancó de la mano, pero la puerta no se abrió, tan solo tembló y empezó a crujir de forma terrible. Estupefacto, solté el picaporte y retrocedí; estaba ocurriendo algo increíble: la plancha lisa de plástico se doblaba hacia el interior de la habitación, como hundida a presión. La laca empezó a desconcharse en pequeñas láminas, dejando al desnudo el acero del marco que cada vez se tensaba más. Entonces lo entendí: en lugar de empujar la puerta, que abría hacia el pasillo, Harey estaba intentando abrirla tirando de ella. El reflejo de la luz se deformó sobre su superficie como sobre un espejo cóncavo; se oyó un tremendo crujido y la uniforme hoja, doblada por un extremo, se resquebrajó. Al mismo tiempo, el picaporte, arrancado de su soporte, cayó en la habitación. Inmediatamente, unas manos ensangrentadas aparecieron por el hueco, dejando huellas rojas sobre la pintura; siguieron tirando hasta que el tablero de la puerta se partió en dos y quedó colgando oblicuamente de los pernios, y el monstruo albinaranja de cara lívida se lanzó contra mi pecho, sollozando. De no ser porque estaba paralizado por el espectáculo, posiblemente habría intentado huir. Harey respiraba de forma convulsiva, dando golpes con la cabeza contra mi hombro, sacudiendo su cabello despeinado. La llevé de vuelta a la habitación y, tras abrirme paso entre los restos de la destrozada puerta, la tumbé sobre la cama. Sus uñas estaban rotas y ensangrentadas. Al darle la vuelta a la mano, vi que la palma estaba en carne viva. La miré a la cara, pero sus ojos eran totalmente inexpresivos. —¡Harey! Contestó con un murmullo inarticulado. Acerqué mi dedo a su ojo. El párpado se cerró. Mientras me dirigía al botiquín, la cama crujió y, al darme la vuelta, vi que estaba sentada y se examinaba asustada las manos ensangrentadas. — Kris — gimió —. Yo… yo… ¿qué me ha pasado? — Te has lastimado al derribar la puerta — dije secamente. Tenía algo en los labios, sobre todo en el inferior, como hormigas en movimiento. Me los mordí. Durante un momento, Harey observó los dentados trozos de plástico que colgaban del marco de la puerta y volvió a mirarme. Le temblaba la barbilla y pude ver el esfuerzo que hacía para tratar de dominar el miedo. Corté unos trozos de gasa, saqué del botiquín los polvos vulnerarios y volví a la cama. De pronto, todo lo que llevaba se me cayó de las manos, el frasco de cristal con membrana gelatinosa se rompió, pero ni siquiera me agaché a recogerlo. Ya no hacía falta. Cogí su brazo. La sangre reseca aún le rodeaba las uñas, como una fina capa, pero las heridas por aplastamiento habían desaparecido y el interior de la mano había cicatrizado, cubriéndose de una piel más clara, joven y rosada. Además, la cicatriz empalidecía casi a la vista. Me senté, acariciándole la cara e intentando sonreír, pero no puedo decir que lo consiguiera. — ¿Por qué lo has hecho, Harey? — No. ¿He sido… yo? Señaló la puerta con la mirada. — Sí. ¿No te acuerdas? — No. Quiero decir, vi que no estabas, me asusté mucho y… — ¿Y qué? — Empecé a buscarte, pensé que estarías en el baño… No me había fijado hasta entonces en que el armario, desplazado a un lado, dejaba a la vista la entrada del baño. — ¿Y después? — Corrí hacia la puerta. — ¿Y qué más? — No me acuerdo. Algo debió de suceder. — ¿Qué? — No lo sé. — Pero ¿qué recuerdas? ¿Qué ocurrió después? — Estaba sentada aquí, en la cama. — ¿No recuerdas cuando te traje en brazos? Vaciló. Las comisuras de sus labios hicieron una mueca, su cara reflejaba tensión. — Puede que sí. Quizás. No lo sé. Apoyó las piernas en el suelo y se incorporó. Se acercó a la puerta hecha pedazos. —¡Kris! La cogí por detrás, por los hombros. Estaba temblando. De repente, se dio la vuelta buscando mis ojos. — Kris — susurró —. Kris. — Tranquilízate. — Kris, ¿qué pasa si…? Kris, ¿soy epiléptica? ¡Epiléptica, Dios mío! Tuve ganas de reírme. — Qué va, cariño. No ha sido más que la puerta, ya sabes cómo son las puertas de aquí… Abandonamos la habitación cuando la cáscara exterior destapó, con un prolongado crujido, las ventanas, mostrando el escudo solar que se sumergía en el océano. Me dirigí a una pequeña cocina, en el extremo opuesto del pasillo. Harey y yo revisamos todos los armarios y el frigorífico. No tardé en darme cuenta de que no era una gran cocinera y que sus conocimientos no iban mucho más allá de saber abrir las latas de conserva; o sea, igual que yo. Devoré el contenido de dos de esas latas y me bebí innumerables tazas de café. Harey también comió, pero de la misma forma que lo hacen a veces los niños, sin querer desagradar a los adultos, ni siquiera a la fuerza, sino de manera mecánica y con indiferencia. Después, nos trasladamos a un pequeño cuarto de operaciones junto a la estación de radio; tenía un plan. Dije que, por si acaso, quería hacerle un examen; la senté sobre el sillón desplegable y extraje, del esterilizador, una jeringuilla y agujas. Me sabía, casi de memoria, la ubicación de cada cosa, gracias al estricto entrenamiento que habíamos recibido dentro de la réplica de la Estación. Tomé una muestra de sangre de su dedo, hice un frotis, la sequé dentro de la bomba de alto vacío y la pulvericé con iones de plata. La concreción de aquel trabajo ejerció sobre mí un efecto tranquilizador. Harey, mientras reposaba sobre las almohadas de la silla desplegada, examinaba la sala de operaciones, rebosante de artilugios. El silencio fue interrumpido por el sonido entrecortado del interfono. Levanté el auricular. — Kelvin al habla — dije. No le quitaba la vista a Harey quien, desde hacía un rato, estaba algo apática, como exhausta por las vivencias de las últimas horas. — ¿Estás en la sala de operaciones? ¡Por fin! — Escuché una especie de suspiro de alivio. Era Snaut quien hablaba. Esperé con el auricular apretado contra la oreja. — ¿Tienes un «visitante», verdad? — Sí. — ¿Y estás ocupado? — Sí. — Un examen, ¿eh? — ¿Por? ¿Quieres echar una partida de ajedrez? — Déjalo, Kelvin. Sartorius quiere verte. Es decir, quiere vernos. — Esto es nuevo — respondí con sorpresa —. ¿Qué pasa con…? — hice una pausa y terminé diciendo—: ¿Está solo? — No. No me he expresado bien. Él quiere hablar con nosotros. Vamos a conectarnos los tres mediante visófono, solo habrá que cubrir las pantallas. — ¿Ah, sí? ¿Entonces por qué no me ha llamado directamente? ¿Le da vergüenza? — Algo por el estilo — refunfuñó Snaut —. Entonces, ¿qué? — ¿Se trata de quedar? Digamos, dentro de una hora. ¿Está bien? — De acuerdo. Lo veía en la pantalla, solo la cara, no más grande que la palma de la mano. Durante un instante, acompañado por el leve susurro de la electricidad, me miró fijamente a los ojos. Para terminar, habló con cierto tono de vacilación: — ¿Cómo lo llevas? — Más o menos. ¿Y tú? — Supongo que algo peor que tú. ¿Podría…? — ¿Quieres venir a verme? — adiviné. Miré a Harey de reojo. Estaba tumbada con la cabeza doblada sobre el almohadón y las piernas cruzadas y lanzaba al aire, con inconsciente gesto de aburrimiento, la bola de plata en el extremo de una cadenita sujeta a los brazos del sillón. — Deja eso, ¿me oyes? ¡Déjalo! — dijo Snaut elevando el tono de voz. Vi su perfil en la pantalla. No pude oír el resto, porque había tapado el micrófono con la mano, pero pude ver que sus labios se movían. — No, no puedo ir ahora. Quizás más tarde. Hasta dentro de una hora, pues — dijo rápidamente y la pantalla se apagó. Colgué el teléfono. — ¿Quién era? — preguntó Harey con indiferencia. — Un tipo. Se llama Snaut y es cibernético. No lo conoces. — ¿Falta mucho? — ¿Qué pasa? ¿Te aburres? — pregunté. Introduje el primero de la serie de preparados dentro del microscopio neutrónico y, uno por uno, apreté los coloridos cabezales de los interruptores. Los campos de fuerza zumbaron sordamente. — Aquí no hay muchas distracciones y si no te basta con mi modesta compañía, lo tendrás difícil — dije alargando distraídamente las pausas entre las palabras; con ambas manos bajé un enorme y negro cabezal, del que salía la lente del microscopio, y me apoyé en la blanda concha de goma. Harey dijo algo que no llegué a oír. Abajo se extendía un fragmento empinado de un enorme desierto, inundado de un plateado resplandor. Por su superficie, se esparcían redondos pedruscos, como resquebrajados y erosionados, envueltos en una niebla indefinida. Eran glóbulos rojos. Enfoqué la imagen y, sin separar la vista de las lentes, fui profundizando en el campo de visión de tonos plateados. Al mismo tiempo, giré la manivela que regulaba la altura del soporte con la mano izquierda y, en el momento en el que uno de los glóbulos, solitario como un bloque errático, se encontraba en el cruce de hilos negros, amplié la imagen. Aparentemente, el objetivo apuntaba a un eritrocito deforme, perdido en medio de todo y que parecía el gran círculo de un cráter rocoso, con negras y afiladas sombras en los huecos de su borde anular. Aquel borde erizado con cristalizadas capas de iones de plata escapó fuera de los límites del campo microscópico. Aparecieron contornos de cadenas de proteínas, medio fundidas y retorcidas: turbios, como si estuvieran siendo contemplados a través de una película de agua irisada. Aislé uno de aquellos restos proteínicos bajo la rejilla negra de la lente del microscopio y empujé lentamente la palanca de aumento; de un momento a otro, aquel viaje al interior iba a llegar a su fin; ¡la aplanada sombra de una molécula llenaba ahora toda la imagen! Pero no ocurrió nada. Debería estar viendo las trepidantes nubes de los átomos, una especie de agitación gelatinosa, pero no había nada de todo eso. La pantalla solo reflejaba una inmaculada luz plateada. Empujé la palanca hasta el final. La intensidad del amenazador zumbido aumentó, pero seguía sin distinguir nada. Se repetía una señal estrepitosa que me avisó del riesgo de sobrecarga del instrumento. Una vez más, miré dentro del vacío plateado y apagué la luz. Vi a Harey con la boca abierta, intentando disimular un bostezo que sustituyó hábilmente por una sonrisa. — ¿Cómo estoy? — preguntó. — Muy bien — contesté —. Creo que… no podrías estar mejor. Seguí mirándola y de nuevo sentí aquel hormigueo en el labio inferior. ¿Qué había ocurrido realmente? ¿Qué significaba? ¿Aquel cuerpo, aparentemente tan esbelto y frágil — en realidad, indestructible —, resultaba estar, en el fondo, compuesto de nada? Solté un puñetazo contra la carcasa cilíndrica del microscopio. ¿Quizás el aparato estaba estropeado? ¿Quizás las lentes no enfocaban? No, sabía que el aparato funcionaba sin problemas. Repasé las distintas fases, las células del conglomerado proteico, sus moléculas, todas ellas tenían exactamente el mismo aspecto, como en los miles de preparados que había analizado. Pero el último escalón hacia abajo no llevaba a ninguna parte. Le extraje más sangre y la vertí dentro de un cilindro de medición. La separé en varias dosis y comencé la analítica. Tardé más de lo previsto, había perdido práctica. Las reacciones estaban dentro de la norma. Todas. Aunque… Eché una gota de ácido concentrado sobre una perla roja. Echó humo, la gota se volvió gris y se cubrió de una capa de espuma sucia. Descomposición. Desnaturalización. ¡Más, más! Cogí otra probeta. Al volverme de nuevo para mirar la reacción, el fino cristal estuvo a punto de escurrírseme de las manos. Bajo la fina capa de la espuma del fondo de la probeta, volvía a crecer una nueva capa de rojo oscuro. ¡La sangre, quemada por el ácido, se estaba regenerando! ¡Era absurdo! ¡No era posible! —¡Kris! — dijo una voz muy lejana —. ¡Teléfono, Kris! — ¿Qué? Ah, ya, gracias. Llevaba un buen rato sonando, pero no lo había oído hasta ese momento. — Kelvin al habla — dije por el auricular. — Soy Snaut. He realizado la conexión de forma que ahora estamos los tres conectados a la vez. — Bienvenido, doctor Kelvin — dijo la aguda voz nasal de Sartorius. Sonó como si su propietario estuviera ascendiendo a un peligroso podio que se doblaba bajo sus pies: desconfiada, alerta y aparentemente controlada. — Encantado de saludarle, doctor — contesté. Tenía ganas de reírme, pero no estaba seguro de que las razones para semejante alegría fueran lo suficientemente claras para mí como para darles rienda suelta. Al fin y al cabo, ¿de quién iba a reírme? Llevaba algo en la mano: una probeta con sangre. La sacudí. Ya había coagulado. ¿Quizás tan solo se trataba de una ilusión? ¿A lo mejor lo que había ocurrido no eran más que impresiones mías? — Quisiera plantearles algunas cuestiones relacionadas con… eh… con los fantasmas. — La voz de Sartorius iba y venía. Era como si estuviera llamando con insistencia a mi consciente. Me defendía de ella, mientras seguía mirando fijamente la probeta con la sangre coagulada. — Llamémoslos criaturas F — sugirió rápidamente Snaut. — Ah, perfecto. En el centro de la pantalla se dibujaba una línea vertical que indicaba que estaba recibiendo dos canales al mismo tiempo, en los laterales debería estar viendo las caras de mis interlocutores. Sin embargo, el cristal estaba oscuro y tan solo un estrecho reborde, a lo largo del marco, confirmaba el correcto funcionamiento del aparato. — Cada uno de nosotros ha llevado a cabo múltiples análisis. — De nuevo, la misma prudencia en la voz nasal del interlocutor. Un instante de silencio —. Quizás podríamos poner en común lo que sabemos y, a continuación, expondré las conclusiones a las que he llegado personalmente… Empiece usted, doctor Kelvin… — ¿Yo? — dije. De pronto, noté la mirada de Harey. Deposité la probeta sobre la mesa, que se alejó rodando hasta detenerse debajo de los soportes de cristal, y me senté en un alto trébede que había acercado con el pie. En un primer momento, tuve ganas de contárselo todo, pero, ante mi propia sorpresa, dije: — Está bien. ¿Un pequeño grupo de discusión? ¡Bien! Lo que he hecho y nada viene a ser lo mismo, pero puedo contarlo. Un preparado histológico y un par de reacciones. Microrreacciones. He tenido la impresión de… Hasta ese momento, no había tenido ni idea de qué era lo que debía decir. Pero de pronto, empecé a hablar sin reservas. — Todo está dentro de la norma, pero se trata de un mero camuflaje. Una máscara. De alguna manera, es una superréplica: una recreación más precisa que el original. Es decir, donde, en el caso de un humano, llegamos al límite de los granulocitos, al límite de toda división estructural, ¡aquí el proceso sigue adelante gracias al empleo de materia subatómica! — Un momento. Un momento. ¿Cómo se lo explica? — trató de indagar Sartorius. Snaut no contestó. ¿Quizás era suya la acelerada respiración que escuchaba por el auricular? Harey me miró. Me di cuenta de que, a causa de la excitación, casi había gritado las últimas palabras. Cuando me calmé, me incliné sobre el incómodo taburete y cerré los ojos. ¿Cómo expresarlo? — Los átomos constituyen el elemento básico en la construcción de nuestros cuerpos. Supongo que las criaturas F se componen de unidades todavía más pequeñas que los habituales átomos. Mucho más pequeñas. — ¿De mesones…? — sugirió Sartorius, que no mostraba la menor sorpresa. — No, mesones no… Los mesones podrían verse. La resolución del aparato que he empleado es de diez elevado a menos veinte ángstroms, ¿verdad? Pero en ningún momento se ve nada. Por lo tanto, no se trata de mesones, sino más bien de neutrinos. — ¿Cómo es posible? Los conglomerados de neutrinos no son estables… — No lo sé. No soy físico. Quizás exista un campo de fuerza que los estabilice. Mi especialidad es otra. De todas formas, si tuviera razón, la materia la constituirían partículas unas diez mil veces más pequeñas que los átomos. ¡Pero eso no es todo! Si las moléculas de proteínas y células estuviesen formadas directamente por estos «microátomos», tendrían que ser, en proporción, más pequeñas. Lo mismo para los glóbulos y las enzimas, lo mismo en todos los casos, pero no es así. ¡De ahí se deduce que todas las proteínas, células, núcleos celulares son tan solo una tapadera! ¡La verdadera estructura responsable del funcionamiento de un «visitante» está aún más oculta! —¡Kelvin! — Snaut ahogó un grito. Me detuve, aterrado. ¡¿He dicho «visitante»?! Sí, pero Harey no me ha oído. Además, no habría entendido nada. Estaba mirando por la ventana, con la cabeza apoyada en el hombro, y su pequeño y limpio perfil se dibujaba sobre la aurora de color púrpura. El auricular permaneció en silencio; únicamente se oía una respiración lejana. — Hay algo de eso — balbuceó Snaut. — Sí, es posible — añadió Sartorius—; solo tenemos un problema, y es que el océano no está formado por las hipotéticas partículas de Kelvin, sino por las normales. — Quizás sea capaz de sintetizar también estas — observé. De pronto, me sentí apático. Aquella conversación ni siquiera era divertida, más bien innecesaria. — Pero ello explicaría su increíble resistencia — murmuró Snaut —. Y el tiempo de regeneración. Quizás incluso la fuente de energía se encuentre allí, en el fondo; resulta que no necesitan comer… — Solicito la palabra — habló Sartorius. No lo soportaba. ¡Al menos podría ser fiel al papel que él mismo se había impuesto! — Me gustaría abordar el problema de la motivación. ¿Qué es lo que motivó la aparición de las criaturas F? Lo plantearía de la siguiente manera: ¿qué son las criaturas F? No son personas, ni tampoco réplicas de determinadas personas, sino una proyección materializada de lo que contiene nuestro cerebro, en relación con una persona en concreto. La certeza de aquella observación me chocó. El tal Sartorius, pese a ser antipático, no era tan tonto. — Muy cierto — apunté —. Eso explicaría, incluso, por qué aparecieron perso… criaturas de un tipo y no de otro. Se han seleccionado las huellas más duraderas en la memoria, las más aisladas, aunque, naturalmente, ninguna de estas huellas puede separarse completamente del resto y, durante su «copiado», se han podido arrastrar restos de otras huellas que casualmente se encontraban en las proximidades; en efecto, el forastero demuestra poseer a veces más conocimientos que los que tiene la persona real de la que se supone que es réplica… —¡Kelvin! — habló de nuevo Snaut. Me chocó que fuera el único que se indignaba con mis imprudentes palabras. Sartorius no parecía temerlas. ¿Querría eso decir que su «visitante» era, por naturaleza, menos sagaz que el «visitante» de Snaut? Durante un segundo, se me vino a la mente la visión de un enano cretino acompañando al célebre doctor Sartorius. — Es cierto, nos hemos fijado en ese detalle — contestó precisamente él —. Ahora, en cuanto a lo que motivó la aparición de las criaturas F… Lo primero, y de alguna manera, lo más natural es pensar que estamos siendo objeto de un experimento. Aunque, en realidad, se trate de un experimento de poco valor, pues si llevamos a cabo un experimento, aprendemos de los aciertos, pero sobre todo de los errores, lo que, a la hora de repetirlo, nos permite introducir correcciones… Este no es el caso. Las mismas criaturas F aparecen una y otra vez… sin corregir… sin equipamiento adicional que las proteja de nuestros intentos… de deshacernos de ellas… — Resumiendo, y como lo definiría el doctor Snaut: no existe el nudo de acción con dispositivo de corrección — observé —. ¿A qué conclusiones nos lleva esto? — A que, como experimento, es una… chapuza, improbable por otro lado. El océano es… preciso. Esto queda claro, por ejemplo, en la formación bicapa de las criaturas F. Hasta cierto punto se comportan como se comportarían los verdaderos… las verdaderas… No encontraba la salida. — Los originales — apuntó rápidamente Snaut. — Sí, los originales. Pero cuando la situación supera las habituales capacidades de un… eh… de un original, normal y corriente, se produce una especie de «desconexión de la consciencia» de la criatura F y se manifiesta, de forma directa, una actitud diferente, inhumana… — No estoy tan seguro de ello — protestó Sartorius. De repente, comprendí por qué me molestaba tanto: no hablaba, sino que pronunciaba discursos, como si estuviera participando en un pleno del Instituto. Al parecer, no sabía expresarse de otro modo. — Aquí entra en juego la cuestión de la individualidad. El océano está completamente desprovisto de una idea semejante. Es como debe ser. A mí me parece, señores, que, en relación a nosotros… la parte más delicada, la más chocante, del experimento se le escapa por completo, dado que se encuentra fuera de su ámbito de comprensión. — ¿Usted opina que no es intencionado…? — pregunté. Aquella declaración me dejó un tanto aturdido, pero, tras reflexionarlo, reconocí que no había que descartarla. — Sí. No creo en la perfidia, en la malicia, en el deseo de hacer un daño profundo… El colega Snaut es de la misma opinión. — Yo no le adjudico sentimientos humanos. — Snaut se pronunció por primera vez —. Pero ¿por qué no nos dices cómo te explicas los recurrentes regresos? — Quizás haya puesto en marcha un mecanismo que funciona en bucle, como un tocadiscos — dije, sin disimular las ganas de molestar a Sartorius. — Compañeros, no nos dispersemos — anunció el doctor con su voz nasal —. Aún no he terminado. En condiciones normales, consideraría prematuro incluso un informe previo sobre el estado de mis investigaciones, pero, dada esta situación tan especial, haré una excepción. Tengo la sensación, repito, tengo por de pronto la sensación de que la suposición del colega Kelvin alberga cierto fundamento. Me refiero a su hipótesis acerca de la formación neutrónica… Conocemos estos sistemas tan solo desde un punto de vista teórico, no sabíamos que era posible estabilizarlos. Aquí se nos abre una nueva vía, teniendo en cuenta que la destrucción del campo de fuerza que otorga durabilidad al sistema… Llevaba un rato observando el desplazamiento del oscuro objeto que cubría la pantalla de Sartorius: en la parte superior se vislumbraba una ranura que dejaba entrever algo rosa que, a su vez, se desplazaba. De golpe, la superficie oscura se vino abajo. —¡Fuera! ¡Fuera! — El grito desgarrador de Sartorius se oyó a través del auricular. En medio de la pantalla iluminada, entre los brazos del doctor, provisto de abombados mangotes de laboratorio, relució un objeto de gran tamaño, dorado y en forma de disco, que forcejeaba con algo; después, la imagen se eclipsó antes de que me diera tiempo a comprender que aquel círculo dorado era un sombrero de paja… — ¿Snaut? — dije suspirando profundamente. — Dime, Kelvin — me contestó la cansada voz del cibernético. En ese momento, sentí que me caía bien. Aunque lo cierto era que prefería no saber quién era su acompañante —. De momento, hemos tenido suficiente, ¿no te parece? — Creo que sí —contesté —. Escucha, cuando puedas, ven a verme abajo, o a mi camarote, ¿de acuerdo? — añadí presuroso antes de que colgara el teléfono. — De acuerdo — dijo —, pero no sé cuándo. Con esto se dio por finalizada la problemática conferencia. LOS MONSTRUOS Una luz me despertó en mitad de la noche. Me incorporé sobre un codo, mientras me protegía los ojos con la otra mano. Harey, envuelta en una sábana, se acurrucó a los pies de la cama, con la cara tapada por su desmelenada cabellera. Le temblaban los hombros. Estaba llorando en silencio. —¡Harey! Se encogió aún más. — ¿Qué te ocurre, Harey? Me senté, sin recobrar del todo la lucidez, y poco a poco me fui liberando de la pesadilla que un momento antes me estaba ahogando. La chica tiritaba. Al tratar de abrazarla, me apartó con el brazo, intentando esconder su rostro. — Cariño. — No digas eso. — Pero ¡Harey! ¿Qué sucede? Vi su cara mojada, trémula. Unos lagrimones infantiles se deslizaban por sus mejillas; remansados en el hoyuelo de la barbilla, relucían antes de gotear sobre la sábana. — No me quieres aquí. —¡Menuda ocurrencia! — Lo he oído. Noté que mi facciones se tensaban. — ¿Qué es lo que has oído? No has entendido, no era más que… — No. No. Decías que no era yo. Que me fuera. Y me iría. ¡Dios! Vaya que si me iría, pero no puedo. No sé qué es. Quisiera y no puedo. Soy tan… ¡tan despreciable! —¡Mi pequeña! La agarré y la abracé con todas mis fuerzas, todo se estaba desmoronando; le besaba las manos, los dedos, húmedos y salados, repetía conjuros, promesas, le pedía perdón y le decía, una y otra vez, que había sido un estúpido y asqueroso sueño. Se fue tranquilizando. Dejó de llorar. Sus ojos enormes y lunáticos terminaron por secarse. Giró la cabeza. — No — dijo —, no digas eso, no hace falta. No eres el mismo conmigo… —¡Que no soy el mismo! Se me escapó un gemido. — Sí. No me quieres aquí. Lo noto constantemente. Fingía no darme cuenta. Pensaba que me lo parecía, que eran cosas mías, pero no. Te comportas… de otra forma. No me tomas en serio. Sí, ha sido un sueño, pero eres tú quien ha soñado conmigo. Me llamabas por mi nombre. Te daba asco. ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! Me puse de rodillas frente a ella, abrazado a sus piernas. — Mi niña… — No quiero que me llames así. No quiero, ¿me oyes? No soy ninguna niña. Soy… Rompió a llorar y hundió la cara en las sábanas. Me incorporé. Notaba el silencioso zumbido del aire fresco procedente de las salidas de ventilación. Tenía frío. Me puse el albornoz por encima y me senté en la cama. Le toqué el hombro. — Escucha, Harey. Te diré algo. Te contaré la verdad… Se alzó lentamente, apoyándose en los brazos. Vi cómo le palpitaba el pulso bajo la fina piel del cuello. Mi gesto volvió a tensarse y sentí frío, como si estuviera a la intemperie. No se me ocurría absolutamente nada. — ¿La verdad? — dijo —. ¿Palabra de Dios? Tardé en contestar, porque tenía un nudo en la garganta. Aquel era nuestro viejo juramento: después de pronunciarlo, ninguno de nosotros se atrevía ya no a mentir, sino ni siquiera a ocultar nada. Hubo una época en la que nos martirizamos a base de excesiva sinceridad, con el ingenuo convencimiento de que aquello nos salvaría. — Palabra de Dios — contesté solemnemente —. Harey… Esperó. — Tú también has cambiado. Todos cambiamos. Pero no es eso lo que quería decirte. En realidad, el asunto es que… por motivos que ambos desconocemos… no puedes abandonarme. Pero esto, hasta nos viene bien, porque yo tampoco podría… —¡Kris! La cogí envuelta en la sábana. La esquina, empapada por las lágrimas, descansó sobre mi hombro. Caminé por la habitación, meciéndola en brazos. Acarició mi cara. — No. Tú no has cambiado. Soy yo — me susurró al oído —. Algo me ocurre. ¿Quizás sea eso? Contemplaba el negro y vacío rectángulo de la puerta rota, cuyos restos había llevado el día anterior al almacén. «Tendré que poner una nueva», pensé. La deposité sobre la cama. — ¿Has dormido algo? — pregunté mientras me inclinaba sobre ella con los brazos estirados. — No lo sé. — ¿Cómo que no lo sabes? Piénsalo, cariño. — No debe de ser un sueño de verdad. Quizás esté enferma. Mientras estoy tumbada en la cama, me dedico a pensar y, ¿sabes una cosa…? Tembló. — ¿Qué? —pregunté en un susurro, la voz podía fallarme. — Son pensamientos muy extraños. No sé de dónde proceden. — ¿Por ejemplo? «Tengo que mantener la calma — pensé— independientemente de lo que oiga». Me estaba preparando para escuchar sus palabras como si fuera a recibir un fuerte golpe. Negó, desconcertada, con la cabeza. — Es algo como… alrededor… — No entiendo… — Como si no estuvieran solo dentro de mí, sino más lejos… no sé expresarlo. No existen palabras para definirlo… — Serán sueños — dije como quien no quiere la cosa, y suspiré —. Ahora, apagaremos la luz y no nos preocuparemos de nada hasta mañana. Y mañana, si nos apetece, ya nos esforzaremos por inventarnos nuevos problemas. ¿Te parece? Alargó la mano hacia el interruptor y volvió la oscuridad, me coloqué sobre las sábanas temblorosas y noté, cada vez más cerca, el calor de su aliento. La abracé. — Más fuerte — susurró. Y, al cabo de un largo rato, añadió—: ¡Kris! — ¿Qué? — Te quiero. Tenía ganas de gritar. La mañana amaneció en rojo. El enorme escudo del sol estaba suspendido muy bajo sobre el horizonte. Encontré una carta en el umbral y abrí el sobre. El canturreo de Harey me llegaba desde el baño. De vez en cuando salía para echar una ojeada, con el pelo mojado pegado a la cara. Me acerqué a la ventana y leí: Kelvin, estamos estancados. Sartorius está a favor de emprender acciones más intensas. Confía en conseguir la desestabilización de los sistemas de neutrinos. Para llevar a cabo sus experimentos, necesita cierta cantidad de plasma del océano para emplearla como materia prima de un F. Propongo que hagas un reconocimiento en el exterior y tomes muestras de plasma. Actúa según tu criterio, pero comunícame tu decisión. Yo no tengo ninguna opinión al respecto. Al parecer, ya no tengo nada en absoluto. Preferiría que lo hicieras tú solo porque de ese modo progresaríamos, aunque solo fuera en apariencia. En caso contrario, tan solo nos queda envidiar a G. El Rata P.D. No entres en la emisora de radio. Es una de las pocas cosas que aún puedes hacer por mí. Será mejor que telefonees. Se me fue encogiendo el corazón a medida que iba leyendo la carta. Volví a repasarla con atención una vez más, luego la rompí y tiré los trozos a la pila del lavabo. A continuación, me puse a buscar una escafandra para Harey. Solo eso ya resultaba horrible. Exactamente igual que la primera vez. Sin embargo, ella no sabía nada; si no, no se hubiese alegrado tanto cuando le dije que tenía que hacer un pequeño reconocimiento en el exterior de la Estación y que me gustaría que me acompañara. Desayunamos en la pequeña cocina (Harey, de nuevo, apenas probó bocado) y fuimos a la biblioteca. Me apetecía repasar las publicaciones referentes a la problemática de campo y a los sistemas de neutrinos antes de hacer lo que me pedía Sartorius. No sabía aún cómo lograría abarcarlo todo, pero decidí controlar su trabajo. Se me ocurrió que el aún inexistente aniquilador de neutrinos podría liberar a Snaut y a Sartorius, mientras Harey y yo esperábamos en el exterior, a bordo de la nave, por ejemplo, el fin de la «operación». Elucubré durante un rato delante del gran catálogo electrónico, formulándole preguntas a las que contestaba con un lacónico «No existe bibliografía»; a veces, en cambio, me ofrecía la posibilidad de adentrarme en una jungla de trabajos especializados de física, imposibles de abarcar. Sin embargo, tenía pocas ganas de abandonar aquel enorme espacio circular de paredes lisas, cubierto de una amplia cuadrícula de cajones llenos de microfilms y de grabaciones electrónicas. La biblioteca, que ocupaba el mismo centro de la Estación, carecía de ventanas y era el lugar mejor aislado en el seno del caparazón de acero. Quizás por eso me encontraba tan bien allí, pese al aparente fracaso de mis pesquisas. Vagué por la gran sala hasta dar con una gigantesca estantería, llena de libros, que llegaba hasta el techo. No solo era un lujo — dudoso, dicho sea de paso —, sino una conmemoración y una muestra de respeto hacia los pioneros de la exploración solarista: los estantes soportaban el peso de unos seiscientos tomos de todas las obras clásicas en la materia, empezando por la monumental — aunque en su mayor parte ya anticuada— monografía de Giese en nueve volúmenes. Me dediqué a sacar aquellos ladrillos, que inmediatamente hacían caer mi brazo, y a hojearlos con desgana, sentado en el brazo del sillón. Harey también encontró un libro del que, por encima de su hombro, leí unas cuantas líneas. Se trataba de uno de los pocos libros pertenecientes a la primera expedición, quizás en su momento propiedad del propio Giese: El cocinero interplanetario. No hice ningún comentario, viendo la concentración con que Harey estudiaba las recetas culinarias adaptadas a las severas condiciones de la cosmonáutica y regresé al respetado volumen que reposaba sobre mi regazo. Diez años de investigación de Solaris se publicó dentro de la serie «Solariana», cuyos tomos fueron numerados desde el cuarto hasta el trigésimo; los actuales exhiben ya números de cuatro cifras. Giese carecía de inventiva, pero esa es una cualidad que no puede sino perjudicar a un investigador de Solaris, pues en ningún otro sitio la imaginación y la capacidad de plantear hipótesis con rapidez resultan tan dañinas. Al fin y al cabo, todo es posible en este planeta. Las descripciones de la constelación creada por el plasma, que parecen inverosímiles son, muy probablemente, auténticas, aunque en general, imposibles de verificar, dado que el océano en raras ocasiones repite sus metamorfosis. Esos fenómenos sorprenden al observador primerizo a causa, principalmente, de su carácter extraño y su inmensidad; si estuvieran presentes a pequeña escala, en algún charco, sin duda serían considerados un «aborto de la naturaleza» más, una manifestación del azar y del juego de fuerzas a ciegas. El hecho de que la mediocridad y el genio se vuelvan en la misma medida impotentes ante la infinidad de formas que ofrece Solaris tampoco facilita el trato con los fenómenos del océano vivo. Giese no correspondía a ninguna de esas categorías. Era, básicamente, un meticuloso clasificador perteneciente a ese tipo de personas cuya tranquilidad exterior disimula el incansable encarnizamiento en el trabajo. Mientras le era posible, se limitaba al empleo del lenguaje descriptivo y, cuando le faltaban palabras, se ayudaba creando otras nuevas, a menudo de manera desafortunada, ya que no se correspondían con los fenómenos descritos. Pero, al fin y al cabo, no existen términos que reflejen lo que ocurre en Solaris. Sus «arbomontes», sus «luengones», los «hongotes», los «mimoides», las «simetriadas» y las «asimetriadas», los «estreptos» y los «raudos» suenan artificiales a más no poder; sin embargo permiten dar una idea de cómo es Solaris, incluso a aquellos que no lo hayan visto nunca de cerca, salvo en alguna fotografía borrosa o en películas sumamente imperfectas. Obviamente, también aquel minucioso clasificador erró, cometiendo más de una imprudencia. El hombre siempre formula hipótesis, incluso cuando procura ser prudente o lo hace de manera inconsciente. Giese consideraba los luengones una forma primitiva y, con frecuencia, los comparaba con las mareas altas de los mares terrestres, acumuladas y aumentadas varias veces. De todas formas, quien se ha adentrado en la primera edición de su obra sabe que, en un primer momento, los llamó «mareas», inspirado en un geocentrismo que, de no ser por su impotencia, resultaría ridículo. Se trata, pues — ya que estamos buscando equivalentes en la Tierra —, de formaciones que, por su tamaño, superan al Gran Cañón de Colorado; son moldeadas en una materia cuya consistencia, en la capa superior, es gelatinosa y espumosa (hay que señalar que la espuma se solidifica en forma de enormes festones que se desmoronan con facilidad, en encajes de punto gigante, e incluso a algunos investigadores se les presentaron como «excrecencias esqueléticas»); en cambio, su interior está constituido por una sustancia cada vez más firme, como un músculo en tensión cuya dureza, a una profundidad de más de diez metros, supera la de una piedra, pero que a la vez sigue manteniendo toda su elasticidad. Entre las paredes — tensadas como una membrana sobre el lomo de un monstruo y a las que se adhieren los esqueletones —, se extiende, a lo largo de varios kilómetros, el verdadero luengón, una criatura en apariencia autosuficiente, que recuerda una colosal pitón que se hubiera tragado montañas enteras y que las estuviera digiriendo en silencio, mientras su cuerpo, aprisionado como el de un pez, se contrae de cuando en cuando en lentas convulsiones. Sin embargo, ese es el aspecto que presenta un «luengón» visto únicamente desde una nave que lo sobrevuele. Si te acercas a él, dejando que ambas «paredes del desfiladero» se eleven centenares de metros por encima de la aeronave, el «tronco de la pitón» resulta ser una superficie en vertiginoso movimiento, extendida hasta el horizonte, que cobra el aspecto de un hinchado cilindro. A primera vista, uno observa la rotación de una resbaladiza sustancia, espesa y pegajosa, de color verde grisáceo, cuyas acumulaciones devuelven fuertes reflejos de luz solar, pero si el aparato queda suspendido justo encima de la superficie (en ese momento, los bordes del «cañón» que esconde al «luengón» se aprecian como cumbres a ambos lados de la hondonada geológica), se percibe que el movimiento es mucho más complejo. Es de circulación concéntrica y en su interior se mezclan corrientes más oscuras y, a ratos, la «capa» exterior se convierte en una superficie de espejo que refleja las nubes y el cielo, atravesada — en medio del estampido— por las erupciones del semilíquido epicentro mezclado con gas. Poco a poco, uno empieza a comprender que, justo debajo, se extiende el núcleo de las fuerzas que mantienen separadas ambas paredes y las elevan hasta el cielo; son laderas de gelatina cristalizándose con indolencia. Pese a todo, no es fácil que la ciencia tome en consideración lo que resulta obvio para la vista. Las encarnizadas discusiones sobre lo que realmente sucede dentro de los luengones, que surcan a millones la inmensidad del vivo océano, se han prolongado durante años. Se consideraba que eran órganos de un monstruo, que en su seno se producían el metabolismo, la respiración, el transporte de sustancias alimenticias y un montón de procesos más, cuyo secreto albergan las empolvadas estanterías de las bibliotecas. Finalmente, se consiguió derribar todas y cada una de las hipótesis mediante miles de exhaustivos y, en ocasiones, peligrosos experimentos. Y todo ello se refiere tan solo a los luengones, al fin y al cabo, la forma más sencilla y duradera, dado que su existencia se cifra en semanas, algo realmente excepcional en este caso. Otras formas más enrevesadas y caprichosas, las mismas que, quizás de manera más violenta, suscitan el rechazo del espectador — un rechazo, claro está, instintivo —, son los mimoides. Podríamos decir, sin exagerar en absoluto, que Giese se enamoró de ellos y se implicó por completo en su investigación, en su descripción y en la búsqueda de su esencia. Al bautizarlos, intentó reflejar su aspecto más singular, desde el punto de vista del ser humano: cierta tendencia a imitar las formas que lo rodean, independientemente de si son cercanas o lejanas. Un día, en las profundidades del océano, un círculo plano, ancho, de bordes desgarrados y una superficie sobre la que parece que hayan vertido alquitrán, empieza a oscurecerse. Más de diez horas después, se despedaza, muestra una fragmentación cada vez más pronunciada y, al mismo tiempo, se abre camino hacia arriba, hacia la superficie. Cualquier observador juraría que debajo se está produciendo una violenta lucha, porque de los alrededores acuden infinitas filas de sincrónicas olas circulares a modo de labios fruncidos, como vivos y musculosos cráteres a punto de cerrarse; se acumulan sobre el negruzco y tambaleante delirio derramado en lo más hondo y, tras pararse en seco, se precipitan al vacío. Cada uno de estos desplomes de centenares de toneladas va acompañado por un estruendo — dilatado en segundos, pegajoso y chasqueante —, porque aquí todo sucede a una escala tremenda. El oscuro ser es empujado hacia el fondo, con cada golpe parece aplastarse y dispersarse; de las capas colgantes como alas mojadas, se separan alargados racimos que, a su vez, se estrechan, formando largos collares que se funden entre ellos y ascienden flotando, mientras soportan el peso del disco matriz adherido, aglutinado; entre tanto, por encima de ellos, anillos de olas desaparecen en medio de un enorme círculo cada vez más hundido. Este juego a veces se desarrolla durante un día; otras, a lo largo de un mes. En ocasiones, todo acaba aquí. El escrupuloso Giese denominó aquella variante «mimoide abortivo», como si tuviera unos conocimientos exactos y adquiridos de forma misteriosa, según los cuales el fin de esos cataclismos fuera un «mimoide maduro», es decir, una colonia de pólipos de piel clara (de tamaño habitualmente mayor al de una ciudad terrestre) cuyo destino es la imitación de las formas exteriores. Obviamente, no faltó otro solarista, llamado Uyvens, que consideró «degenerativa» esa última fase, una involución, una atrofia; y en el bosque de formas creadas vio una clara muestra de la liberación, por parte de los seres pedúnculos, del poder de la matriz. Sin embargo, Giese — quien en todas las descripciones de las demás creaciones solaristas muestra una actitud de hormiga caminando sobre un glaciar y no se permite desviación alguna de su medido y rígido discurso— estaba tan convencido de estar en lo cierto que clasificó las siguientes fases de aparición de un mimoide en un orden creciente de perfección. Un mimoide visto desde arriba parece una ciudad; sin embargo, eso es solo una ilusión causada por la necesidad de encontrar analogías con lo conocido. Cuando el cielo está limpio, una masa de aire caliente envuelve el conjunto de excrecencias de varios pisos de altura, coronadas por altas estacadas; en consecuencia, las formaciones, ya de por sí difíciles de determinar, empiezan a balancearse y a doblarse. La aparición de la primera nube sobre el cielo azul (lo digo por costumbre, dado que el «celeste» cobra aquí un tono bermejo o extremadamente blanco, dependiendo de los días) causa una respuesta inmediata. Comienza así una brotación acelerada: una capa dúctil, ahuecada en forma de coliflor, es lanzada al aire, separándose casi por completo de la base; al mismo tiempo, empalidece y, a los pocos minutos, acaba pareciéndose a un cúmulo. Este objeto gigante proyecta una sombra rojiza, como si los picos del mimoide se lo fueran pasando unos a otros con un movimiento siempre inverso al de la nube real. Creo que Giese se hubiera dejado cortar un brazo a cambio de poder averiguar el origen de este fenómeno. No obstante, esas «solitarias» creaciones del mimoide no son nada en comparación con la desenfrenada actividad que desencadena cuando se «irrita» por la presencia de objetos y formas que surgen sobre su superficie por culpa de los forasteros llegados de la Tierra. La reproducción de las formas abarca todo lo que se encuentre dentro de un radio de entre doce y quince kilómetros. El mimoide realiza, por lo general, una reproducción aumentada, aunque en ocasiones la deforma, dando lugar a caricaturas o simplificaciones grotescas, sobre todo en lo que a las naves se refiere. Está claro que se trata siempre de la misma materia que empalidece deprisa y que, una vez lanzada al aire, se queda suspendida en lugar de caer y permanece unida a la base por un cordón umbilical fácil de romper; el mimoide lo utiliza para reptar, mientras se encoge, se estrecha o se infla, creando complejos dibujos. Un avión, un armazón o un mástil son reproducidos con la misma rapidez; un mimoide únicamente es incapaz de reaccionar ante los propios humanos o, para ser más exactos, ante ningún ser vivo, incluidas las plantas (que también los científicos han llevado a Solaris con fines experimentales). En cambio, un maniquí, un pelele, la figurita de un perro o de un árbol, esculpidos en cualquier material, son copiados inmediatamente. Aquí, desgraciadamente, es preciso hacer un paréntesis y señalar que esa «obediencia» de los mimoides hacia los investigadores, tan inusual en Solaris, en ocasiones queda en suspenso. El mimoide más maduro tiene sus «días perezosos», durante los que se limita a palpitar lentamente. Ese pálpito es imperceptible a la vista: su ritmo, la fase individual del «pulso», dura más de dos horas y fue necesaria una filmación muy precisa para poder descubrirlo. Cuando se dan estas circunstancias, un mimoide, en especial uno viejo, es perfecto para ser visitado, puesto que, tanto el escudo de sujeción sumergido en el océano como las creaciones que lo coronan ofrecen un apoyo más que seguro. Claro que también es posible permanecer sobre un mimoide en sus días «laborables», pero en este caso la visibilidad es prácticamente nula a causa de la suspensión coloidal que, suave y blanda como la nieve en polvo, desciende constantemente desde las hinchadas ramificaciones del tronco generador de formas. Además, debido a su gran envergadura, casi como montañas, es imposible abarcar todas esas formas. Asimismo, la base de un mimoide «trabajador» se torna pantanosa por culpa de una lluvia pulposa que, transcurridas diez horas, se solidifica, convirtiéndose en una coraza varias veces más ligera que la piedra pómez. Por último, sin un equipamiento adecuado, es relativamente sencillo perderse en medio del laberinto de abombados pedúnculos, parecidos a columnas contráctiles o a semilíquidos géiseres. El riesgo existe incluso a plena luz del día, porque sus rayos son incapaces de atravesar el manto de «explosiones imitadoras», constantemente proyectadas a la atmósfera. La observación de un mimoide durante sus días felices (aunque, para ser más exactos, son días felices para el investigador que se ocupa de ellos) puede constituir una fuente de sensaciones inolvidables. Se dan casos de «vuelos creativos» al comienzo de su increíble sobreproducción. Crea entonces variedades propias de las formas externas, o bien sus variantes, o incluso «prolongaciones formales»; puede pasarse así horas, para gozo del pintor abstracto y desesperación del científico que intenta, en vano, comprender los procesos en curso. En ocasiones, la actividad de un mimoide muestra rasgos de una simplificación infantil; en otras, cae en «desviaciones barrocas», en las que todas sus creaciones exhiben una pronunciada elefantiasis. En especial, los mimoides mayores fabrican formas capaces de provocar ataques de risa. Yo, personalmente, nunca he podido reírme de ellos, porque el misterioso espectáculo me deja demasiado aturdido. Está claro que, durante los primeros años de investigación, todos se abalanzaron literalmente sobre los mimoides, que se consideraron idealizados núcleos del océano solarista, lugares perfectos para el deseado encuentro de dos civilizaciones. Muy pronto resultó que era imposible hablar de ningún tipo de encuentro, ya que todo empezaba y acababa con una mera imitación de formas abocada un callejón sin salida. Tanto el antropomorfismo como el zoomorfismo aparecían de manera recurrente en las desesperadas búsquedas llevadas a cabo por los investigadores, quienes (como Maartens y Ekkonai) se empeñaron, durante un tiempo, en considerar las diferentes creaciones del océano vivo como «órganos sexuales» o incluso como «extremidades»; este fue el caso de los «estreptos» y de los «raudos» de Giese. Pero esas protuberancias del océano vivo, disparadas a veces a la atmósfera a una altura de tres kilómetros, son «extremidades» en la misma medida que un terremoto es «gimnasia» para la corteza terrestre. En el catálogo, hay unas trescientas variedades de formas nacidas del océano vivo que se repiten con cierta frecuencia y que pueden ascender a varias decenas o centenares en un solo día. Según la escuela de Giese, las más inhumanas, por su absoluta falta de parentesco con cualquier experiencia terrestre, son las simetriadas. Entonces ya se sabía que el comportamiento del océano no era agresivo y que, para morir en su plasmático abismo, había que esforzarse bastante: podía suceder por propia imprudencia o insensatez (naturalmente, no hablo de accidentes causados, por ejemplo, por una avería de la botella de oxígeno o del climatizador); pero sin el menor riesgo se pueden atravesar, con un avión o con cualquier otra aeronave, tanto los ríos de los cilindricos luengones como las terribles columnas de estreptos que se tambalean mientras vagan entre las nubes. Es posible abrirse camino a través del plasma que se escinde a la velocidad de la luz ante un cuerpo extraño dentro de la atmósfera solarista, cavando túneles, en caso de necesidad, incluso bajo la superficie del océano (en tal caso se libera inmediatamente una energía de un enorme potencial que, en casos extremos, equivale, según los cálculos de Skriabin, a 10 ergios. Las investigaciones acerca de las simetriadas se emprendieron con mucha prudencia y constantes retrocesos, multiplicándose las medidas de seguridad — por cierto, a menudo innecesarias—; los nombres de los que se adentraron por primera vez en su abismo son bien conocidos por cualquier niño de la Tierra. Lo espantoso de esos gigantes no reside en su aspecto, aunque es cierto que son capaces de generar las peores pesadillas, sino más bien en la falta de elementos constantes y seguros en sus confines; una vez dentro, incluso las leyes de la física quedan anuladas. Fueron precisamente los investigadores de las simetriadas los que propagaron la tesis acerca de la inteligencia del océano vivo. Las simetriadas surgen de repente. Su nacimiento es una especie de erupción. Una hora antes, el océano empieza a brillar con fuerza, como vitrificado en un perímetro de varias decenas de kilómetros cuadrados. Aparte de eso, ni su fluidez, ni el ritmo del oleaje varían. A veces, una simetriada explota dentro del cráter que se crea tras un raudo succionado, pero este fenómeno no constituye una regla. Al cabo de aproximadamente una hora, la capa vidriosa sale disparada, como una terrible burbuja dentro de la cual se reflejan, titilando y quebrándose, el firmamento, el sol, las nubes, todos los horizontes. El relampagueante juego de colores — en parte inducido por la difracción y, en parte, por la refracción de la luz— es inigualable. Las simetriadas creadas durante los días celestes y justo antes de la puesta del sol ofrecen unos efectos lumínicos especialmente impetuosos. Uno tiene entonces la impresión de estar asistiendo al parto de un planeta, en el que este duplicara su tamaño a cada instante. Un globo ardiente, recién lanzado desde el abismo, se quiebra en lo alto en sectores verticales, pero no se trata, en ningún caso, de una descomposición. Este estadio, llamado, sin demasiado éxito, «fase del cáliz floral», dura unos segundos. Los arcos de los tramos membranosos que apuntaban al cielo ahora se dan la vuelta, se fusionan en el interior invisible y comienzan a formar apresuradamente una especie de tronco voluminoso, con una actividad que abarca centenares de fenómenos simultáneos. En el centro del tronco, examinado por primera vez por el equipo de setenta personas de la expedición Hamalei, se forma, como efecto de un proceso de policristalización, un mandril de carga axial, llamado también «columna vertebral», aunque personalmente no soy partidario de este término. La vertiginosa arquitectura de este soporte central se ve sostenida in statu nascendi por unos pilares verticales de gelatina muy diluida, que brota sin cesar desde la kilométrica hondonada. Durante todo este proceso, el coloso emite un sordo y prolongado rugido y termina envuelto en un manto de agitada espuma, blanca como la nieve. Se suceden — desde el centro hacia la periferia— una serie de complicadas rotaciones de diferentes superficies espesas, sobre las que se van superponiendo las capas de sustancia dúctil que brota del abismo. A la vez, los ya mencionados géiseres de aguas profundas se solidifican y se transforman en columnas de activos tentáculos que se dirigen a determinados puntos de la construcción, definidos con precisión por la dinámica del conjunto; este se asemeja a la gigantesca branquia de un embrión desarrollado a una velocidad mil veces mayor que la habitual, recorrido por arroyos de sangre rosa y agua de un verde tan oscuro que casi resulta negro. A partir de ese momento, la simetriada comienza a revelar su característica más increíble: la capacidad de modelar, o incluso de suspender, ciertas leyes físicas. Aclaremos de antemano que no existen dos simetriadas iguales y que la geometría de cada una de ellas es un nuevo «invento» del océano vivo. La simetriada fabrica en su interior lo que a menudo llamamos «máquinas momentáneas», aunque en realidad no se parecen en nada a las máquinas construidas por los humanos, pero sí consisten en una intencionalidad de la acción relativamente reducida y por tanto, y de alguna manera, «mecánica». Cuando los géiseres de aguas profundas se solidifican o se dilatan, se convierten en galerías y pasillos de anchas paredes que discurren en todas las direcciones, mientras las «membranas» crean un sistema de superficies salientes y techos cruzados. Es entonces cuando hay que justificar la denominación de una simetriada: a cada formación de pasos sinuosos, de vías y de rampas, le corresponde, en el polo opuesto, una estructura fiel en cada detalle. Unos veinte o treinta minutos después, el gigante empieza a sumergirse lentamente, a veces con una inclinación de entre ocho y doce grados respecto de su eje vertical. Existen simetriadas de mayor y menor tamaño, pero incluso las enanas, una vez sumergidas, se elevan a una altura de ochocientos metros por encima del horizonte y son visibles desde una distancia de entre quince y veinticinco kilómetros. Para adentrarse en ellas, lo más prudente es hacerlo una vez establecido su equilibrio, cuando el conjunto deja de hundirse en el océano vivo y recupera su verticalidad; el mejor lugar para penetrar está justo debajo de la cumbre. El «cabezal» relativamente liso del polo se ve rodeado, en este punto, por una superficie horadada por las salidas de cámaras y conductos interiores. Esta formación constituye, en su totalidad, un desarrollo tridimensional de algún tipo de ecuación de orden superior. Es bien sabido que cada ecuación puede ser reflejada mediante el lenguaje figurativo de la geometría superior, construyendo su equivalente en forma de sólido. En este sentido, una simetriada es una pariente de los conos de Lobachevski y de la curvatura negativa de Riemann, aunque, eso sí, una pariente muy lejana debido a la inimaginable complejidad que entraña. Constituye un desarrollo de todo el sistema matemático, que abarca varios kilómetros cúbicos, pero se trata de un desarrollo tetradimensional dado que los importantes coeficientes de las ecuaciones son reflejados también en el tiempo, en los cambios que se producen en su transcurso. Lo más sencillo, indudablemente, era pensar que teníamos delante nada más y nada menos que una «computadora» del océano vivo, un modelo de cálculo creado a su escala, de aplicación desconocida, pero hoy en día nadie comparte ya esta hipótesis de Fermont. Indudablemente, era una hipótesis tentadora, pero fue imposible sostener la idea de que el océano vivo examinaba los problemas de la materia, del cosmos, de la existencia, mediante aquellas erupciones titánicas cuyas partículas se sometían a las cada vez más complejas fórmulas del gran análisis. El gigante alberga demasiados fenómenos que no se ajustan a esta sencilla imagen (ingenua, según algunos). Abundaron los intentos por crear un modelo de simetriada asequible y visible. La divulgación del modelo de Awerian tuvo bastante éxito y su razonamiento fue el siguiente: imaginemos una remota edificación terrestre de la época del esplendor de Babilonia; supongamos que está construida a partir de una sustancia viva, activa y evolutiva; su arquitectura atraviesa de modo natural una serie de fases y adopta ante nuestros ojos la forma de construcciones griegas, romanas, dejando que más adelante las columnas se afinen como tallos; la bóveda pierde peso, se eleva, se estiliza; los arcos se convierten en empinadas parábolas para, finalmente, quebrarse en siluetas esbeltas y alargadas. Comienzan la maduración y el envejecimiento del gótico, que fluye hacia sus formas tardías: la anterior crudeza de la abrupta elevación es sustituida por la erupción de la exuberancia orgiástica, delante de nosotros brota el barroco con sus frutos excesivos. Si continuáramos con esta serie, tratando siempre a nuestra criatura como a un ser cambiante según las sucesivas etapas de la existencia real, terminaríamos llegando a la arquitectura de la era cosmodrómica, acercándonos de ese modo, quizás, a la comprensión de lo que es una simetriada. Sin embargo, esta comparación, por mucho que haya sido desarrollada y enriquecida (de hecho, ha habido intentos por ilustrarla mediante modelos especiales o incluso mediante una película), en el mejor de los casos no deja de ser insuficiente, y en el peor, un burdo remedo, por no calificarlo de fraude, y es que una simetriada no se parece a ninguna creación terrestre… El ser humano puede abarcar muy pocas cosas a la vez, tan solo vemos lo que ocurre delante de nosotros, aquí y ahora. Evidenciar una multitud de procesos simultáneos, de algún modo relacionados entre sí, o incluso complementarios, supera nuestra capacidad. Es una limitación que experimentamos incluso en contacto con fenómenos relativamente sencillos. El destino de un solo hombre puede significar mucho, es difícil abarcar el destino de varios centenares, pero la historia de miles, o millones de seres humanos, en realidad no significa nada. Una simetriada es un millón, o más bien mil millones elevados a la enésima potencia, en sí, es algo inimaginable; resulta abrumador encontrarse en medio de una de sus naves — cada una de las cuales, a su vez, corresponde a diez veces el espacio de Kronecker —, como hormigas agarradas al pliegue de una bóveda viva, ver cómo se elevan las gigantes superficies grisáceas a la luz de nuestras balizas de señalización, cómo se penetran mutuamente, percibir su suavidad y la infalible perfección de su forma que, no obstante, es solo momentánea, porque aquí todo fluye: el fundamento de esta arquitectura es el movimiento, concentrado e intencionado. Nosotros solo podemos ver una pequeña parte del proceso, el temblor de una única cuerda de una orquesta sinfónica de supergigantes; pero hay mucho más, porque sabemos — sabemos que es así, pero no lo comprendemos— que al mismo tiempo, encima y debajo de nosotros, en el insondable abismo, fuera de las fronteras de los ojos y de la imaginación, se produce una multitud de transformaciones simultáneas relacionadas entre sí como notas ligadas por un contrapunto matemático. Por ello, alguien la bautizó con el título de sinfonía geométrica, y nosotros somos sus sordos oyentes. En este caso, para ver cualquier cosa de verdad, habría que alejarse, retroceder tanto que sería inabarcable, pero dentro de una simetriada todo constituye el interior, en una multiplicación de partos que estallan en forma de avalanchas, una formación incesante; hay que señalar que la creación es, al mismo tiempo, el creador y que ningún mimoide es tan sensible al tacto como cualquier fragmento de una simetriada — que se encuentra separada por centenares de pisos, a muchos kilómetros de distancia de nosotros— a los cambios que experimenta. Aquí, cada edificio monumental — cuya belleza no está al alcance de la vista— se convierte en copartícipe de la construcción y en jefe de obra de todos cuantos surgen al mismo tiempo y que, a su vez, ejercen sobre el primero una influencia modeladora. Sí, es una sinfonía, pero autogeneradora y autofagocitadora. El final de una simetriada es horrible. Nadie que lo haya visto ha podido evitar la sensación de haber sido testigo de una tragedia, por no decir de un asesinato. Al cabo de dos, como mucho tres horas — este explosivo crecimiento, esta multiplicación y autogénesis no suele durar más tiempo —, el océano vivo emprende el ataque, que transcurre de la siguiente manera: la lisa superficie se arruga; el oleaje, hasta ese momento tranquilo y cubierto de espuma reseca, empieza a hervir; desde el horizonte se aproximan, a la carrera, una sucesión de olas concéntricas, los mismos musculosos cráteres que acompañaron al nacimiento de un mimoide, pero en esta ocasión sus dimensiones son incomparablemente mayores. La parte submarina de la simetriada es estrujada, el coloso se eleva despacio, como si fuera a ser lanzado fuera del planeta; las capas superiores de la materia oceánica se activan, reptando cada vez más alto por las paredes laterales y cubriéndolas; al solidificarse, sellan las salidas; pero todo esto no es nada en comparación con lo que, en paralelo, sucede en las profundidades. En primer lugar, los procesos de formogénesis — la aparición de las sucesivas arquitecturas— se detienen por un momento; a continuación, sufren una brusca aceleración y los, hasta ahora, fluidos movimientos de infiltración, plegamiento, de despliegue de la urdimbre y de las bóvedas, todos ellos tan armónicos y seguros como si fueran a durar siglos, empiezan a arrasar con todo. La sensación de que el coloso, ante el inminente peligro, procura bruscamente autorrealizarse, se vuelve abrumadora. Cuanto más se aceleran los cambios, más evidente es la horrible y repugnante metamorfosis de la propia materia prima y su dinámica. Las maravillosas y esbeltas siluetas se ablandan, se tornan flácidas, se descuelgan, surgen errores, formas inacabadas, monstruosas, inválidas; de las profundidades invisibles, se eleva un bramido creciente y el aire, escupido en una respiración agónica mientras roza contra las grietas cada vez más estrechas, resoplando y, a ratos, tronando, incita a las paredes en derrumbe a proferir un estertor que suena como lanzado por laringes cubiertas por estalactitas de mucosidad, o por cuerdas vocales muertas, y el espectador no tarda en sumirse en la inercia ante el movimiento más violento, el movimiento de la destrucción. Tan solo el huracán que ruge desde el abismo y atraviesa miles de pozos sujeta la construcción celeste mientras la infla; esta empieza a hundirse como una placa envuelta en llamas, pero en algún sitio aún puede verse el aleteo agonizante, los movimientos caóticos, separados del resto, ciegos, cada vez más débiles, hasta que el gigante, atacado sin cesar desde el exterior, se derrumba con la lentitud de una montaña y desaparece en una vorágine de espumas; las mismas que habían acompañado su titánica creación. ¿Y qué significa todo esto? Sí, ¿qué significa…? Recuerdo a un grupo de escolares, de visita en el Instituto Solarista de Aden; por aquel entonces, yo era el asistente de Gibarian; una vez que hubieron atravesado la sala lateral de la biblioteca, los jóvenes fueron conducidos a la estancia principal, ocupada en su mayor parte por las bobinas de los microfilms. En ellos se habían inmortalizado pequeñas fracciones del interior de las simetriadas desaparecidas hacía mucho tiempo, y su número, no fotografías sueltas, sino rollos enteros, alcanzaba más de noventa mil. Fue entonces cuando, de pronto, una niña regordeta, de unos quince años, de mirada inteligente y resolutiva tras los cristales de sus gafas, preguntó: — ¿Y para qué sirve todo esto? En medio del incómodo silencio que siguió a la pregunta, únicamente la profesora miró con severidad a su insubordinada alumna; ninguno de los solaristas que realizaban la visita guiada, y entre los cuales estaba yo, supimos responderle. Ello se debe a que las simetriadas son únicas, al igual que los procesos que transcurren en su interior. A veces, el aire deja de transmitir el sonido. A veces, el coeficiente de refracción sube o baja. Localmente surgen cambios de fuerza, palpitantes y regulares, como si la simetriada estuviera dotada de un corazón gravitatorio latiente. En ocasiones, los girocompases de los investigadores se vuelven locos, las capas de intensa ionización aparecen y desaparecen; en fin, esta enumeración podría proseguir indefinidamente. En cualquier caso, si algún día se consigue aclarar el misterio de las simetriadas, siempre nos quedarán las asimetriadas… Su nacimiento es parecido, la única diferencia reside en su final y lo único que se puede percibir en su interior es el tintineo, el ardor, el centelleo; solo sabemos que son un foco de procesos vertiginosos, al límite de la velocidad posible desde el punto de vista de la física; también se las llama «exagerados fenómenos cuánticos». Su parecido matemático con ciertos modelos de átomo es, pese a todo, inconstante y fugaz, de manera que algunos lo consideran una característica colateral, o incluso casual. Su periodo de vida es incomparablemente más corto, poco más de diez minutos, y su final, mucho más horrible: tras el huracán de aire duro y atronador que las rellena y las hace explotar, un líquido arremolinado en su interior, que se desplaza a una velocidad infernal bajo la sucia capa de espuma, lo inunda todo, borbolleando, inmundo. Luego surge un volcán de barro, que escupe una irregular columna de restos que siguen cayendo durante mucho tiempo sobre la inquieta superficie del océano, en forma de lluvia macerada. Algunos de ellos se encuentran a la deriva, a decenas de kilómetros del epicentro de la explosión, arrastrados por el viento: resecos, amarillentos y cartilaginosos. A este último grupo pertenecen formaciones que se mantienen completamente separadas del océano vivo durante breves o largos periodos de tiempo, son mucho menos frecuentes que las anteriores y más difíciles de observar. Cuando sus restos fueron identificados por primera vez — erróneamente, como se comprobó mucho más tarde —, se pensó que eran cadáveres de las criaturas que habitaban las hondonadas del océano. A veces parecen estar huyendo, como si fueran unos extraños pájaros multialas, ante nubes de raudos, pero este término, prestado de la Tierra, de nuevo se convierte en una muralla infranqueable. Muy de vez en cuando, en las rocosas orillas de las islas y junto a los grupos de focas, se pueden ver pájaros bobos mientras descansan al sol, o arrastrándose perezosos hacia el mar para fundirse con él. De esta forma, se fue empleando, una y otra vez, la terminología terrestre, humana; en cuanto al primer encuentro… Las expediciones atravesaron centenares de kilómetros por las profundidades de las simetriadas, se dedicaron a colocar instrumental de grabación, cámaras sensibles al movimiento; los ojos televisivos de los satélites artificiales registraron a los mimoides y a los luengones mientras brotaban, al igual que su proceso de maduración y muerte. Las estanterías de las bibliotecas y los archivos se fueron llenando, y el precio que hubo que pagar por ello a menudo fue alto. Fallecieron setecientas dieciocho personas durante los cataclismos, antes de que les diera tiempo a huir del interior de los colosos que se destruyeron; de ellos, ciento seis desaparecieron en una sola catástrofe, famosa porque el propio Giese, entonces un anciano de setenta años, encontró en ella la muerte cuando una simetriada claramente caracterizada se extinguió siguiendo la pauta propia de las asimetriadas. El estallido de una sustancia fangosa absorbió a setenta y nueve personas vestidas con escafandras acorazadas, así como toda su maquinaria e instrumental; más tarde, alcanzó con sus tentáculos a veintisiete pilotos de aviones y helicópteros que sobrevolaban el fenómeno investigado. El lugar, en la intersección del paralelo cuarenta y dos con el meridiano ochenta y nueve, viene señalado en los mapas como Erupción de los Ciento Seis. No obstante, este punto solo existe en los mapas, ya que en la superficie del océano no se distingue ningún resto de aquella tragedia. A raíz de aquellos acontecimientos, por primera vez en la historia de la exploración solarista, se levantaron voces que exigían el empleo de armas termonucleares. En realidad, eso hubiera sido más cruel que la venganza: destruir algo que no éramos capaces de comprender. Tsanken era el segundo del grupo de reserva de Giese; se salvó gracias al error de un transmisor automático que había marcado erróneamente la posición de la simetriada que examinaba el resto del equipo; Tsanken estaba perdido, volando sobre el océano, y solo acudió al lugar de la explosión unos minutos después de que se produjera. Mientras volaba, le dio tiempo a ver el hongo negro. En el momento de tomar una decisión, Tsanken amenazó con hacer explotar la Estación, en la que había diecinueve personas a bordo, incluido él mismo; aunque nunca se reconociera oficialmente que aquel ultimátum suicida influyó en el resultado de la votación, se puede suponer que así fue. Sin embargo, la época de numerosas expediciones visitando el planeta pertenece ya al pasado. La propia Estación — cuya construcción fue supervisada desde los satélites, siendo una obra de ingeniería a una escala tal que la Tierra podría sentirse orgullosa, si no fuera porque el océano, en cuestión de segundos, es capaz de escupir construcciones millones de veces más grandes— fue concebida como un disco de doscientos metros de diámetro, con cuatro pisos en el centro y dos en los laterales, suspendido entre quinientos y mil quinientos metros por encima del océano gracias a la energía aniquiladora de los gravitadores; además, todos los aparatos propios de cualquier estación y de los grandes sateloides de otros planetas se equiparon con unos detectores de radar especiales, destinados a ejercer una fuerza adicional ante cualquier cambio en la planicie del océano, de forma que el disco de acero se elevara hacia la estratosfera en cuanto se detectaran los primeros síntomas del nacimiento de una nueva creación. Ahora la Estación estaba prácticamente deshabitada. Desde que los autómatas fueran encerrados — por motivos que aún desconozco— en los almacenes del sótano, uno podía circular por los pasillos sin encontrarse con nadie, como en el naufragio de un buque a la deriva cuya maquinaria hubiera sobrevivido al exterminio de su tripulación. Mientras colocaba el noveno volumen de la monografía de Giese en la estantería me pareció que el acero, cubierto por una capa de blanda espuma plástica, temblaba bajo mis pies. Me quedé inmóvil, pero el temblor no se repitió. La biblioteca estaba perfectamente aislada del resto del edificio, así que solo podía haber una causa para esa sacudida: el despegue de un cohete de la Estación. Aquel pensamiento me devolvió a la realidad. Aún no me había decidido del todo a volar, tal como me había pedido Sartorius. Fingiendo que aceptaba sus planes al pie de la letra, lo único que conseguía era aplazar la crisis; estaba casi convencido de que la confrontación se produciría, porque estaba decidido a hacer todo lo posible para salvar a Harey. La cuestión era si Sartorius tenía posibilidades de éxito. Su ventaja sobre mí era inmensa: como físico conocía el problema diez veces mejor que yo y lo único con lo que, paradójicamente, yo podría contar, sería la perfección de las soluciones que nos brindaba el océano. Pasé la siguiente hora revisando minuciosamente los microfilms, intentando pescar cualquier cosa comprensible del mar de infernales matemáticas, a cuyo lenguaje recurría la física de procesos de neutrinos. En un principio, la búsqueda me pareció desesperante porque había nada más y nada menos que cinco teorías acerca de los campos de neutrinos, a cual más ininteligible: señal inequívoca de que ninguna era perfecta. No obstante, al final, conseguí encontrar algo prometedor. Estaba anotando las fórmulas cuando alguien llamó a la puerta. Me acerqué rápidamente y la abrí tapando el hueco con mi cuerpo. Vi la cara de Snaut, reluciente por el sudor. Detrás de él, el pasillo estaba vacío. — Ah, eres tú —dije, entreabriendo la hoja —. Entra. — Sí, soy yo — contestó. Tenía la voz ronca y bolsas bajo sus enrojecidos ojos; llevaba puesto un reluciente delantal antirradiactivo de goma, con tirantes elásticos; por debajo le sobresalían las sucias perneras de su pantalón de siempre. Recorrió con la vista la sala circular, iluminada uniformemente, y se quedó inmóvil al ver a Harey, al fondo, de pie junto a la butaca. Intercambiamos una rápida mirada, entorné los ojos, él hizo una leve reverencia y yo, empleando un tono sociable, dije: — Es el doctor Snaut, Harey. Snaut, ella es Harey… mi mujer. — Soy… un miembro de la tripulación muy poco visible y por eso… — la pausa se alargó peligrosamente —, no he tenido ocasión de conocerla… — Harey sonrió, alargó la mano que él, a mi modo de ver con cierta estupefacción, estrechó. Parpadeó varias veces y permaneció de pie, mirándola hasta que lo tomé del hombro. — Discúlpeme — le dijo y luego se dirigió a mí —. Me gustaría hablar contigo, Kelvin… — Por supuesto — contesté con gran desenvoltura; la escena parecía sacada de un vodevil, pero no podía hacer otra cosa —. Harey, cariño, no te molestes. El doctor y yo tenemos que hablar de nuestros aburridos asuntos. Sin esperar más me lo llevé, agarrándolo del codo, hacia una zona de pequeñas butacas, al otro lado de la sala. Harey se sentó en el sillón que yo había ocupado antes, pero lo colocó de forma que, con solo levantar la cabeza del libro, podía vernos. — ¿Qué pasa? — pregunté en voz baja. — Me he divorciado — contestó en el mismo tono, quizás un poco más alto. Es posible que me hubiese echado a reír de haberme contado alguien una historia que empezase de aquel modo, pero en la Estación mi sentido del humor estaba anulado —. Desde ayer he vivido varios años, Kelvin — añadió —. Unos cuantos años. ¿Y tú? — Nada… — contesté, tras un breve silencio porque no sabía muy bien qué decir. Me caía bien, pero presentía que tenía que tener cuidado con él, o más bien, con lo que le había empujado a venir a verme. — ¿Nada? — repitió con el mismo tono —. Entonces, ¿es tan…? — ¿A qué te refieres? — fingí que no entendía. Snaut entornó los ojos inyectados en sangre, se inclinó tanto que noté el calor de su aliento sobre mi cara y susurró: — Nos estamos estancando, Kelvin. Ya no puedo comunicarme con Sartorius, lo único que sé es lo que te escribí, lo que me dijo después de nuestra memorable conferencia… — ¿Ha desconectado el visófono? — pregunté. — No. Ha sufrido un cortocircuito. Puede que lo haya provocado él mismo, o… — Hizo un movimiento con el puño, como si estuviera rompiendo algo. Lo miré sin pronunciar palabra. La comisura izquierda de sus labios se alzó en una sonrisa desagradable. — Kelvin, he venido a verte porque… No terminó la frase. — ¿Qué piensas hacer? — ¿Te refieres a la carta? — pregunté lentamente —. Puedo hacerlo, no veo motivo para echarme atrás; precisamente por eso me he metido aquí, para hacerme a la idea de… — No — me interrumpió —. No me refería a… — ¿No? — dije disimulando la sorpresa —. Entonces, te escucho. — Sartorius — murmuró pasados unos instantes —. Parece convencido de haber encontrado el camino… ya sabes. No apartaba la vista. Permanecí sentado con tranquilidad, esforzándome por adoptar una expresión de indiferencia. — En primer lugar, está aquella historia con el aparato de rayos X. Lo que Gibarian hizo con él, ¿te acuerdas? Es posible introducir una modificación… — ¿Cuál? — Se limitaron simplemente a dirigir un haz de rayos sobre el océano y a modular su intensidad según diferentes modelos. — Sí, ya lo sé. Nilin ya lo hizo. Y muchos otros. — Sí, pero emplearon radiación débil. Aquella otra fue muy poderosa, lanzaron contra el océano todo lo que tenían, toda la potencia. — Esto podría tener consecuencias desagradables — apunté —. Es una clara violación de la Convención de los Cuatro y de la onu. — Kelvin… no finjas. Eso no tiene ahora ninguna importancia. Gibarian está muerto. — Ya. ¿Sartorius quiere echarle toda la culpa? — No lo sé. No lo hemos comentado. No importa. Sartorius cree que si los «visitantes» aparecen únicamente cuando nos despertamos será porque el océano nos extrae la fórmula mientras dormimos. En su opinión, nuestro estado más importante es el del sueño. Por eso actúa así. Y por eso Sartorius quiere hacerle llegar nuestro estado de vigilia, nuestros pensamientos conscientes, ¿entiendes? — ¿Cómo? ¿Por correo? — Déjate de chistes. El haz de rayos será modelado por las corrientes procedentes del cerebro de uno de nosotros. De pronto, lo vi todo claro. — Ah — dije —. Y se supone que ese alguien soy yo, ¿verdad? — Sí. Él ha pensado en ti. — Muchas gracias. — ¿Qué te parece? Me mantuve en silencio. Él, sin decir nada, observó atentamente a Harey, que seguía absorta en la lectura, y volvió a mirarme a la cara. Me estaba poniendo pálido. No podía controlarlo. — Entonces, ¿cómo…? — dijo. Me encogí de hombros. — Me parece que la utilización de los rayos X para soltar un sermón acerca de la grandeza del hombre es una ridiculez. Y a ti también te lo parecerá. ¿O quizás no? — ¿Sí? — Sí. — Pues muy bien — dijo y sonrió como si hubiera cumplido uno de sus deseos —. ¿Estás en contra, entonces, del proyecto de Sartorius? Aún no comprendía cómo había sucedido, pero por su mirada deduje que me acababa de llevar donde pretendía. Guardé silencio, ¿qué más podía añadir? — Perfecto — dijo —. Porque existe otro proyecto: transformar el aparato de Roche. — ¿El aniquilador? — Sí. Sartorius ya ha realizado unos cálculos iniciales. Es factible. Y ni siquiera requerirá mucha potencia. El aparato funcionará las veinticuatro horas, por un tiempo ilimitado, generando un campo negativo. —¡Espera…! ¡¿En qué consistirá?! — Muy sencillo. Consistirá en un campo negativo de neutrinos. La materia común no sufrirá cambios. Lo único que se desintegrará serán… las estructuras de neutrinos, ¿comprendes? Sonreía con satisfacción, mientras yo lo miraba con la boca abierta. Poco a poco, su sonrisa fue desapareciendo. Me escrutaba con la frente arrugada, a la espera. — Queda entonces descartado el primer proyecto «Pensamiento», ¿verdad? En cuanto al segundo, Sartorius ya está en ello. Lo llamaremos «Libertad». Cerré los ojos por un momento. De pronto tomé una decisión. Snaut no era físico. Sartorius había desconectado, o quizás destruido, el visófono. De acuerdo. — Yo, más bien, lo llamaría «Matadero» — dije despacio. — Tú mismo actuaste de matarife. ¿O no? Ahora se trata de algo completamente distinto. Nada de «visitantes», nada de criaturas F, nada. Ya desde el mismo instante de la materialización se producirá la desintegración. — Hay un malentendido — contesté, negando con la cabeza mientras sonreía de un modo que esperaba que resultara lo suficientemente indiferente —. No son escrúpulos morales, sino instinto de supervivencia. No quiero morir, Snaut. — ¿Qué? Estaba sorprendido. Me miraba con recelo. Saqué del bolsillo el arrugado folio con las fórmulas. — Yo también he estado pensando en ello. ¿Te sorprende? Fui yo el primero en plantear la hipótesis de los neutrinos, ¿no es cierto? Fíjate. El campo negativo puede ser provocado. Resulta inofensivo para una materia común, es cierto. Pero en el momento de la desestabilización, cuando la estructura de neutrinos se desintegra, tan solo se libera el exceso de energía de sus enlaces. Si admitimos, por cada kilogramo de sustancia en reposo, 10 ergios, obtenemos por cada criatura F entre cinco y siete veces 10 . ¿Sabes lo que significa? El equivalente de una pequeña carga de uranio que explotará dentro de la Estación. —¡Qué estás diciendo! Pero… seguro que Sartorius lo habrá tenido en cuenta… — No necesariamente — negué con una sonrisa maliciosa —. Verás, se trata de lo siguiente: Sartorius pertenece a la escuela de Frazer y Cajolli. Según ellos, toda la energía de los enlaces queda liberada, en el momento de la desintegración, en forma de radiación lumínica, que se manifestaría, simplemente, como un fuerte resplandor, no del todo seguro, pero tampoco destructivo. Sin embargo, existen otras hipótesis, otras teorías acerca del campo de neutrinos. Según Cayatt, según Avalov, según Siona, el espectro de la emisión es mucho más amplio y el máximo recae en las radiaciones gamma. Está bien que Sartorius confíe por su parte en sus maestros y en su teoría, pero existen otras, Snaut. Y te diré algo más, Snaut — seguí al comprobar que mis palabras lo habían impresionado —. Habrá que tener en cuenta también al océano. Si ha hecho lo que ha hecho, con seguridad habrá empleado el método óptimo. En otras palabras: su actitud me parece un argumento a favor de la otra escuela, en contra de Sartorius. — Déjame esa hoja, Kelvin… Se la tendí. Inclinó la cabeza, intentando descifrar mis garabatos. — ¿Qué es esto? — señaló con el dedo. Cogí el folio. — ¿Esto? El tensor de la transmutación de campo. — Dámelo… — ¿Para qué? —pregunté, sabiendo lo que iba a contestar. — Se lo tengo que enseñar a Sartorius. — Como quieras — contesté con indiferencia —. Puedo dártelo, pero verás: nadie lo ha comprobado mediante experimentos, aún no conocíamos semejantes estructuras. Él confía en Frazer y yo he hecho mis cálculos según Siona. Te dirá que yo no soy físico y que tampoco lo es Siona. Al menos, según su criterio. Pero esto es discutible y yo no estoy dispuesto a mantener una discusión a consecuencia de la cual podría evaporarme, para mayor gloria de Sartorius. A ti, sí puedo convencerte, a él no. Y no lo intentaré. — ¿Qué piensas hacer entonces? Él ya está trabajando en ello — dijo Snaut sin expresión. Se encorvó, completamente desanimado. No sabía si confiaba en mí, pero me daba igual. — Lo que haría cualquier hombre si intentaran matarlo — contesté en voz baja. — Trataré de contactar con él. Quizás tenga en mente algún tipo de protección — murmuró Snaut. Me miró —. Escucha, ¿y si, de todas formas…? El primer proyecto, ¿qué me dices? Sartorius estará de acuerdo. Seguro que sí. Quiero decir… En cualquier caso… es una oportunidad… — ¿Lo crees de veras? — No — contestó enseguida —. Pero ¿qué más da? No quería ceder demasiado pronto, eso era precisamente lo más importante. Necesitaba que fuera mi aliado a la hora de ganar tiempo. — Lo pensaré —dije. — Entonces, me voy — murmuró al incorporarse. Todos sus huesos crujieron cuando se levantó del sillón —. ¿Te dejarás hacer un encefalograma? — preguntó, frotándose los dedos contra el delantal, como si intentara eliminar una mancha invisible. — Está bien — dije. Sin prestar atención a Harey (observaba la escena en silencio, con su libro en el regazo), se acercó a la puerta. Cuando la cerró, me levanté. Extendí la hoja que sujetaba en la mano. Las fórmulas eran correctas. No las había falsificado. Dudo que Siona hubiese reconocido mi desarrollo. Seguramente no. Me sobrecogí. Harey se me acercó por detrás y me tocó en el hombro. —¡Kris! — Dime, cariño. — ¿Quién era? — Ya te lo dije, el doctor Snaut. — ¿Qué tipo de persona es? — Lo conozco poco. ¿Por qué lo preguntas? — Me miraba de una forma… — Seguro que le gustas. — No — sacudió la cabeza —. No era ese tipo de mirada. Me miraba como si… como… Se estremeció, me miró, pero enseguida bajó los ojos. — Vayámonos de aquí… OXÍGENO LÍQUIDO No sé cuánto tiempo estuve tumbado a oscuras en mi habitación: aturdido y ensimismado, miraba la iluminada esfera del reloj que llevaba en la muñeca. Me concentré en mi propia respiración, pensando en algo que me había sorprendido, pero todo aquello — tanto el ensimismamiento como la sorpresa— me producían una indiferencia que atribuí al cansancio. Me puse de lado, la cama me parecía demasiado ancha, echaba en falta algo. Contuve la respiración. Se hizo un completo silencio. Me quedé inmóvil. No se oía ni el más mínimo susurro. ¿Harey? ¿Por qué no la escuchaba respirar? Empecé a palpar las sábanas: estaba solo. Quise llamar a Harey, pero oí unos pasos. Se acercaba alguien grande y pesado como… — ¿Gibarian? — pregunté tranquilo. — Sí, soy yo. No enciendas la luz. — ¿No? — No hace falta. Será mejor para los dos. — ¿Pero no habías muerto? — No importa. ¿Es que no reconoces mi voz? — Sí. ¿Por qué lo hiciste? — Tuve que hacerlo. Llegaste con un retraso de cuatro días. Si hubieras venido antes, quizás no habría hecho falta, pero no te lo recrimines. No estoy mal. — ¿De veras estás aquí? — Ah, ¿crees estar soñando conmigo, como sueñas con Harey? — ¿Dónde está? — ¿Cómo sabes que lo sé? — Me lo imagino. — Guárdatelo para ti mismo. Digamos que estoy aquí en su lugar. — Pero yo quiero que ella también esté. — Eso es imposible. — ¿Por qué? Escucha, ¿sabes que en realidad no eres tú, sino que soy yo? — No. Soy yo de verdad. Si quieres ser meticuloso, puedes seguir diciendo que no soy yo. No malgastemos las palabras. — ¿Te marcharás? — Sí. — ¿Y entonces ella volverá? — ¿Te importa? ¿Qué significa para ti? — Es asunto mío. — Pero le tienes miedo. — No. — Y te da asco… — ¿Qué quieres de mí? — Apiádate de ti, no de ella. Ella siempre tendrá veinte años. ¡Deja de fingir que no lo sabes! De pronto, sin saber por qué, me serené. Estaba escuchándolo, completamente calmado. Tuve la impresión de que ahora estaba más cerca, a los pies de la cama, pero seguía sin distinguir nada en la oscuridad. — ¿Qué quieres? — pregunté en voz baja. Mi tono le sorprendió y, durante un instante, no dijo nada. — Sartorius ha convencido a Snaut de que le habías engañado. Ahora te están buscando. Con el pretexto del aparato de rayos X, están construyendo un aniquilador de campo. — ¿Dónde está ella? — ¿No has oído lo que te he dicho? ¡Te he avisado! — ¿Dónde está ella? — No lo sé. Ten cuidado: necesitarás un arma. No puedes contar con nadie. — Puedo contar con Harey — dije. Oí un ruido lejano y continuo. Gibarian se estaba riendo. — Por supuesto que puedes contar con ella. Hasta cierto punto. Al fin y al cabo, siempre puedes hacer lo mismo que yo. — Tú no eres Gibarian. — Ya. ¿Y quién soy? ¿Quizás tu sueño? — No. Eres su pelele, pero no lo sabes. —¡¿Y cómo sabes quién eres tú?! Aquello me hizo pensar. Quería levantarme, pero no fui capaz. Gibarian seguía hablando. No entendía lo que decía, tan solo escuchaba su voz, luchaba desesperadamente contra la debilidad de mi cuerpo; después de un último intento, me desperté. Tragaba aire como un pez medio asfixiado. Era noche cerrada. Había sido un sueño. Una pesadilla. Un momento… «el dilema que no sabemos resolver. Nos perseguimos a nosotros mismos. Los Polytheria emplearon únicamente una especie de amplificador selectivo de nuestros pensamientos. Empeñarse en buscar el origen de este fenómeno sería caer en el antropomorfismo. En un lugar en el que no hay seres humanos, tampoco existen motivos accesibles a los seres humanos. Con tal de continuar con el plan de la investigación, sería preciso destruir los propios pensamientos o, en todo caso, su realización material. Lo primero no está en nuestro poder. Lo segundo guarda demasiado parecido con un asesinato». Me dediqué a escuchar en la penumbra aquella voz, regular y lejana, cuyo timbre había reconocido inmediatamente: era Gibarian hablando. Extendí las manos y comprobé que la cama estaba vacía. «Me he despertado dentro de otro sueño», pensé. — ¿Gibarian? — dije. La voz se interrumpió inmediatamente, en mitad de una frase. Algo sonó muy bajito y sentí el soplo del viento en la cara. — Hay que ver, Gibarian — murmuré mientras bostezaba —. Me vas acosando de sueño en sueño… ¡cómo eres! Oí un susurro a mi lado. —¡Gibarian! — repetí más alto. Los muelles de la cama crujieron. — Kris… soy yo — escuché un murmullo muy cerca. — Eres tú, Harey. ¿Y Gibarian? — Kris… Kris… pero si él está… tú mismo dijiste que había muerto… — Puede estar vivo dentro de un sueño — dije, hablando muy despacio. Ya no estaba tan seguro de que se tratara de un sueño —. Me ha estado contando cosas. Ha estado aquí —solté. Tenía un sueño atroz. «Si tengo sueño, será que estoy durmiendo». Mientras pensaba en esas estupideces, deslicé los labios por el hombro de Harey y me acomodé. Para cuando me respondió, yo ya lo había olvidado todo. A la mañana siguiente, el sol iluminaba en rojo la habitación y recordé los acontecimientos de la noche. Había soñado que conversaba con Gibarian, pero ¿qué pasó después? Había oído su voz, podría jurarlo, aunque no recordaba bien qué había dicho. No parecía una conversación, sino, más bien, una conferencia. ¿Una conferencia? Harey se estaba lavando. Podía escuchar el chapoteo del agua en el baño. Eché un vistazo debajo de la cama donde, unos días atrás, había arrojado el magnetófono. Ya no estaba allí. —¡Harey! — grité. Su cara chorreando agua asomó por detrás del armario. — ¿No habrás visto, por un casual, un magnetófono bajo la cama? Uno pequeño, de bolsillo… — Había varias cosas. Las puse todas allí. —Señaló una estantería junto al botiquín y desapareció en el baño. Me levanté de un salto, pero mi búsqueda resultó infructuosa. — Has tenido que verlo — dije cuando regresó a la habitación. No contestó, se estaba peinando delante del espejo. Fue entonces, mientras nuestras miradas se cruzaban en el espejo, cuando me fijé en lo pálida que estaba y en cómo me miraba, escrutándome. — Harey — insistí, como un borrico —, el magnetófono no está en la estantería. — ¿No tienes nada más importante que decirme? — Lo siento — murmuré —, tienes razón. Es una tontería. ¡Solo me faltaba una pelea! Después, fuimos a desayunar. Ese día, Harey lo hacía todo de forma distinta a la habitual, pero no fui capaz de definir la diferencia. Miraba alrededor, en varias ocasiones no oyó lo que le estaba diciendo, totalmente ensimismada. Y, una vez, al levantar la cabeza, me di cuenta de que le brillaban los ojos. — ¿Qué te ocurre? — bajé la voz hasta susurrar —. ¿Estás llorando? — Oh, déjame. No son lágrimas de verdad — gimió. Quizás no hubiera debido bastarme esa respuesta, pero no había nada que temiera más que las «conversaciones sinceras». Además, tenía otra cosa en la cabeza: aunque estaba convencido de que las intrigas de Snaut y Sartorius no habían sido más que un sueño, me pregunté si en la Estación habría algún tipo de arma de fácil manejo. No me planteaba qué hacer con ella, simplemente quería hacerme con una. Informé a Harey de que tenía que pasar por la bodega y por los almacenes. Me siguió en silencio. Revisé las cajas, rebusqué entre los cohetes y, una vez en el sótano, no pude evitar echar un vistazo dentro de la cámara frigorífica. Sin embargo, no quería que Harey entrara allí, por lo que entorné la puerta y barrí el cuarto con la vista. La oscura lona se abombaba, cubriendo la alargada silueta, pero desde mi ubicación no era capaz de ver si la mujer negra aún seguía allí. Me pareció que estaba vacío. No di con nada que me sirviera. Seguí dando vueltas, cada vez de peor humor, hasta que de repente me di cuenta de que Harey no estaba conmigo. No tardó en volver — se había quedado en el pasillo —, pero el mero hecho de que intentara alejarse de mí, lo cual, incluso aunque fuera un instante, le costaba mucho, debería haberme dado que pensar. Sin embargo, yo seguía comportándome como si estuviera enfadado, sin saber con quién, o simplemente como un cretino. Empezaba a dolerme la cabeza, pero no encontré ninguna pastilla y, rabioso, puse patas arriba el contenido del botiquín. Tampoco tenía ganas de acudir a la sala de operaciones, estaba muy raro aquel día. Harey deambulaba por el camarote como una sombra, desapareciendo de vez en cuando, y por la tarde, ya después de comer (lo cierto es que ella no había comido nada y yo, sin apetito por culpa de la cabeza que me estallaba, ni siquiera traté de animarla), se sentó inesperadamente a mi vera y comenzó a deshilachar la manga de mi jersey. — ¿Qué pasa? — murmuré mecánicamente. Quería subir, porque me había parecido oír, por las tuberías, el débil eco de unos golpes que indicaban que Sartorius andaba maquinando algo con los aparatos de alta tensión, pero se me quitaron las ganas de golpe al pensar que tendría que llevarme a Harey, cuya presencia, medio justificada en la biblioteca, allí, entre los aparatos, podría ocasionar algún desafortunado comentario de Snaut. — Kris — susurró —, ¿estamos bien juntos? Suspiré sin querer, no se puede decir que aquel día yo fuera feliz. — Mejor que nunca. ¿Qué pasa ahora? — Me gustaría hablar contigo. — Dime. Te escucho. — Así no. — ¿Entonces cómo? Vale. Ya sabes que me duele la cabeza, te he dicho que tengo un montón de problemas… — Muestra un poco de buena voluntad, Kris. Me obligué a sonreír, seguro que fue penoso. — Sí, cariño. Dime. — ¿Me vas a decir la verdad? Arqueé las cejas. No me gustaba cómo empezaba aquello. — ¿Por qué iba a mentirte? — Quizás tengas tus razones. Serias razones. Pero si quieres que… bueno, ya sabes…, entonces, no me mientas. Guardé silencio. — Yo te contaré una cosa y tú a mí otra. ¿Vale? Será la verdad. Sea cual sea. No estaba mirándola a los ojos, fingí no darme cuenta de que su mirada buscaba encontrarse con la mía. — Ya te he dicho que no sé cómo he llegado hasta aquí. Quizás tú sepas algo. Espera, me toca a mí. Quizás tampoco lo sepas. Pero si lo sabes, y ahora no puedes decírmelo, tal vez lo hagas más adelante, en otro momento. No sería lo peor. En cualquier caso, me darás una oportunidad. Tenía la sensación de que una corriente gélida me atravesaba el cuerpo. — Mi niña, ¿qué estás diciendo? ¿Qué oportunidad? — balbuceé. — Kris, sea quien sea, seguro que no soy una niña. Me has hecho una promesa. Responde. Aquel «sea quien sea» hizo que se me pusiera un nudo en la garganta, así que no podía hacer otra cosa que mirarla fijamente, como un tonto, negando con la cabeza, como si me resistiera a escucharlo todo. — Te estoy diciendo que no tienes por qué contármelo. Bastará con que me digas que no puedes. — No te estoy ocultando nada… — contesté con voz ronca. — Entonces, perfecto — replicó al tiempo que se levantaba. Yo quería decir algo, sentía que no podía dejarla así, pero todas las palabras quedaban ahogadas. — Harey… Estaba de espaldas a mí, junto a la ventana. El océano azul marino yacía bajo el cielo desnudo. — Harey, si piensas que… Harey, sabes perfectamente que te quiero… — ¿A mí? Me acerqué a ella. Intenté abrazarla. Se liberó, apartando mi mano. — Eres tan bueno… — dijo —. ¿Me quieres? ¡Preferiría que me pegaras! — Harey, ¡cariño! —¡No! No. Será mejor que no digas nada. Se acercó a la mesa y se puso a recoger los platos. Yo miraba el vacío azul marino. El sol estaba bajando y la enorme sombra de la Estación se mecía rítmicamente sobre las olas. Uno de los platos se le escapó a Harey de las manos y cayó al suelo. El agua gorgoteaba en el fregadero. El color bermejo, al llegar a los bordes del firmamento, se transformaba en un oro con tonos de rojo sucio. Si hubiera sabido qué hacer. Oh, si lo hubiera sabido… De repente, se hizo el silencio. Harey se colocó justo detrás de mí. — No. No te des la vuelta — dijo, bajando el tono de voz hasta el susurro —. Tú no tienes la culpa de nada, Kris. Lo sé. No te preocupes. Estiré mi mano hacia ella. Se escapó al fondo del camarote y cogiendo una pila de platos, dijo: — Qué pena. Si pudieran romperse, los rompería, ¡oh, los rompería todos! Por un momento pensé que de verdad los iba a arrojar al suelo, pero me lanzó una rápida mirada y sonrió. — No tengas miedo, no te voy a hacer una escena. Me desperté en mitad de la noche, tenso y alerta; me senté en la cama; la habitación estaba a oscuras y por la puerta entraba la tenue luz del pasillo. Algo silbaba con persistencia y el sonido fue aumentando, acompañado por unos golpes sordos y amortiguados, como si un objeto grande aporreara el otro lado de la pared. ¡Un meteoro! — se me pasó por la cabeza —. Ha debido de atravesar la coraza. Al escuchar un prolongado estertor, me di cuenta de que había alguien allí. Me despejé del todo. Estaba en la Estación, no en un meteoro ni en un cohete, ¡aquel horrible ruido debía de ser…! Salí disparado al pasillo. La puerta del pequeño taller estaba abierta de par en par, la luz encendida. Entré corriendo. Me envolvió un tremendo soplo de aire frío. Un vaho que cuajaba el aliento, y lo transformaba en nieve, llenaba la habitación. Numerosos copos sobrevolaban un cuerpo que, envuelto en un albornoz, se golpeaba débilmente contra el suelo. Apenas pude distinguirla en medio de aquella nube gélida; me abalancé sobre ella, la agarré por la cintura; la bata me quemaba las manos y ella gemía. Salí corriendo al pasillo; pasé junto a varias puertas y ya no notaba el frío; solo su aliento, que le salía de la boca en forma de nubecillas de vaho, me seguía quemando el hombro como el fuego. La deposité sobre la mesa, desgarré el albornoz a la altura del pecho y, por un segundo, me quedé mirando su cara congelada y temblorosa; la sangre coagulada cubrió los labios despegados con una capa negra y varios cristales de hielo brillaron sobre su lengua… Oxígeno líquido. Había oxígeno líquido en el laboratorio, en los vasos de Dewar. Cuando levanté a Harey, noté cómo el cristal crujiente se partía bajo mis pies. ¿Cuánto pudo haber tomado? Qué más daba. La tráquea quemada, la garganta, los pulmones, todo: el oxígeno líquido es más corrosivo que los ácidos. Su respiración, chirriante y seca como el sonido del papel rasgado, se volvía cada vez más superficial. Tenía los ojos cerrados. Estaba agonizando. Vi los enormes armarios acristalados llenos de instrumental y de medicamentos. ¿Una traqueotomía? ¿Intubarla? ¡Si carecía ya de pulmones! Estaban quemados. ¿Medicarla? ¡Había tantas medicinas! Filas de frascos de colores y de cajas se amontonaban en los estantes. El estertor llenaba toda la sala, la niebla seguía brotando de su boca entreabierta. Los termóforos… Me puse a buscarlos, pero antes de que consiguiera dar con ellos, alcancé a zancadas el segundo armario: removí, dejándolas caer, cajas de viales; ahora, una jeringuilla, ¿dónde? en los esterilizadores; no conseguía montarla, tenía las manos congeladas, los dedos estaban tiesos y no se doblaban. Empecé a dar golpes desesperados contra la tapa del esterilizador, pero no sentía ningún dolor, si acaso un leve hormigueo. Ella, tumbada, gimió con más intensidad. Me acerqué de un salto. Tenía los ojos abiertos. —¡Harey! Ni siquiera era un susurro. No podía decir nada. Mi cara era una cara ajena, hecha de yeso, incómoda. Sus costillas se movían deprisa bajo la blanca piel; el cabello, empapado por la nieve derretida, se esparció por el cabecero. No dejaba de mirarme. —¡Harey! Fue todo cuanto pude decir. Estaba de pie, rígido como un tronco, con aquellas manos de madera que no me pertenecían; los pies, los labios, los párpados comenzaban a escocerme cada vez más, pero apenas lo notaba; una gota de sangre licuada por el calor resbaló por su mejilla dibujando una diagonal. Su lengua tembló y desapareció, aún seguía gimiendo. La cogí de la muñeca, apenas tenía pulso, le abrí aún más el albornoz y acerqué mi oído a su cuerpo helado, justo por debajo del pecho. A través de un zumbido que sonaba a incendio, escuché el galope de sus latidos, demasiado rápidos para poder ser contados. Mientras me inclinaba, con los ojos cerrados sobre ella, algo me tocó la cabeza. Era ella, que había enredado sus dedos en mi pelo. La miré a los ojos. — Kris — gimió. Agarré su mano, me respondió con un apretón que casi me la aplasta, su cara se retorcía en una tremenda mueca. Entonces se desmayó, entre los párpados entornados se veía el blanco de sus ojos, de la garganta escapó un estertor y el cuerpo entero se estremeció a causa de los vómitos. Colgada del borde de la mesa, apenas si conseguí asirla. Se golpeó la cabeza repetidas veces con el borde de un embudo de porcelana. Yo la sujetaba, presionando su cuerpo contra la mesa, pero ella conseguía liberarse con cada espasmo. Enseguida empecé a sudar y me flaquearon las piernas. Cuando cesaron los vómitos, intenté volver a tumbarla. Cogía aire a bocanadas roncas. De pronto, en medio de aquella horrible y ensangrentada cara, los ojos de Harey se iluminaron. — Kris — gimió —, ¿cuánto… cuánto tiempo, Kris? Empezó a ahogarse y a echar espuma por la boca; de nuevo, los vómitos retorcieron su cuerpo. Recurrí a las pocas fuerzas que me quedaban para inmovilizarla. Sus dientes castañearon cuando se tumbó. — No, no, no — repetía deprisa con cada respiración y cada una de ellas parecía ser la última. Los vómitos regresaron una vez más y de nuevo se retorció entre mis brazos, mientras, durante los breves intervalos entre un ataque y el siguiente, aspiraba el aire con tanta dificultad que parecía que las costillas se le iban a salir del pecho. Por fin, los párpados cubrieron sus ojos ciegos, entreabiertos. Se quedó rígida. Creí que aquello era el final. Ni siquiera intenté eliminar los restos de espuma rosa de sus labios; seguía inclinado sobre ella y, a lo lejos, oía el sonido de una enorme campana, mientras aguardaba su último aliento para, justo después, derrumbarme en el suelo; pero ella seguía respirando, ya casi sin estertores, cada vez más bajo, y la parte alta del pecho, que había dejado de temblar, se movía al ritmo enloquecido de su corazón. Derrotado, vi cómo su cara empezaba a sonrosarse. Aún no comprendía nada, únicamente las palmas de las manos me sudaban y me pareció que me estaba quedando sordo, tenía la sensación de que algo mórbido, elástico, me tapaba los oídos; pese a ello, seguía escuchando las campanadas, ahora ya ahogadas, como si el badajo se hubiera partido. Abrió los ojos y nuestras miradas se cruzaron. «Harey», quise decir, pero echaba en falta la boca, mi cara parecía la de una momia y solo podía mirar; sus ojos recorrieron la habitación y movió la cabeza. El silencio era casi absoluto; a lo lejos, en otro mundo, el agua goteaba rítmicamente de un grifo mal cerrado. Se incorporó sobre el codo. Yo retrocedí, mientras ella me observaba: — ¿Qué…? —dijo —. ¿Qué…? ¿No ha funcionado? ¿Por qué? ¿Por qué me miras así? Y de repente, gritó con estrépito: —¡¿Por qué miras así?! Se hizo el silencio. Ella se miró las manos y movió los dedos. — ¿Soy yo…? — dijo. — Harey — pronuncié sin aliento, solo con los labios. Levantó la cabeza. — ¿Harey…? — repitió. Se deslizó despacio hasta el suelo y se puso de pie. Se tambaleó, recuperó el equilibrio y avanzó unos pasos. Ejecutó todas aquellas acciones con estupefacción, mirándome sin verme. — ¿Harey…? — repitió despacio nuevamente —. Pero… yo… no soy Harey. ¿Quién soy… yo? ¿Harey? ¡¿Y tú, y tú?! De repente, se le dilataron las pupilas, le brillaban, y la sombra de una sonrisa de sorpresa absoluta le iluminó la cara. — ¿Quizás, tú también? ¡Kris! ¡¿Quizás, tú también?! No dije nada, apoyaba la espalda contra el armario, hacia donde me había empujado el miedo. Extendió los brazos. — No — dijo —. No, porque tienes miedo. Escucha, yo no puedo. Así no se puede. No sabía nada. Ahora sigo sin entender nada. Eso no es posible. Yo — apretaba sus manos blancas contra el pecho— no sé nada, aparte de…, ¡aparte de que soy Harey! ¿Crees que estoy fingiendo? No estoy fingiendo, palabra de Dios, no estoy fingiendo. La última frase se transformó en un gemido. Cayó al suelo, sollozando; aquel grito me rompió por dentro, la alcancé de una zancada, la cogí en brazos; se defendía, me apartaba, llorando sin lágrimas y gritando: —¡Suelta! ¡Suéltame! ¡Te doy asco! ¡Lo sé! ¡Así no quiero! ¡No quiero! Tú mismo estás viendo que no soy yo, no soy yo, no soy yo… —¡Cállate! — grité mientras la sacudía; ambos chillábamos como desquiciados, de rodillas el uno frente al otro. La cabeza de Harey se agitaba, golpeándome el hombro, mientras yo la abrazaba contra mí, con todas mis fuerzas. De repente, nos quedamos inmóviles, jadeando. El agua seguía goteando rítmicamente del grifo. — Kris… — balbuceó escondiendo el rostro en mi hombro —, dime qué he de hacer para dejar de existir, Kris… —¡Para! — grité. Levantó la cara. Me clavó la mirada. — ¿Cómo…? ¿Tú tampoco lo sabes? ¿No se puede hacer nada? ¿Nada? — Harey… por el amor de Dios… — Quería… tú mismo lo has visto. No. No. Suéltame, ¡no quiero que me toques! Te doy asco. —¡No es verdad! — Estás mintiendo. Tengo que darte asco. Yo… yo misma… también. Si pudiera. Si solo pudiera… — ¿Te matarías? — Sí. — Pero yo no quiero, ¿entiendes? No quiero que te mates. ¡Quiero que estés aquí conmigo, no necesito nada más! Sus enormes ojos pardos me estaban devorando. — Qué bien mientes… — dijo muy bajito. La solté y me levanté. Ella se sentó en el suelo. — Dime qué tengo que hacer para que creas que estoy diciendo lo que pienso. Que es la verdad. No hay otra. — No puedes estar diciendo la verdad. Yo no soy Harey. — ¿Y quién eres? Guardó silencio durante un buen rato. Su barbilla tembló varias veces antes de que, inclinando la cabeza, susurrara: — Harey…, pero… Pero sé que no es verdad. No soy yo a quien… querías allí, hace tiempo… — Sí —dije —. Lo que existía, ahora no está. Ha muerto. Pero a ti, aquí, sí te quiero. ¿Comprendes? Sacudió la cabeza. — Eres bueno. No pienses que no sé valorar todo lo que has hecho. Lo has hecho lo mejor que has podido. Pero con esto no se puede hacer nada. Sentada en tu cama, hace tres días, por la mañana, esperando a que te despertaras, no sabía nada. Tengo la sensación de que ha pasado mucho tiempo. Me comportaba como si estuviera fuera de mis cabales. Tenía una niebla en la cabeza. No recordaba lo que había sucedido antes, ni después, y nada me sorprendía, como ocurre después de una anestesia o de una larga enfermedad. Incluso llegué a pensar que había estado enferma y que tú no querías decírmelo. Sin embargo, más adelante, cada vez sucedían más cosas que me hacían pensar. Sabes a qué cosas me refiero. Caí en la cuenta tras aquella conversación que mantuviste, en la biblioteca, con el tal Snaut. Dado que no querías decirme nada, me levanté por la noche y encendí el magnetófono. Fue la única vez que mentí, porque lo escondí después, Kris. ¿Cómo se llama el que habla? — Gibarian. — Sí, Gibarian. Entonces lo entendí todo, aunque, a decir verdad, sigo sin entender nada. Hay una cosa que ignoraba, que yo no puedo… que no soy… que acabará así… no tiene fin. De eso, no proporcionó detalles. Quizás sí lo hizo, pero te despertaste y apagué la cinta. De todas formas, había oído lo suficiente como para averiguar que no soy un ser humano, sino un instrumento. — ¿Qué estás diciendo? — Sí. Destinado a examinar tus reacciones, o algo por el estilo. Cada uno de vosotros posee a uno o una como yo. Se basa en los recuerdos, o en las ideas, reprimidos. Algo así. Tú lo sabes mejor que yo. Él habló de cosas tan horribles, tan increíbles que, si no fuera porque todo encajaba, ¡no lo habría creído! — ¿Qué es lo que encajaba? — Pues que no necesito dormir y que tengo que acompañarte en todo momento. Ayer por la mañana, aún pensaba que me odiabas y eso me hacía infeliz. Dios, ¡qué tonta fui! Pero, di, dímelo tú mismo, ¿hubiera podido imaginar lo que estaba sucediendo de verdad? Si él no odiaba a su visitante, ¡pero de qué forma hablaba de ella! Fue entonces cuando entendí que cualquier cosa que hiciera daría igual, porque, independientemente de todo, para ti tenía que ser una tortura. O, en realidad, mucho peor, porque el utensilio de tortura es inanimado e inocente como una piedra que puede matar al caer. Y me fue imposible imaginar que una herramienta pudiera vivir bien y amar. Me gustaría decirte, al menos, lo que sentí yo después, cuando lo entendí todo, mientras escuchaba la cinta. Quizás te sea útil. Incluso he intentado apuntarlo… — ¿Por eso encendiste la luz? — pregunté, con una voz sofocada que me salía a duras penas de la garganta. — Sí. Pero no sirvió de nada. Porque yo buscaba en mí, sabes… a ellos… a otra cosa, estaba completamente enloquecida, ¡te lo juro! Durante un tiempo, me pareció que no tenía cuerpo bajo la piel, que algo distinto me habitaba, que tan solo, tan solo era una superficie. Una superficie destinada a engañarte. ¿Entiendes? — Entiendo. — Cuando te pasas horas acostado de noche, sin dormir, en ocasiones puedes llegar muy lejos con el pensamiento, y a lugares muy extraños, ¿sabes? — Lo sé. — Pero sentía mi corazón; además, recordé que habías analizado mi sangre. ¿Cómo es mi sangre? Dímelo, dime la verdad. Ahora sí puedes. — Igual que la mía. — ¿De veras? — Te lo juro. — Y eso, ¿qué significa? Después, pensé que había algo oculto en mi interior, que era… que puede ser muy pequeño. Pero no sabía dónde. Creo que, en realidad, solo estaba tratando de excusarme, porque tenía mucho miedo de lo que iba a hacer y buscaba otra salida. Pero, Kris, si mi sangre es igual… si es cierto lo que dices… entonces… No, es imposible. Ya estaría muerta, ¿verdad? Por tanto, hay algo, pero ¿dónde? ¿En la cabeza? Mi manera de pensar es bastante corriente… y no sé nada. Si pensara con ello, debería saberlo todo inmediatamente y, en vez de amarte, solo fingiría, consciente de estar fingiendo… Kris, por favor, dime todo lo que sepas; ¿a lo mejor hay algo que se pueda hacer? — ¿Y qué crees que se puede hacer? No dijo nada. — ¿Quieres morir? — Creo que sí. De nuevo, el silencio. Ella se había encogido, mientras yo, de pie, recorría con los ojos el vacío interior de la sala, las blancas placas del equipamiento, los brillantes utensilios esparcidos, en busca de algo muy necesario que no lograba encontrar. — Harey, ¿puedo decirte algo yo también? Esperó a que yo prosiguiera. — Es cierto que no eres del todo como yo. Eso no significa que seas peor. Al contrario. Puedes pensar lo que quieras, pero gracias a esto… no has muerto. Una sonrisa infantil, penosa, se apoderó de su cara. — ¿Quiere decir eso que soy… inmortal? — No lo sé. En cualquier caso eres mucho menos mortal que yo. — Es terrible — susurró. — Quizás no tanto como parece. — Pero no me envidias… — Harey, es cuestión más bien de tu… destino; lo definiría así. Aquí, en la Estación, tu destino es en realidad igual de oscuro que el mío y que el de cualquiera de nosotros. Los otros tienen pensado seguir adelante con el experimento de Gibarian y todo puede ocurrir. — O nada. — O nada. Pero te diré que preferiría que no sucediera nada, no tanto por el miedo (aunque quizás también eso desempeñe un papel importante, no lo sé), sino porque no serviría de nada. De eso estoy completamente seguro. — ¿No serviría de nada? ¿Y por qué? ¿Se trata del… océano? Se estremeció. — Sí. Del Contacto. Creo que, en esencia, es increíblemente sencillo. El Contacto significa un intercambio de experiencias, de términos o, al menos, de resultados, de ciertos estados, pero ¿y si no hay nada que intercambiar? Si un elefante no es una enorme bacteria, un océano no puede, por tanto, ser un cerebro muy grande. Claro que ambas partes pueden, por supuesto, llevar a cabo ciertas acciones. Y la consecuencia de una de esas acciones es que, ahora mismo, te estoy mirando e intento explicarte que para mí vales más que los doce años que he dedicado a Solaris y que quiero seguir estando contigo. Quizás tu aparición pretendiera ser una fuente de tortura, o quizás un favor, o tan solo un análisis microscópico. ¿Muestra de amistad, un golpe astuto o una burla? O todo a la vez, o (lo que me parece más probable) algo completamente distinto; pero ¿qué pueden importarnos, a ti y a mí, las intenciones de nuestros padres, por muy distintos que fueran? Puedes decir que nuestro futuro depende de estas intenciones y estaré de acuerdo contigo. No puedo prever lo que sucederá. Ni tú tampoco. Ni siquiera puedo asegurarte que te querré siempre. Han pasado tantas cosas que todo puede ocurrir. ¿A lo mejor mañana me convierto en una medusa verde? No depende de mí. Pero estaremos juntos en lo que dependa de nosotros. ¿Te parece poco? — Escucha… — dijo —, hay algo más. ¿Me… me parezco… mucho a ella? — Antes sí, te parecías — dije —, pero ahora ya no lo sé. — ¿Cómo? Se levantó del suelo y me miró con sus enormes ojos. — La has superado. — ¿Y estás seguro de que no es a ella, sino a mí a quien quieres? ¿A mí? — Sí. A ti. No sé. Puede que, si de verdad fueras ella, no podría quererte. — ¿Por qué? — Porque hice algo terrible. — ¿A ella? — Sí. Cuando estábamos… — No lo digas. — ¿Por qué? — Porque quiero que sepas que yo no soy ella. CONVERSACIÓN Al día siguiente, al volver de la comida, me encontré encima de la mesa de la ventana una nota de Snaut. En ella me informaba de que Sartorius se abstenía, de momento, de proseguir sus trabajos sobre el aniquilador, a cambio de llevar a cabo el último intento de radiación del océano con un poderoso haz de rayos X duros. — Cariño — dije —, tengo que ir a ver a Snaut. La aurora roja llameaba en los cristales y dividía la habitación en dos. Nos encontrábamos ambos dentro de la sombra azulada. Fuera de sus fronteras todo era cobrizo, y teníamos la sensación de que si cualquier libro cayera al suelo, produciría un sonido metálico. — Sí, se trata del experimento. Pero no sé cómo hacerlo. Preferiría, ya sabes… — me interrumpí. — No me des explicaciones, Kris. Me gustaría tanto… ¿Crees que durará mucho? — Va para largo — dije —. Escucha, ¿qué te parece si me acompañas y esperas en el pasillo? — Está bien. Pero ¿y si no aguanto? — ¿A saber cómo es en realidad? — pregunté y me apresuré a añadir—: No te lo pregunto por curiosidad, créeme, pero quizás, si tomaras conciencia de ello, tú misma podrías controlarlo. — Es el miedo — dijo, empalideciendo un poco —. Ni siquiera sabría decirte de qué tengo miedo, porque en realidad no tengo miedo, sino… sino que tengo la sensación de que me pierdo. Al final, además siento una… vergüenza, no sé explicarlo. Después, ya nada. Por eso pensé que se trataba de una enfermedad… — acabó de hablar en voz más baja y se estremeció. — Puede que ocurra solo aquí, en esta maldita Estación — dije —. En lo que a mi respecta, haré lo posible para que la abandonemos cuanto antes. — ¿Crees que es posible? — abrió los ojos. — ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, no estoy encadenado… Además, dependerá de las decisiones que adoptemos con Snaut. ¿Cuánto tiempo crees que podrás estar sola? — Depende… — dijo despacio. Agachó la cabeza —. Si escucho tu voz, creo que lo conseguiré. — Preferiría que no oyeras de qué hablamos. No es que tenga nada que ocultar, pero no sé, no puedo saber, qué es lo que dirá Snaut. — No sigas. Lo entiendo. Está bien. Me pondré en un sitio desde donde solo pueda oír tu voz. Será suficiente. — En ese caso, voy a llamarlo ahora desde el taller. Dejaré la puerta abierta. Ella asintió con la cabeza. Tras atravesar una pared de rojos rayos solares, salí al pasillo que, por contraste, estaba bastante oscuro, a pesar de la luz artificial. La puerta del pequeño taller estaba abierta de par en par. Los restos del termo de Dewar en el suelo, bajo la fila de grandes contenedores de oxígeno líquido, era el único rastro que quedaba de los incidentes nocturnos. La pequeña pantalla se iluminó cuando descolgué el auricular y marqué el número de la emisora de radio. La grisácea membrana de luz que parecía cubrir la superficie mate del cristal se rompió y Snaut, inclinado por encima del reposabrazos de una silla alta, me miró directamente a los ojos. —¡Hola! — dijo. — He leído la nota. Me gustaría hablar contigo. ¿Puedo ir a verte? — Sí, puedes. ¿Ahora mismo? — Sí. — Te espero. ¿Vendrás acompañado? — No. Adoptó una expresión extraña: se inclinaba hacia un lado, tenía la cara morena delgada, y las arrugas le surcaban la frente; dentro del cristal cóncavo parecía un extraño pez en un acuario, asomado a una ventanita desde la que contemplar el mundo. — Bueno, bueno — dijo —. Te espero, pues. — Podemos irnos, cariño — dije sin que me fallara la voz, excesivamente animado quizás; entré en el camarote a través de la estela de luz roja, detrás de la cual se dibujaba la silueta de Harey quien, hundida en el asiento, entrelazaba sus brazos con los del sillón. No sé si oyó mis pasos demasiado tarde, o si no logró relajar a tiempo la tremenda contracción de sus músculos y adoptar una postura natural, la cuestión es que, por un segundo, la vi luchando contra aquella incomprensible fuerza que la habitaba y una mezcla de ira, ciega y loca, y de piedad se apoderó de mi corazón. Avanzamos en silencio por el largo pasillo y atravesamos sus diferentes secciones, adornadas con pintura multicolor (según los arquitectos, eso amenizaría la estancia en la acorazada carcasa). Ya de lejos, me di cuenta de que la puerta de la emisora de radio estaba entreabierta y que de dentro surgía una estela roja que se extendía hasta el fondo del pasillo; la luz del sol también alcanzaba aquel rincón. Miré a Harey, que ni siquiera trataba de sonreír; me había dado cuenta de que, durante todo el recorrido, había estado concentrada, preparándose para la lucha consigo misma. El inminente esfuerzo había transformado su rostro, ahora pálido y empequeñecido. Se detuvo a más de diez pasos de la puerta, la miré, me empujó suavemente con la punta de los dedos para que avanzara y de pronto todos mis planes, los experimentos, la Estación entera, todo aquello me pareció insignificante en comparación con el martirio que tenía que afrontar ella. Me sentí verdugo, y a punto estaba de dar media vuelta cuando una sombra humana cubrió la luz solar que se quebraba sobre la pared. Acelerando el paso, entré en la cabina. Snaut me esperaba justo en el umbral, como si hubiese salido a recibirme. El sol rojo quedaba a sus espaldas, en línea recta, y parecía que el reflejo púrpura procedía de su pelo gris. Nos miramos durante un buen rato sin decir palabra. Él debía de estar analizando mi cara. Yo, deslumbrado por la luminosidad de la ventana, no conseguía descifrar la expresión de la suya. Lo rodeé y me coloqué junto al alto pupitre adornado con los flexibles tallos de los micrófonos. Giró despacio sobre sí mismo, vigilándome con una ligera mueca en los labios que, sin variar apenas, a veces parecía una sonrisa y otras era un reflejo del cansancio. Sin apartar la vista de mí, se acercó a un armario de metal que ocupaba toda la pared; en frente, se hacinaban repuestos de piezas de radio, acumuladores térmicos y herramientas que, dispuestos a ambos lados, parecían amontonados de cualquier manera. Arrastró la silla hasta ese lugar y se sentó, apoyando la espalda contra la esmaltada puerta. El mutismo que habíamos mantenido hasta ese momento parecía, como poco, extraño. Escuché atentamente, concentrándome en el silencio que llenaba el pasillo donde permanecía Harey, pero no me llegó ni el más leve susurro que indicara su presencia. — ¿Cuándo estaréis listos? — pregunté. — Podríamos empezar hoy mismo, pero tardaremos todavía un tiempo con el registro. — ¿El registro? ¿Te refieres al encefalograma? — Sí, claro; estabas conforme, ¿no? ¿Ocurre algo? — Suspendió la voz. — No, nada. — Te escucho — dijo Snaut cuando el silencio empezó a pesar de nuevo entre nosotros. — Ella ya lo sabe… las cosas sobre sí misma. — Bajé la voz, casi susurré. Arqueó las cejas. — ¿Sí? Me dio la sensación de que, en realidad, no estaba sorprendido. ¿Por qué fingía entonces? De repente, se me quitaron las ganas de hablar, pero me dominé. «Si no hay nada más, que sea por la lealtad», pensé. — Empezó a darse cuenta, creo, a partir de nuestra conversación en la biblioteca; me observó, ató cabos, terminó dando con el magnetófono de Gibarian y escuchó la cinta… Sin cambiar de postura, seguía apoyado contra el armario, por sus ojos cruzó un brillo pasajero. Desde el pupitre, la hoja entornada de la puerta del pasillo le quedaba justo enfrente. Bajé aún más la voz: — Esta noche, mientras yo dormía, intentó matarse. Con oxígeno líquido… Se oyó un susurro, como una corriente entre folios sueltos. Me quedé inmóvil, escuchando los ruidos del pasillo, pero el sonido estaba mucho más cerca. Parecía un ratón. ¡Un ratón! No tenía sentido. Allí no había ratones ni nada que se le pareciera. Miré de reojo al hombre sentado. — Te escucho — dijo con calma. — Por supuesto, no lo consiguió… En cualquier caso, sabe quién es. — ¿Por qué me lo cuentas? — preguntó de repente. Al principio no supe qué contestar. — Quiero que estés al tanto… que sepas cómo van las cosas — murmuré. — Te lo advertí. — Quieres decir con eso que lo sabías. — Y, en contra de mi voluntad, elevé la voz. — No. Por supuesto que no. Pero ya te advertí de lo que ocurriría. Cada «visitante», en el momento de su aparición, es poco menos que un fantasma, al margen de la desordenada mezcla de recuerdos e imágenes prestadas de su… Adán… Está realmente vacío. Cuanto más tiempo pasa aquí contigo, tanto más se humaniza. También acaba volviéndose independiente; hasta cierto punto, claro está. Por eso, cuanto más se prolonga, más difícil resulta… Se interrumpió. Me miró de lado y lanzó con desgana: — ¿Lo sabe todo? — Sí, ya te lo he dicho. — ¿Todo? También que ha estado aquí ya una vez y que tú… —¡No! Sonrió. — Kelvin, escucha, si… hasta ese punto… ¿Qué pretendes hacer realmente? ¿Abandonar la Estación? — Sí. — ¿Con ella? — Sí. No dijo nada, como si estuviera meditando su respuesta, pero había algo más en su silencio… ¿El qué? De nuevo aquella imperceptible corriente susurró detrás del fino tabique. Él se revolvió en la silla. — Estupendo — dijo —. ¿Por qué me miras así? ¿Creías que me iba a interponer en tu camino? Harás lo que consideres oportuno, querido. Estaríamos apañados si, además, empleásemos la fuerza. No pienso convencerte, solo te diré una cosa: intentas comportarte como un humano ante una situación inhumana. Quizás sea bonito, pero es un esfuerzo vano. Además, tampoco estoy convencido de su supuesta belleza porque, ¿puede lo estúpido ser bello? En fin, no se trata de eso. Abandonas futuros experimentos, quieres marcharte, llevándola contigo, ¿no es eso? — Sí. — Eso también es un… experimento, ¿no crees? — ¿Esa es tu interpretación? ¿Ella… podrá? Si está conmigo, no veo por qué… Hablaba cada vez más despacio, hasta que me interrumpí. Snaut suspiró con ligereza. — Aquí todos practicamos la política del avestruz, Kelvin, pero al menos somos conscientes de ello y no nos damos aires de grandeza. — No me estoy dando aires de ningún tipo. — Está bien, no quería ofenderte. Retiro lo de «aires de grandeza», pero mantengo lo de la política del avestruz. Y tu forma de practicarla es especialmente peligrosa. Te estás engañando a ti mismo y a ella, y de nuevo a ti mismo. ¿Sabes cuáles son las condiciones de estabilidad de un sistema construido a base de materia de neutrinos? — No. Y tú tampoco. Nadie lo sabe. — Por supuesto. Sin embargo, sabemos que semejante sistema es poco duradero y que perdura gracias, únicamente, a un constante suministro de energía. Lo sé por Sartorius. Esa energía genera un campo estabilizador deformado. Pues bien, ¿ese campo es externo respecto al «visitante»? ¿O más bien la fuente de dicho campo reside dentro de él? ¿Entiendes la diferencia? — Sí —dije despacio —. Si es externo, entonces… ella, entonces… semejante… — Entonces, al alejarse de Solaris, el sistema se desintegrará por completo — acabó la frase por mí —. No podemos preverlo, pero tú ya has llevado a cabo un experimento. Aquel cohete que disparaste… sigue dando vueltas, ¿sabes? He podido incluso, en un rato libre, calcular los elementos de su trayectoria. Puedes volar, introducirte en la órbita, acercarte y averiguar qué ha ocurrido con la… pasajera… —¡Te has vuelto loco! — silbé. — ¿Eso crees? ¿Y… si… la trajéramos aquí? Me refiero a la pequeña nave. Resulta factible. Es una nave teledirigida. La traeremos desde la órbita y… —¡Para! — ¿Tampoco? Entonces existe otra posibilidad, muy sencilla. Ni siquiera tiene que aterrizar en la Estación. Es cierto, será mejor que siga circulando. Lo único que haremos será establecer una conexión por radio; si está viva, contestará y… —¡El oxígeno se le habrá acabado hace mucho tiempo! — gemí. — Quizás se las apaña sin oxígeno. ¿Qué me dices, lo intentamos? — Snaut… Snaut… — Kelvin… Kelvin… — me imitó con rabia —. Piensa en la clase de persona que eres. ¿A quién quieres hacer feliz? ¿A quién quieres salvar? ¿A ti mismo? Y de ellas, ¿a cuál? ¿A esta o a aquella? ¿No tienes suficiente coraje para las dos? ¡Tú mismo puedes ver que esto no lleva a ninguna parte! Te lo digo por última vez: lo de aquí y ahora es una situación fuera de toda moral. Volví a oír el mismo crujido de antes, como si alguien rascara una pared con las uñas. Inexplicablemente, una paz pasiva y espesa me invadió. Era como si estuviera observando la situación desde una gran distancia, viéndonos a los dos a través de unos prismáticos colocados al revés: menudos, un tanto ridículos, insignificantes. — Pues bien — dije —, según tú, ¿qué debería hacer? ¿Eliminarla? Mañana volvería de nuevo, ¿no es así? ¿Una y otra vez? ¿Todos los días igual? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Con qué fin? ¿Qué me va a aportar? ¿Y a ti? ¿A Sartorius? ¿A la Estación? — No, contéstame tú primero. Despegarás con ella y serás, digamos, testigo de la siguiente transformación. Al cabo de pocos minutos, tendrás ante ti… — ¿Qué es lo que voy a ver? — pregunté con acritud —. ¿Un monstruo? ¿Un demonio? ¿Qué? — No. Una agonía corriente, de lo más habitual. ¿De verdad te has creído lo de su inmortalidad? Te aseguro que mueren… ¿Qué harás entonces? ¿Volverás a por… un repuesto? —¡Para! — chillé, apretando el puño. Me estaba mirando con los ojos entornados, llenos de una burla indulgente. — ¿Soy yo quien tiene que parar? Creo que es mejor que dejemos esta conversación. Será mejor que hagas otra cosa, como por ejemplo, fustigar el océano en señal de venganza. ¿Qué pensabas? Entonces, en caso de… — hizo un pícaro gesto de despedida, alzando los ojos hacia el techo, como si estuviera siguiendo una silueta cada vez más lejana —, ¿significará que eres un canalla? En caso contrario, ¿no lo serás? ¿No eres un canalla cuando sonríes, mientras lo que tienes son ganas de llorar? ¿O finges alegría y tranquilidad cuando te gustaría morderte los puños? ¿Qué ocurre si aquí es imposible no serlo? ¿Qué ocurrirá entonces? Te volverás loco delante de Snaut, que es el culpable de todo, ¿verdad? En tal caso, serás además un idiota, querido mío… — Estás hablando de ti — dije con la cabeza gacha —. Yo… la quiero. — ¿A quién? ¿A tu recuerdo? — No, a ella. Te dije lo que pretendía hacer. Muchos seres humanos de verdad no actuarían así. — Tú mismo lo reconoces, diciendo que… — No seas quisquilloso. — Está bien. Entonces, ella te quiere. Y tú quieres amarla. No es lo mismo. — Estás equivocado. — Kelvin, lo siento, pero tú mismo has penetrado en esa parcela íntima. No la quieres. La quieres. Ella está dispuesta a entregarte su vida. Tú también. Es muy conmovedor, muy bonito, te honra, lo que tú digas. Sin embargo, aquí no hay lugar para todo eso. No hay espacio. ¿Lo entiendes? No, tú no quieres entenderlo. Estás involucrado, por culpa de unas fuerzas que no controlamos, en un proceso circular del que ella forma parte. Del que es una fase. Un ritmo recurrente. Si ella fuera… Si un monstruo, dispuesto a hacerlo todo por ti, te persiguiera, no dudarías ni por un instante en eliminarlo, ¿no es cierto? — Es cierto. — Entonces, tal vez esa sea la razón de que ella no sea tan monstruosa. ¿Te ata eso las manos? Porque se trata precisamente de eso, ¡de que tengas las manos atadas! — Es otra hipótesis más a añadir al millón reunido en nuestra biblioteca. Snaut, déjalo, ella es… no. No quiero seguir hablando contigo. — Está bien. Pero fuiste tú quien empezó. Pero ten en cuenta que ella es, en realidad, un mero espejo en el que se refleja una parte de tu cerebro. Si es maravillosa es porque tu recuerdo era maravilloso. Tú has facilitado la receta. No olvides de que se trata de un proceso circular. — ¿Qué quieres de mí? Que la… ¿que la liquide? Ya te lo he preguntado, ¿por qué habría de hacerlo? No me has contestado. — Te contestaré ahora. Yo no te he invitado para tener esta conversación. No me he metido en tus asuntos. Ni te ordeno ni te prohíbo nada, y no lo haría aunque pudiera. Eres tú quien ha venido aquí y lo ha expuesto todo, ¿sabes por qué? ¿No? Para quitártelo de encima. Para liberarte. Conozco esa sensación de peso, querido. Sí, sí, ¡no me interrumpas! Yo no me interpongo en nada de lo que te concierne, pero tú sí quieres que lo haga. Si me plantara en tu camino, quizás me rompieras la cabeza; en ese caso, te las tendrías que ver conmigo y tratarías con alguien hecho de la misma sangre y el mismo barro, y entonces te sentirías como un ser humano. En cambio, ahora… No puedes afrontarlo y por eso estás aquí, hablando conmigo… y, en realidad, contigo mismo. Solo te falta decir que sufrirías si ella desapareciese de repente; no, mejor no digas nada. —¡De qué hablas! He venido a contarte, por pura lealtad, que tengo la intención de abandonar la Estación con ella. — Estaba encarando su ataque, pero me sonó muy poco convincente. Snaut se encogió de hombros. — Es muy posible que tengas que mantenerte firme. Si he tomado partido en este asunto, es únicamente porque no paras de escalar, y ya sabes: la caída desde una gran altura… Sube mañana sobre la nueve al laboratorio de Sartorius. ¿Vendrás? — ¿Al laboratorio de Sartorius? — me sorprendí —. ¿No decías que no deja pasar a nadie? No se le puede ni telefonear. — De algún modo lo ha solucionado. Nosotros no hablamos de ello, ¿sabes? Bueno, da igual. ¿Acudirás por la mañana? — Sí, iré —murmuré. Miré a Snaut. Su mano izquierda se escondía disimuladamente tras la puerta del armario. ¿En qué momento la había entornado? Debía de llevar así bastante tiempo, pero, excitado por aquella horrible conversación, no me había fijado. Parecía muy poco natural… Como si… estuviera ocultando algo. O como si alguien le estuviera cogiendo de la mano en todo momento. Me lamí los labios. — Snaut, ¿qué…? — Sal — dijo en voz baja, con mucha calma —. Sal. Salí cerrando la puerta, acompañado por los últimos rayos rojos. Harey estaba sentada en el suelo, unos diez pasos más adelante, pegada a la pared. Se levantó de un salto al verme. — ¿Lo ves? — dijo, mirándome con los ojos brillantes —. Ha funcionado, Kris… Estoy tan contenta. Puede… puede que cada vez vaya a mejor… — Oh, seguro que sí —respondí distraído. Íbamos de regreso a nuestros aposentos y yo no paraba de darle vueltas a aquel estúpido armario. ¿Era allí pues donde escondía…? ¿Y toda aquella conversación…? Las mejillas me ardían y me las froté mecánicamente. Dios, qué locura. ¿En qué habíamos quedado, después de todo? ¿En nada? Ah, sí, mañana por la mañana… De pronto, el miedo se apoderó de mí, igual que la noche anterior. Mi encefalograma, el registro completo de todos mis procesos cerebrales traducido en variaciones de haces de rayos, sería enviado allí abajo. Al interior de aquel incomprensible monstruo sin límites. Snaut había dicho: «si desapareciera, sufrirías mucho, ¿verdad?». El encefalograma es una transcripción completa, incluso de los procesos inconscientes. ¿Y si quiero que desaparezca y que muera? Si no, ¿por qué me asustó tanto que hubiera sobrevivido a aquel terrible atentado? ¿Puede uno ser responsable de su propio inconsciente? Si yo no soy responsable de él, entonces, ¿quién lo es? ¡Qué idiotez! ¡Por qué habré dado mi conformidad para que justo mi, mi…! Naturalmente, antes puedo estudiarme la transcripción, pero no sabré descifrarla. Nadie sabe hacerlo. Los especialistas pueden, tan solo, definir en qué había estado pensando la persona examinada, pero todo son generalidades: a modo de ejemplo, verán que había estado resolviendo un problema matemático, pero no sabrán decir de qué tipo. Consideran que cualquier otra cosa es imposible porque el encefalograma es una media, una mezcla de multitud de procesos paralelos, pero solo una parte de ellos tiene una base psíquica. ¿Y los procesos subconscientes? De eso no quieren ni oír hablar, sin mencionar la lectura de los recuerdos, sean estos reprimidos o no. Entonces, ¿por qué tengo tanto miedo? Después de todo, yo mismo le había estado diciendo a Harey por la mañana que aquel experimento no serviría de nada. Si nuestros neurofisiólogos no son capaces de descifrar el registro, ¿cómo conseguiría hacerlo aquel ajeno, negro y líquido gigante? No obstante, él se había introducido dentro de mí, aunque ignoro cómo, para atravesar toda mi memoria y localizar el átomo más doloroso. Lo hizo sin ayuda de nadie; sin ningún tipo de «transmisión lumínica», irrumpió a través de la doble coraza hermética y de los pesados caparazones de la Estación, donde buscó mi cuerpo, y se marchó con el botín. — ¿Kris? — dijo Harey en voz baja. Yo estaba junto a la ventana, mirando ensimismado cómo empezaba a caer la noche. La nebulosa, muy débil en esta latitud, ocultaba las estrellas. Era una fina y uniforme capa de nubes tan altas que el sol, desde el abismo, situado ya por debajo del horizonte, la obsequiaba con su resplandor más delicado, de plata rosáceo. Si ella desaparece, significará que lo he deseado. Que la he matado. ¿Y si no acudo a la cita? No pueden obligarme. ¿Qué les diré? Esto no. No puedo. Sí, hay que fingir, hay que mentir, siempre lo mismo. Pero es porque dentro de mí se albergan pensamientos, intenciones, esperanzas crueles, maravillosas y asesinas, de las que no sé nada. El ser humano ha emprendido el viaje en busca de otros mundos, otras civilizaciones, sin haber conocido a fondo sus propios escondrijos, sus callejones sin salida, sus pozos, o sus oscuras puertas atrancadas. ¿Entregarla… por vergüenza? ¿Entregarla tan solo porque me falta valentía? — Kris — susurró Harey, aún más bajo. Sentí, más que oírlo, que se me acercaba sin hacer ruido y fingí no darme cuenta. Quería estar solo en ese momento. Tenía que estar solo. Aún no me había atrevido a tomar ninguna decisión, ni estaba determinado a nada. Con la mirada fija en el cielo cada vez más oscuro, en las estrellas que no eran más que la sombra fantasmagórica de las estrellas terrestres, permanecí inmóvil y, en medio del vacío que sustituía a la fuga de ideas de hacía un rato, dentro de mí fue creciendo, sin palabras, la inerte e impasible seguridad de que, en ese lugar al que no tenía acceso, ya había hecho una elección y, mientras fingía que no pasaba nada, ni siquiera tenía fuerzas suficientes como para despreciarme a mí mismo. LOS PENSADORES — Kris, ¿es por culpa de ese experimento? Me encogí al oír su voz. Llevaba horas insomne, mirando fijamente la oscuridad, en soledad, sin ni siquiera escuchar su aliento; me había olvidado de ella, mientras recorría los recovecos de mis laberínticos pensamientos nocturnos: delirantes y en parte razonables, por lo que cobraban una nueva dimensión y significado. — ¿Qué? ¿Cómo sabías que no estaba durmiendo…? — pregunté. Había miedo en mi voz. — Por tu respiración… — contestó en voz baja, con tono de disculpa —. No quería molestarte… Si no puedes, no digas nada… — No, no pasa nada. Es por el experimento. Lo has adivinado. — ¿Qué esperan de él? — Ellos mismos no lo saben. Algo. Cualquier cosa. No es la operación «Pensamiento», sino «Desesperación». Ahora solo hace falta una cosa, un ser humano con el suficiente valor que asuma la responsabilidad de la decisión tomada, pero casi todo el mundo considera que ese tipo de muestras de valor son simple cobardía, porque se trata de una retirada, ¿entiendes? Resignación, una huida indigna del ser humano. Como si fuera digno del hombre adentrarse, hundirse y ahogarse en medio de algo que no comprende, ni comprenderá nunca. Interrumpí mi discurso, pero antes de que mi acelerada respiración se calmara, un nuevo ataque de ira me obligó a decir: — Claro está que nunca faltan sujetos con un enfoque práctico. Dicen que, incluso si no se consigue establecer contacto a través de los estudios del plasma, de todas esas locas ciudades que emergen de él cada día para desaparecer acto seguido, por lo menos alcanzaremos a conocer el misterio de la materia; pero se engañan a sí mismos, es como caminar por una biblioteca de libros escritos en un idioma desconocido, fingiendo que uno solo está examinando los lomos de colores. ¡Cómo no! — ¿Existen más planetas de este tipo? — No se sabe. Tal vez sí, pero solo conocemos uno. En cualquier caso, este es muy poco frecuente, al contrario que la Tierra. Nosotros somos de lo más común, ¡somos el césped del universo! Y nos enorgullecemos de nuestra ordinariez, de que sea tan vulgar; creíamos que podíamos abarcarlo todo. Es un esquema con el que emprendimos, alegremente y con osadía, el camino: ¡otros mundos! ¿Qué son, pues, aquellos otros mundos? Los dominaremos o seremos dominados, no había nada más en esos desgraciados cerebros; ¡bah, no merece la pena! No vale la pena. Me levanté y, a tientas, localicé el frasco plano de somníferos en el botiquín. — Me voy a dormir, cariño — dije girándome hacia la oscuridad animada por un zumbido de ventilador, arriba, en alguna parte —. Tengo que dormir. En caso contrario, no sé… Me senté en la cama. Ella me tocó la mano. La agarré, invisible, y la sujeté sin moverme hasta que el sueño relajó la fuerza del apretón. Por la mañana, amanecí fresco y descansado; el experimento me pareció algo insignificante, no entendía cómo había podido darle tanta importancia. Tampoco me importó demasiado que Harey tuviera que acompañarme al laboratorio. Todos sus esfuerzos resultaban infructíferos en cuanto me ausentaba de la habitación unos minutos, así que abandoné los posteriores intentos de dejarla a solas, aunque ella siguió insistiendo (estaba incluso dispuesta a dejarse encerrar) y le aconsejé que se llevara un libro para leer. Más que mi propia intervención, me interesaba lo que iba a encontrarme en el laboratorio. Aparte de importantes huecos en las librerías y los armarios con recipientes de vidrio, no había nada de particular en aquella enorme sala blanquiazul: en algunos de los armarios faltaban los cristales y la hoja de alguna de las puertas mostraba un roto en forma de estrella, como si recientemente se hubiese desarrollado allí una lucha cuyas huellas habían sido meticulosamente borradas. Snaut trajinaba con sus aparatos y su comportamiento fue más que correcto; se tomó la aparición de Harey como algo normal y, de lejos, le hizo una ligera reverencia; mientras me humedecía las sienes y la frente con suero fisiológico, apareció Sartorius. Entró por una pequeña puerta que daba al cuarto oscuro. Llevaba una bata blanca, con un negro delantal antirradiactivo por encima, que le llegaba hasta los tobillos. Me saludó sobria y enérgicamente, como si perteneciéramos a un equipo de cien personas de un gran instituto terrestre y nos hubiésemos despedido el día anterior. No me había fijado, hasta ese momento, en que las lentillas que se había puesto, en vez de sus gafas, le daban a su rostro una expresión moribunda. Siguió de pie, de brazos cruzados, observando a Snaut que sujetaba los electrodos colocados alrededor de mi cabeza con ayuda de una venda, que moldeó en forma de gorro blanco. Recorrió la sala con la vista varias veces, como si no advirtiera la presencia de Harey quien, acurrucada e infeliz, estaba sentada en un pequeño taburete junto a la pared, fingiendo leer su libro. Cuando Snaut se apartó de mi sillón, moví la cabeza cargada de metal y cables para ver cómo encendía los aparatos, pero Sartorius levantó la mano inesperadamente y habló con solemnidad: —¡Doctor Kelvin! ¡Présteme atención durante unos instantes y concéntrese! No pretendo imponerle nada, porque eso nos desviaría del objetivo, pero debe dejar de pensar en sí mismo, en mí, en el colega Snaut, en cualquier otra persona, para que, tras la eliminación de las preocupaciones particulares, pueda concentrarse en el asunto que nos ha traído aquí. Los temas que deberían ocupar por completo su consciente son la Tierra y Solaris; generaciones de investigadores que constituyen una unidad, pese a que cada persona por separado tenga su particular principio y su fin; nuestra persistencia en tratar de alcanzar algún contacto intelectual; el alcance del camino recorrido por la humanidad; la certeza de prolongarlo en el futuro; la disposición a cualquier sacrificio y esfuerzo, a subordinar los sentimientos a la misión encomendada. El orden de estas asociaciones de ideas no depende del todo de usted, pero el hecho de que se encuentre usted aquí garantiza la autenticidad de la secuencia que acabo de enumerar. Si no está seguro de haber cumplido con su tarea, dígalo, y el colega Snaut repetirá el encefalograma. Tenemos tiempo… Las últimas palabras las pronunció con una sonrisa pálida, seca, que no logró restar a sus ojos una expresión de asombro absoluto. Me retorcía por dentro, por culpa de aquella seria parrafada de tópicos triviales; por suerte, Snaut interrumpió el silencio que se estaba alargando. — ¿Listo, Kris? — preguntó, con el codo apoyado sobre el alto pupitre del electroencefalógrafo, en una pose a la vez descuidada y familiar, como si se estuviera apoyando en una silla. Le estaba agradecido por haberme llamado por mi nombre. — Listo — dije, cerrando los ojos. De pronto, en el instante en que concluyó el ajuste de los electrodos y posó los dedos sobre el interruptor, me abandonó el miedo escénico; a través de las pestañas, entreví el rosado brillo de las bombillas de control sobre la negra placa del aparato. Al mismo tiempo, fue desapareciendo la húmeda y desagradable sensación de frío de los electrodos metálicos que rodeaban mi cabeza como si fueran monedas. Me sentía en medio de una arena gris e iluminada. Una muchedumbre invisible, reunida en el anfiteatro del silencio, asistía al espectáculo en medio de aquel vacío, en el que el irónico desprecio hacia Sartorius y la Misión se estaba desvaneciendo. Decrecía la tensión entre los observadores internos, deseosos ahora de desempeñar su improvisado papel. ¿Harey? pensé para probar, con inquietud nauseabunda, dispuesto a descartarla inmediatamente. Pero mi vigilante y ciego público no reaccionó. Durante unos instantes, fui todo ternura, una pena sincera, preparado para hacer frente a pacientes y largos sacrificios. Harey habitaba mi interior privada de rasgos, sin contorno, sin rostro y, de pronto, a través de su presencia impersonal, que exhalaba una desesperada ternura, en medio de la oscuridad gris, divisé el semblante serio del profesor Giese, el padre de la solarística y de los solaristas. Sin embargo, no pensé en la fangosa explosión, ni en el abismo apestoso que absorbió sus gafas doradas y su canoso bigote minuciosamente cepillado; lo único que veía era el grabado de la primera página de la monografía, un fondo sombreado con el que el artista había rodeado su cabeza, de forma que, sin pretenderlo, formaba casi una corona alrededor de su rostro, tan parecido al de mi padre, no tanto por la semejanza de rasgos como por la concienzuda y anticuada cautela. Al final, dejé de saber quién de los dos me estaba observando. Ninguno de los dos yacía bajo tierra, cosa tan habitual y corriente en nuestros tiempos que ya no suscita ninguna conmoción. La imagen se estaba desvaneciendo y yo, durante un tiempo indefinido, me olvidé de la Estación, del experimento, de Harey, del negro océano, de todo; estaba absolutamente convencido de que aquellos dos hombres inexistentes, extremadamente menudos, convertidos en barro reseco, habían superado todo cuanto les había ocurrido, y la calma suscitada por aquel descubrimiento anuló a la muchedumbre que rodeaba la arena gris esperando mi fracaso. La luz artificial penetró en mis ojos, acompañada por un doble chirrido de la maquinaria al apagarse. Entorné los párpados. Sartorius me escrutaba con la misma pose de antes, mientras Snaut, de espaldas a él, arrastraba sus zuecos, en mi opinión a propósito, sin dejar de maniobrar con el aparato. — Doctor Kelvin, ¿cree usted que lo hemos conseguido? — dijo Sartorius con su repugnante voz nasal. — Sí —dije. — ¿Está usted seguro? — preguntó con un matiz de sorpresa, o incluso de sospecha. Mi seguridad y el tono brusco de la respuesta lo arrancaron, por un momento, de su rígida seriedad. — Está… bien — balbuceó y miró alrededor como si no supiera qué hacer. Snaut se acercó a mi sillón y desató la vendas. Me puse de pie y di una vuelta a la sala; entretanto Sartorius, que había desaparecido en el cuarto oscuro, regresó con la película revelada y ya seca. A lo largo de más de diez metros de cinta, se perfilaban unas líneas blancas, lenticulares y trémulas, que parecían moho o una telaraña extendida a lo largo de la negra y resbaladiza tira de celuloide. No tenía nada más que hacer, pero me quedé. Los otros dos insertaron la película en el oxidado cabezal del modulador; Sartorius volvió a examinar uno de los extremos, desconfiadamente mohíno, como si quisiera descifrar el contenido de las flameantes líneas. El resto del experimento se desarrolló lejos de mi vista. Sabía lo que ocurría únicamente cuando los dos hombres se colocaban detrás de los paneles de control, junto a la pared, y ponían en marcha los correspondientes aparatos. La corriente despertó con un leve murmullo, recorriendo los recovecos de las bobinas, bajo el suelo acorazado; después, los pilotos de los verticales y acristalados tubos de los indicadores se desplazaron hacia abajo, indicando la activación del enorme cañón del aparato de rayos X, que descendió por un pozo hasta ubicarse en su emplazamiento. Una vez dispuesto, las pequeñas luces permanecieron fijas en la parte inferior de la escala y Snaut comenzó a aumentar la tensión hasta que las agujas, o más bien, las rayas blancas que hacían las veces de aquellas, se agitaron, desplazándose media vuelta a la derecha. El ruido de la corriente era apenas perceptible, parecía que no estuviera pasando nada; las bobinas con la película giraban, ocultas por una cubierta protectora, el contador producía un tictac apenas audible, como el mecanismo de un reloj. Por encima del libro, Harey nos miraba a mí y a ellos alternativamente. Me puse a su lado y entonces me dirigió una mirada interrogante. El experimento había finalizado, Sartorius se acercó despacio al enorme cabezal, en forma de cono, del aparato. — ¿Nos vamos? — me preguntó Harey, moviendo tan solo los labios. Asentí con la cabeza. Se levantó. Sin despedirme de nadie, me parecía demasiado absurdo, pasé junto a Sartorius. Una bellísima puesta de sol inundaba las ventanas del pasillo superior. No era el rojo habitual, lúgubre e hinchado, sino todas las tonalidades de un rosa tamizado por la luz, como espolvoreado con partículas de plata más finas. El negro de la interminable llanura del océano parecía parpadear con un suave resplandor violeta parduzco, en respuesta a aquella suave estela. Tan solo en su cenit el cielo se empeñaba aún en mantenerse bermejo. De pronto, me detuve en mitad del pasillo inferior. No soportaba la idea de volver a encerrarnos en el camarote abierto al océano, como en la celda de una prisión. — Harey — dije —, me gustaría pasar por la biblioteca, ¿te importa? — Oh, en absoluto, buscaré algo para leer — contestó con un ánimo un tanto fingido. Sabía que la noche anterior se había abierto una brecha entre nosotros y que debía esforzarme en mostrarme cordial con ella, pero la apatía se había apoderado por completo de mí. Sería difícil sacarme de aquel estado. Regresamos sobre nuestros pasos y luego atravesamos una rampa que llevaba hasta un pequeño recibidor de tres puertas, con plantas colocadas en vitrinas de cristal. La puerta del medio daba a la biblioteca y por ambos lados estaba forrada de un cuero artificial que yo siempre evitaba tocar. Dentro de la gran sala circular, bajo el pálido techo plateado con soles estilizados, hacía un poco más de frío. Acaricié con el dedo los lomos de los clásicos solarianos y a punto estaba de sacar el primer tomo de Giese, con su semblante grabado en la primera página y protegido con un papel de seda, cuando, ante mi sorpresa, descubrí el grueso tomo de Gravinski, editado en octavo, en el que no me había fijado la vez anterior. Me senté en una silla tapizada. El silencio era absoluto. A un paso detrás de mí, Harey hojeaba un libro; podía escuchar la suavidad con que pasaba las páginas bajo sus dedos. El compendio de Gravinski, a menudo utilizado por los estudiantes como simple «chuleta», recogía un conjunto de hipótesis solarianas ordenadas alfabéticamente: desde la Abiológica hasta la Degenerativa. El compilador — quien, según creo, jamás había puesto el pie en Solaris —, se estudió todas las monografías, los protocolos de expedición, los trabajos fragmentarios y las informaciones provisionales; incluso se adentró en las citas de obras de planetólogos, investigadores de otros globos y, como resultado, ofreció un catálogo que, en cierta medida, horrorizaba por el estilo lapidario de sus formulaciones, devenidas, en ocasiones, triviales tras haber sido amputadas del sutil embrollo de ideas que habían tomado parte en su nacimiento. En cualquier caso, el conjunto, cuyo propósito era enciclopédico, poseía más bien el valor de una curiosidad; el tomo había sido editado hacía veinte años y, durante ese tiempo, habían surgido un montón de hipótesis imposibles de reunir en un solo libro. Eché un vistazo al índice alfabético de autores como si fuera el listado de los caídos: pocos seguían vivos y, al parecer, ninguno se dedicaba activamente a la solarística. De entre aquella riqueza de ideas que apuntaban en múltiples direcciones, una de aquellas hipótesis tenía, por necesidad, que ser cierta; era imposible que la realidad divergiera por completo, que fuese distinta a todas y cada una de la miríada de propuestas lanzadas. Gravinski escribió un prólogo en el cual dividió en varios periodos los, ya por aquel entonces, sesenta años de la ciencia solarística. Durante la primera etapa — fechada desde la primera exploración de Solaris —, realmente nadie planteó hipótesis de forma consciente. Se supuso de forma natural y por intuición, según el «sano juicio», que el océano era un inanimado conglomerado químico, una terrible masa de gelatina que circunnavegaba el globo, que fructificaba en las más extrañas criaturas gracias a su actividad cuasi volcánica y que — gracias al innato automatismo de los procesos— contribuía a estabilizar la inestable órbita, al igual que un péndulo mantiene invariable su movimiento en un mismo plano, una vez lanzado. Lo cierto es que, tres años más tarde, Magenon se pronunció a favor de la naturaleza animada de la «máquina gelatinosa», pero Gravinski fechaba el periodo de hipótesis biológicas nueve años más tarde, cuando la opinión de Magenon, al principio aislada, empezó a ganar cada vez más adeptos. Los años posteriores abundaron en detallados modelos teóricos del océano vivo, muy enrevesados y apoyados por un análisis biomatemático. Durante el tercer periodo, se desintegró la opinión hasta ese momento casi monolítica de los científicos. Fue la época en que surgieron la gran mayoría de las escuelas, enfrentadas entre sí. Panmaller, Strobel, Freyhouss, le Greuille, Osipowicz desarrollaron su labor por aquel entonces, pero la herencia de Giese fue sometida a una crítica abrumadora. Se elaboraron los primeros atlas y los primeros catálogos; se tomaron estereofotografías de las asimetriadas, consideradas hasta ese momento creaciones fuera del alcance de cualquier investigación; el cambio se produjo gracias a los nuevos instrumentos teledirigidos que fueron enviados a las tormentosas profundidades, que amenazaban con la explosión de los colosos constantemente. Al margen de las enloquecidas discusiones, empezaron a lanzarse hipótesis minimalistas, aisladas y silenciadas con desprecio: aunque no se consiguiera establecer el famoso Contacto con el «monstruo racional», las investigaciones acerca de la osificación de las ciudades mimoidales y de las montañas abombadas, escupidas por el océano para ser reabsorbidas, con seguridad aportarían preciados conocimientos químicos, fisicoquímicos, nuevos datos sobre la formación de las moléculas gigantes; pero nadie entraba en polémica con los pregoneros de aquellas tesis. Hay que recordar que, en aquellos tiempos, se crearon catálogos de metamorfosis típicas, vigentes hasta hoy en día, o la teoría bioplasmática de los mimoides de Franck que, aunque rechazada por falsa, ha permanecido como un magnífico ejemplo de razonamiento impetuoso y construcción lógica. Los «periodos de Gravinski» (que, en su totalidad, sumaban más de treinta años) abarcaban desde la ingenua juventud, caracterizada por un romanticismo optimista y espontáneo, hasta la edad madura de la solarística, marcada ya por las primeras voces escépticas. Ya a finales del primer cuarto de siglo, se formularon unas hipótesis tardías, que retomaban las primeras — las coloido-mecánicas —, acerca del carácter apsíquico del océano solarista. Cualquier tipo de búsqueda de indicios de voluntad consciente, de teleología de procesos, de acciones motivadas por la necesidad interior del océano, se consideraba, en general, como una aberración causada por toda una generación de investigadores. La apasionada campaña lanzada para arrebatar sus tesis preparó el terreno para los análisis del grupo de Holden, Eonides, Stoliwa, cuya aproximación era juiciosa, analítica y se basaba en una minuciosa catalogación de los hechos. Fueron tiempos en los que los archivos aumentaron bruscamente su tamaño, se crearon catálogos de microfilms, se llevaron a cabo expediciones equipadas con toda clase de aparatos existentes en la Tierra (registradores automáticos, indicadores y sondas). Había años en los que más de mil personas a la vez participaban en las investigaciones; pero, mientras crecía la acumulación de materiales a un ritmo incesante, el animado espíritu de los científicos se iba volviendo progresivamente estéril, y comenzó —aunque es difícil delimitarlo con exactitud— el periodo de decadencia de aquella fase de la exploración solariana que, pese a todo, aún respiraba optimismo. Se caracterizó, sobre todo, por la genialidad de sus figuras señeras — valientes, en ocasiones, por su imaginación teórica; otras, por su espíritu crítico —, gente como Giese, Strobla, o Sevada; aquel último — el último de los grandes solaristas— murió en misteriosas circunstancias, en las cercanías del polo del planeta, tras haber hecho algo que no se le hubiese ocurrido ni siquiera a un novicio. Ante la mirada de cientos de espectadores, introdujo su nave, que planeaba sobre el océano a poca altura, en el interior de un raudo que inequívocamente se estaba apartando de su camino. Se comentó que fue víctima de una indisposición repentina, un desmayo o bien un fallo de los mandos, pero en realidad, según creo, se trató de un suicidio, el primer estallido público de desesperación. Sin embargo, no sería el último. El tomo de Gravinski no contiene esos datos, soy yo quien añade fechas, hechos y detalles mientras repaso sus amarillentas páginas cubiertas de letra menuda. De todas formas, si bien no se dieron casos de atentados contra la propia vida tan patéticos, lo cierto es que también faltaron individualidades a la altura de las circunstancias. El reclutamiento de investigadores que se dedican a una determinada rama de la planetología es, en realidad, un proceso desconocido. Las personas de gran talento o gran fuerza de carácter nacen, más o menos, con la misma frecuencia, pero su elección no es la misma. Su presencia o su ausencia en un campo de investigación puede explicar las perspectivas que esta ofrece. Pese a las diferencias en la valoración de los clásicos de la solarística, nadie puede negar su grandeza y su genio. El silencioso gigante solarista ha atraído, durante décadas, a los mejores matemáticos, físicos, eminencias de la biofísica, de la teoría de la información, de la electrofisiología. De repente, de un año a otro, el ejército de investigadores se vio privado de sus líderes. Lo que quedó fue una masa gris, anónima, de pacientes coleccionistas, compiladores, autores de más de un experimento prometedor, pero faltaron expediciones en masa, a la escala del planeta, e hipótesis atrevidas y unificadoras. La solarística, de algún modo, empezaba a resquebrajarse y, mientras decaía, iban surgiendo multitud de hipótesis que se diferenciaban entre sí apenas por detalles secundarios: la degeneración, la regresión, la involución de los mares solaristas. De vez en cuando, aparecía un planteamiento más atrevido, más interesante, pero, de alguna manera, todos juzgaban al océano, considerado el producto final del desarrollo que, antaño, hacía miles de años, había conocido su periodo de máxima organización y que ahora, ligado tan solo a nivel físico, se desintegraba en numerosas, inútiles y absurdas criaturas moribundas. Por lo tanto, se trataba de una agonía monumental, prolongada durante siglos; así es como se percibía Solaris: en los luengones o en los mimoides se intentaban descubrir señales de un renacimiento; en los procesos que impulsaban al cuerpo líquido, muestras de caos y anarquía; hasta el punto de que aquella disciplina se convirtió en una obsesión. Tanto es así que toda la literatura científica de los siguientes siete u ocho años — aunque desprovista, claro está, de descripciones que expresasen abiertamente los sentimientos de sus autores— se convirtió en un montón de ataques, en una venganza de solitarias y grises masas de solaristas contra el objeto de sus arduas investigaciones, siempre igual de indiferente y ajeno a su presencia. Leí los trabajos de más de diez psicólogos europeos que, de forma injusta, no fueron incluidos en la colección de clásicos solaristas; su trato con la solarística consistió en un análisis de la opinión pública durante un largo periodo de tiempo: coleccionaban las declaraciones de gente corriente, voces de legos y, gracias a ello, demostraron la estrecha relación entre los cambios en la opinión pública y los procesos que se producían en los círculos de los científicos. También en el seno del grupo que coordinaba el Instituto Planetológico, donde se tomaban las decisiones sobre el apoyo material a las investigaciones, tuvieron lugar cambios que se vieron reflejados en la constante, aunque gradual, reducción del presupuesto de los institutos y centros solaristas, así como de las subvenciones a los equipos enviados al planeta. Las voces que proclamaban la necesidad de reducir el número de investigaciones se mezclaban con la exigencia, por parte de nuevos actores, de medios más eficaces, pero creo que, en todo esto, nadie superó al director administrativo del Instituto Cosmológico Universal, quien se empeñaba en propagar que el océano vivo no ignoraba a los seres humanos, sino que no sabía que estuvieran allí, de la misma forma que un elefante no ve a una hormiga paseándose por su lomo; con tal de llamar su atención y concentrarla en nosotros recomendaba el empleo de potentes estímulos e instrumentos gigantes, a escala de todo el planeta. Como curiosidad, cabe mencionar que era, según subrayó la malintencionada prensa, el propio director del Instituto Cosmológico — y no el del Planetológico, encargado de financiar la exploración solariana —, el que exigía tan costosas acciones; se trataba, pues, de ser generoso a costa del bolsillo ajeno. Y luego, el caos de las hipótesis, la recuperación de las más antiguas, la introducción de cambios significantes; la precisión o, por el contrario, la ambigüedad empezaron a convertir la solarística — hasta entonces clara, pese a su extensión— en un laberinto cada vez más enredado, plagado de callejones sin salida. En medio de una atmósfera de indiferencia, de estancamiento y de desánimo generalizados, un océano de folios estériles comenzó a acompañar en el tiempo al investigador solariano. Unos dos años antes, antes de que, graduado por el Instituto, ingresara en el laboratorio de Gibarian, se había constituido la Fundación Mett-Irving, que destinaba suculentos premios a quien pudiera aprovechar la energía generada por la materia del océano para ser utilizada por el hombre. Esa idea había sido, desde siempre, enormemente tentadora y más de una nave cósmica había trasladado a la Tierra cargas enteras de gelatina plasmática. Durante mucho tiempo, se elaboraron pacientemente métodos para su conservación, mediante altas o bajas temperaturas, una microatmósfera artificial y un microclima parecidos a los solarianos, algunas dosis de radiaciones de recuerdo; en definitiva, miles de recetas químicas y todo ello para observar un proceso de desintegración, más o menos vago, que, obviamente como todo lo demás, fue descrito con todo detalle en cada una de sus fases: la autolisis, la maceración, la licuefacción de primer grado (primaria), o tardía (secundaria). Las muestras de todo tipo de eflorescencias y creaciones de plasma corrían la misma suerte, con algunas variantes en lo que refiere al proceso de descomposición final, del que solo quedaba una aguachirle licuada por la fermentación, ligera como la ceniza y metalizada. Cualquier solarista al que despertaran en mitad de la noche era capaz de proporcionar su composición, la proporción de los elementos y las fórmulas químicas. El absoluto fracaso a la hora de mantener con vida — aunque solo fuera en un estado vegetativo o de hibernación— un fragmento, pequeño o grande, del monstruo fuera de su organismo planetario, dio lugar al convencimiento (desarrollado por la escuela de Meunier y Proroch) de que había que resolver un único misterio y que, el día que consiguiéramos abrirlo con la llave interpretativa adecuada, todo quedaría explicado. Gente que a menudo no guardaba ninguna relación con la ciencia dedicó tiempo y energías a la búsqueda de dicha llave, la piedra filosofal de Solaris. En la cuarta década de la solarística, la cantidad de charlatanes y maniacos procedentes de fuera del ámbito científico — locos que superaban en entusiasmo a sus antecesores, una especie de profetas del perpetuum mobile o de la «cuadratura del círculo»— alcanzó la magnitud de una epidemia, lo que terminó preocupando a algunos psicólogos. Sin embargo, esa pasión se extinguiría pasados unos años, y para cuando yo preparaba mi viaje a Solaris, ya hacía tiempo que había desaparecido de la primera plana de los periódicos y de las conversaciones, al igual que todo lo relacionado con el océano. Al colocar el tomo de Gravinski en su sitio, encontré, justo al lado — los libros estaban colocados por orden alfabético —, un pequeño folleto de Grattenstrom, apenas visible entre los gruesos lomos, una de las manifestaciones más peculiares de la literatura solariana. Se trata de una publicación que, en su esfuerzo por comprender lo extrahumano, estaba enfocada en contra de la gente, en contra del ser humano. Anteriormente, el autor había publicado unos sorprendentes apuntes acerca de ciertas ramas muy exactas y marginales de la física cuántica. El libelo que ahora tenía entre las manos era un trabajo extremadamente frío escrito por un autodidacta empeñado en demostrar, en menos de veinte páginas, que incluso los logros de la ciencia, los aparentemente abstractos, los más teóricos y basados en cálculos matemáticos, en realidad estaban a uno o dos pasos de la prehistórica, sensorial y antropomórfica idea del mundo que nos rodea. Entre las fórmulas de la teoría de la relatividad, del teorema de campos magnéticos, de la paraestática y en la hipótesis del campo cósmico unificado buscó indicios del cuerpo humano, de la estructura de nuestro organismo, de las limitaciones e imperfecciones de la fisiología animal del hombre; aquello llevó a Grattenstrom a la conclusión definitiva de que el Contacto del hombre con una civilización no antropomorfa ni humanoide nunca había sido, ni sería posible. Era un panfleto en contra de toda la especie que, sin mencionar en ningún momento al océano inteligente, lograba que su presencia, disimulada bajo un desdeñoso silencio triunfador, se percibiera casi en cada frase. Eso fue lo que sentí al familiarizarme por primera vez con el folleto de Grattenstrom. En cualquier caso, aquel trabajo era más una mera curiosidad que un ejemplo propiamente dicho de la literatura solariana y si se hallaba en la biblioteca clásica era porque Gibarian lo había colocado allí personalmente; fue él quien me animó a leerlo. Con cuidado y con una extraña sensación de respeto, volví a dejar la fina copia impresa, ni siquiera estaba encuadernada, en la estantería. Toqué con la punta de los dedos las verdes y marrones tapas del Almanaque Solarista. Era innegable que, pese al caos y la impotencia que nos rodeaban, gracias a las vivencias de los últimos diez días, habíamos alcanzado cierta certeza respecto de varias cuestiones básicas, en cuya investígación se había gastado un mar de tinta, puesto que había sido objeto de disputas, estériles por su carácter irresoluble. La cuestión de si el océano era un ser vivo podría seguir planteando dudas a un obstinado amante de las paradojas. En cambio, era imposible negar la existencia de su psique, independientemente de lo que uno entendiera por ese término. Era obvio que notaba nuestra presencia sobre su superficie. Aquella única constatación suprimía de golpe una rama de la solarística bastante desarrollada, según la cual el océano era «un mundo independiente», «un ser independiente» desprovisto de órganos sensoriales a causa de un proceso degenerativo; un ente encerrado en una espiral de gigantescas corrientes mentales cuyo origen, presente y destino eran el abismo arremolinado bajo dos soles. Además, habíamos averiguado que era capaz de llevar a cabo la síntesis artificial de nuestros cuerpos, algo de lo que nosotros no éramos capaces, e incluso de perfeccionarlos, transformándolos en una estructura subatómica de incomprensibles cambios que, con toda seguridad, algo tenían que ver con sus objetivos. Por lo tanto, existía, vivía, actuaba; la posibilidad de reducir el «problema de Solaris» a un sinsentido, o de desecharlo, o la opinión de que no se trataba de ningún Ser Vivo (por lo que nuestro fracaso no era tal), se estaban derrumbando de una vez por todas. Había llegado el momento de que el ser humano aceptase, lo quisiera o no, la presencia de un vecino que, pese a estar separado de él por billones de kilómetros de vacío y por un buen puñado de años luz, se había cruzado en su camino hacia la expansión; y la tarea de comprenderlo era más difícil que cualquier otra que pudiera plantear el resto del Universo. «Quizás estemos en un momento decisivo de la historia», pensé. Barajaba la posibilidad del abandono, de la retirada en un futuro inmediato, o a medio plazo; incluso consideraba viable el cierre de la propia Estación. Sin embargo, no creí que, gracias a eso, fuese posible salvar nada. El simple hecho de pensar en un coloso inteligente nunca más dejaría indiferente al ser humano. Aunque atravesase galaxias enteras, aunque lograse relacionarse con otras civilizaciones de seres parecidos a nosotros, Solaris seguiría siendo un eterno desafío impuesto al hombre. Encontré otro volumen más, encuadernado en piel, perdido entre los anales del Almanaque. Examiné atentamente, durante unos instantes, la portada desgastada por el tacto antes de abrirlo. Era un viejo libro, la Introducción a la solarística de Muntius; recordé la noche que pasé leyéndolo y la sonrisa de Gibarian mientras me entregaba su propio ejemplar, y el amanecer terrestre visto desde mi ventana al llegar a la palabra «fin». La solarística, decía Muntius, es un sucedáneo de religión de la era cósmica, fe disfrazada de ciencia; el Contacto, el objetivo que pretende, no es menos vago y oscuro que el trato con los santos o el sacrificio del Mesías. Empleando fórmulas metodológicas, la exploración equivale a liturgia, el humilde trabajo de los investigadores se traduce en espera de una epifanía, de una Anunciación, ya que no existen, ni deben existir puentes entre Solaris y la Tierra. Ese paralelismo obvio, al igual que muchos otros (falta de experiencias comunes, carencia de ideas transmisibles) es rechazado por los solaristas, de la misma forma que los creyentes rechazaban los argumentos que cuestionan su dogma de fe. ¿Qué es lo que espera la gente que suceda, una vez establecida la «conexión informativa» con los mares inteligentes? ¿Un registro de vivencias relacionadas con una existencia interminable, tan remota que no recuerda ni siquiera sus inicios? ¿La descripción de los deseos, pasiones, esperanzas y sufrimiento liberados durante los momentáneos partos de las montañas vivas? ¿La transformación de la matemática en existencia encarnada, y de la soledad y el abandono en absoluta plenitud? Todo ello constituye una amalgama de conocimientos intransferibles y si intentamos traducirlos a cualquier lengua terrestre, los valores y los significados pretendidos se perderán, quedándose para siempre al otro lado. En cualquier caso, los «fieles» no esperan ese tipo de descubrimientos, más dignos de la poética que de la ciencia, no; sin darse cuenta, lo que de verdad esperan es una Revelación que les explique el sentido del ser humano en sí. La solarística es, pues, un sepulcro de mitos ya fallecidos, una manifestación de añoranzas místicas que los labios humanos no se atreven a pronunciar en voz alta; su piedra angular, escondida en lo más hondo de sus cimientos, la constituye la esperanza de la Redención. Los solaristas no son capaces de reconocer que esta sea la verdad y se preocupan por evitar cualquier descripción del Contacto, que, en sus escritos, siempre se convierte en algo definitivo, mientras que, en los inicios, todavía dominados por la objetividad, se trataba solo de un principio, una introducción, el comienzo de un nuevo camino, uno de tantos; sin embargo, tras su beatificación, se había convertido con el paso de los años en una nueva eternidad y un nuevo paraíso. El análisis de Muntius — el «hereje» de la planetología— es sencillo y amargo, deslumbrante en su negación, en la fragmentación del mito solariano, o más bien de la Misión del Ser Humano. La primera voz que se atrevió a discrepar durante aquella fase de desarrollo de la solarística, aún plena de confianza y romanticismo, fue silenciada e ignorada por completo; ese mutismo venía dado porque la aceptación de las palabras de Muntius equivalía a tachar a la solarística de lo que en el fondo era. En vano se esperó a que apareciera el fundador de una nueva etapa de la solarística, alguien que, con objetividad, fuese capaz de hacer borrón y cuenta nueva. Cinco años después de la muerte de Muntius — cuando su libro se convirtió en una suerte de mirlo blanco bibliográfico, imposible de encontrar en las colecciones de literatura solariana o en las de filosofía— se fundó una escuela con su nombre; se trata del círculo noruego, dividido entre las grandes figuras de pensadores que adoptaron su herencia, y que transformaron su ponderado discurso en la punzante e incisiva ironía de Erle Ennesson y, en versión un tanto trivializada, en la solarística aplicada, o sea, en la «utilitarística» de Phaelangi. Este último, a raíz de las investigaciones, exigió concentrarse en los beneficios concretos, sin reparar en las falsas esperanzas, adornadas con ilusiones, que aspiraban al Contacto y a la comunión intelectual de dos civilizaciones. Ante la despiadada claridad del análisis de Muntius, todos los escritos de sus herederos espirituales no son nada más que notas explicativas, salvo, quizás, las obras de Ennesson o, tal vez, las de Takat. El propio Muntius ya había completado él mismo el trabajo, bautizando la primera fase de la solarística como periodo de «profetas», entre los que incluía a Giese, a Holden y a Sevada; a la siguiente etapa, la denominó «gran cisma» — la escisión de la Iglesia unitaria solariana en un puñado de sectas enfrentadas—; y predijo una tercera etapa de dogmatización y de estancamiento escolástico, que habría de producirse una vez analizado todo lo examinable. No obstante, aquello no llegó a ocurrir. Pensé que Gibarian estaba en lo cierto al considerar el liquidador discurso de Muntius como una gran simplificación que obviaba todo lo que, dentro de la solarística, era contrario a las cuestiones de fe, y se regía por el carácter temporal de trabajos de investigación que no prometían nada salvo la materialidad de un planeta que giraba alrededor de dos soles. Entre las páginas del libro de Muntius, alguien había introducido un amarillento recorte, arrancado de la revista trimestral Parerga Solariana, de uno de los primeros artículos escritos por Gibarian, antes incluso de hacerse cargo de la dirección del Instituto. El título, «Por qué soy solarista», iba seguido de una enumeración de fenómenos concretos que justificaban la posibilidad real de llegar a establecer el Contacto. Y es que Gibarian pertenecía, en mi opinión, a la última generación de investigadores que se atrevieron a hacer referencia a los primeros años de esplendor y optimismo y no renunciaban a su particular fe, que sobrepasaba las fronteras de la ciencia; una fe en todo material, ya que confiaba en el éxito del esfuerzo, siempre que fuera tenaz e incesante. Partía de las bien conocidas investigaciones de tres bioelectrónicos nacidos en Eurasia: Cho-En-Min, Ngyalla y Kawakadza. Sus experimentos demostraron la existencia de elementos analógicos entre la imagen eléctrica de un cerebro activo y ciertas descargas generadas dentro del plasma, previas a la creación de criaturas tales como las Polymorpha en su estadio inicial y las gemelas Soláridas. Rechazaba las interpretaciones excesivamente antropomorfas, todas las tesis mistificadoras de las escuelas de psicoanálisis, de psiquiatría y de neurofisiología, que intentaban buscar, en el fangoso océano, equivalentes de algunas de las enfermedades propias de los humanos; como, por ejemplo, la epilepsia (cuyo correlato analógico serían las convulsas erupciones de las asimetriadas). De entre todos los propagadores del Contacto, él era uno de los más prudentes y lúcidos y no había cosa que le repugnara tanto como el escándalo que, con muy poca frecuencia, se generaba en torno a algún que otro descubrimiento. Dicho sea de paso, mi tesis suscitó un interés semejante (de la que, por cierto, aquí, en una de las cápsulas de microfilms, había una copia, por supuesto sin imprimir). Para elaborarla, me basé en los reveladores estudios de Bergmann y Reynolds quienes, de un mosaico de procesos de corteza cerebral, habían conseguido aislar y «filtrar» los elementos que acompañan las emociones más intensas — la desesperación, el dolor, el placer—; por mi parte, comparé aquellos registros con las descargas de las corrientes oceánicas y descubrí ciertas oscilaciones y perfiles en las curvas (en ciertos fragmentos de la cabeza de las simetriadas, en la base de los mimoides inmaduros, etcétera) que presentaban una interesante analogía. Fue suficiente para que mi nombre apareciera en los tabloides bajo un ridículo título del estilo de «La gelatina desesperada» o «El orgasmo del planeta». En cualquier caso, me benefició (al menos eso creía hasta hace poco) porque Gibarian, que, como cualquier experto solarista, no se leía los miles de trabajos que se publicaban sobre el tema (y mucho menos los de los novatos), se fijó en mí y me envió una carta. Una carta que cerró un capítulo de mi vida y abrió otro nuevo. LOS SUEÑOS A los seis días, sin haber obtenido ninguna respuesta, decidimos repetir el experimento. Mientras, la Estación, que hasta ese momento había permanecido fija en la intersección del paralelo 43 con el meridiano 116, retomó el rumbo, y se mantuvo a una altura de cuatrocientos metros sobre el océano, en dirección sur donde, según los indicadores del radar y los radiogramas del sateloide, la actividad del plasma había aumentado considerablemente. Durante cuarenta y ocho horas, el haz de rayos X modulado por mi encefalograma golpeó con intervalos de varias horas, aunque de forma invisible, la casi lisa superficie del océano. Cuando estaba a punto de cumplirse la segunda jornada, nos encontrábamos ya tan cerca del polo que, apenas el escudo del sol azul se escondía tras el horizonte, el contorno púrpura de las nubes, al otro lado, anunciaba la llegada del sol rojo. En la negra inmensidad del océano y sobre el vacío firmamento se reflejaba, deslumbrante por la impetuosidad de su esplendor, una lucha entre colores duros, que ardían con destellos metálicos y verde chillón, y las sordas llamas del púrpura; entretanto, el resplandor de ambos escudos contrapuestos, como dos violentas hogueras, una de mercurio y otra escarlata, partía el océano en dos. Una pequeña nube en el cénit originaba increíbles centelleos de luces que resbalaban por las olas, junto con la pesada espuma. Inmediatamente después de la puesta del sol azul, sobre el horizonte noroeste surgió una simetriada: al principio, apenas anunciada por los sensores y fundida casi por completo con la niebla teñida de bermejo, emergió en forma de aislados destellos una gigantesca flor en la intersección del cielo con la materia oceánica: una simetriada. Sin embargo, la Estación no cambió de rumbo y, al cabo de aproximadamente un cuarto de hora, el coloso — con un parpadeo rojo, como el de una lámpara de rubíes cuya llama está a punto de apagarse— se escondió de nuevo tras el horizonte. Unos minutos más tarde, una alta y delgada columna, cuya base se ocultaba tras la curvatura del planeta, fue lanzada a varios kilómetros, alargándose silenciosamente hacia la atmósfera. Aquella señal indicaba que la simetriada estaba llegando a su fin; ardía en color sangre, iluminada en parte como el mercurio, y evolucionaba hacia la forma de un árbol bicolor; sus ramas, cada vez más hinchadas, se fundieron en un hongo cuya parte superior emprendió, a la luz de las llamas de ambos soles, un largo viaje en compañía del viento; mientras, los esparcidos racimos de la parte inferior descendían lentamente. Una hora más tarde, no quedaba ni huella de aquel espectáculo. Pasaron dos días más y el experimento se repitió por última vez; las emisiones de rayos X se habían efectuado a lo largo de un buen tramo de la materia oceánica. Por el sur, aparecieron los Arrhénidos, perfectamente visibles desde nuestra elevada posición, pese a los trescientos metros que nos separaban: se trataba de una cadena de seis cumbres rocosas que parecían nevadas; en realidad, el efecto consistía en diferentes capas de procedencia orgánica, cuya presencia indicaba que aquella formación había pertenecido antaño al fondo del océano. Entonces cambiamos de rumbo hacia el noreste y avanzamos durante un tiempo en paralelo a la barrera montañosa mezclada con nubes, típicas de un día bermejo, hasta que aquellas también desaparecieron. Habían pasado ya diez días desde el primer experimento. Durante ese periodo, nada interesante había ocurrido en el seno de la Estación; una vez que Sartorius hubo diseñado el programa del experimento, una máquina lo repetía de forma automática y ni siquiera estoy seguro de que hubiera alguien controlando su funcionamiento. Al mismo tiempo, en la Estación sucedían muchas más cosas de las esperadas. Aunque no entre nosotros. Temía que Sartorius exigiría que se reanudasen los trabajos del aniquilador; esperaba también la reacción de Snaut, después de que el primero le convenciera de que, en cierta medida, yo lo había engañando, exagerando el peligro que implicaba la desintegración de la materia de neutrinos. Sin embargo, nada de eso ocurrió, por razones que, al principio, resultaron del todo misteriosas para mí; por supuesto tenía en cuenta la posibilidad de que me hubieran tendido una trampa, de que me estuvieran ocultando los preparativos y sus propósitos; por eso, a diario, me pasaba por el cuarto en el que se guardaba el aniquilador, una habitación sin ventanas que había justo debajo del laboratorio principal. Nunca me encontré con nadie, pero la capa de polvo que cubría las corazas y los cables de los aparatos indicaban que no los habían tocado desde hacía muchas semanas. Por aquel entonces, Snaut se había vuelto igual de invisible que Sartorius, pero mucho más inaccesible, dado que ni siquiera su visófono contestaba a las llamadas. Alguien tenía que estar dirigiendo los desplazamientos de la Estación, pero no puedo decir quién porque, aunque parezca extraño, tampoco me importaba en absoluto. La falta de respuesta del océano también me resultaba indiferente, hasta el punto de que, al cabo de dos o tres días, dejé de contar con ella, o de temerla: me olvidé por completo del experimento y de sus resultados. Me pasaba días enteros en la biblioteca, o en el camarote, con Harey, que vagabundeaba a mi vera como una sombra. Sabía que estábamos mal y que el estado de aquella apática e irreflexiva suspensión no podría alargarse indefinidamente. Debería haberme sobrepuesto, cambiar algo en nuestro trato, pero aplazaba ese momento, incapaz de tomar ninguna decisión; no sé explicarlo de otra manera, pero me parecía que todo dentro de la Estación, y en concreto lo que me unía a Harey, se hallaba en un inestable equilibrio, vertiginosamente acumulado, y que su ruptura podría arruinarlo todo. ¿Por qué? No lo sé. Lo más extraño era que ella también, al menos en parte, sentía algo parecido. Cuando ahora me pongo a pensar en ello, me parece que aquella sensación de inseguridad, de suspensión, o de sentir la llegada inminente de un terremoto, fue generada por una presencia imperceptible que llenaba todas las plantas y habitaciones de la Estación. Quizás a través de los sueños también se podría haber averiguado qué era. Dado que nunca antes había tenido semejantes visiones, ni las volvería a tener más adelante, decidí apuntar su contenido; gracias a ello puedo contar, no sin esfuerzo, algunos detalles, pero no son más que sobras que carecen de su tremenda riqueza original. En circunstancias prácticamente indescriptibles, me encontraba en medio de espacios desprovistos de cielo, de tierra, suelos, techos o paredes; estaba encorvado o aprisionado dentro de una sustancia desconocida, como si mi cuerpo estuviera enraizado en una pieza parcialmente muerta, inmóvil e informe; o bien, como si yo fuera ella, desprovisto de cuerpo, rodeado por unas manchas rosa pálido, al principio indescifrables, suspendidas en un centro de propiedades ópticas distintas a las del aire; había que acercarse para poder ver las cosas, incluso entonces demasiado grandes y sobrenaturales: en aquellos sueños, mi entorno más inmediato superaba en concreción y materialidad las experiencias de la realidad. Al despertarme, experimentaba la sensación paradójica de que aquella era la única realidad, la única verdadera, y que lo que veía aquí, después de abrir los ojos, no era más que su pálida sombra. Esa era la primera imagen, el principio del que surgía el sueño. Algo a mi alrededor aguardaba mi consentimiento, mi permiso, un gesto interior de aprobación; y yo sabía, o más bien, algo en mi interior sabía que no debía someterme a la incomprensible tentación, porque cuanto más me comprometía, sin decir nada, tanto peor sería el desenlace. En realidad, no lo sabía porque en tal caso, supongo, hubiera tenido miedo y jamás lo tuve. Seguí esperando. Algo emergió por primera vez de la niebla rosa que me rodeaba y me tocaba y yo, inerte como un tronco, totalmente inmovilizado en mi encierro, no podía ni retroceder, ni moverme, y aquello, ciego y vidente a la vez, palpaba las paredes de mi prisión, convirtiéndose en una especie de mano que me iba creando; hasta ese momento, yo no tenía ojos y, de pronto, ya veía; de los dedos que recorrían a ciegas mi cara nacían de la nada los labios, las mejillas y, a medida que aquel tacto, fraccionado en incontables fragmentos, se expandía, fui teniendo una cara y un torso que respiraba, llamados a la vida mediante aquel simétrico acto de creación: porque yo, a la vez que era creado, era también creador; y así aparecía una cara que no había visto nunca, ajena y familiar; intentaba mirarla a los ojos, pero no lo conseguía porque las proporciones seguían siendo distintas; no existían las direcciones y tan solo en medio de una silenciosa oración nos estábamos descubriendo y haciendo; yo ya era yo, pero multiplicado, como si no tuviera límites y aquel ser, ¿una mujer? permanecía junto a mí, inmovilizado. Nos animaba el pulso palpitante y éramos uno, pero de pronto, en la lentitud de aquella escena, fuera de la cual nada existía y, de alguna manera, no podía existir, algo indescriptiblemente cruel se introducía, imposible y contrario a la naturaleza. El mismo tacto que nos había creado, y que se había adherido a nuestros cuerpos como un manto dorado, empezaba a hormiguear. Nuestros cuerpos, desnudos y blancos, se ennegrecían mientras nadaban en un arroyo de repugnantes insectos que se retorcían y que exhalábamos como si fueran aire; y yo era, éramos, una reluciente masa entrelazada desatándose, una masa de lombrices en movimiento, imperecedera, inacabada y, en medio del infinito, ¡no! yo, el infinito, aullaba, en silencio, clamando porque aquello se apagara, clamando por el final; pero en ese momento, empecé a dispersarme en todas direcciones y mi sufrimiento se multiplicó por cien, más auténtico que en la realidad, concentrado en lejanías negras y rojas, solidificado como una roca o culminando a la luz de otro sol o de otro mundo. Entre todos los sueños, ese era el más sencillo, no soy capaz de contar los demás, porque las fuentes del mal que de ellos brotaban no tenían equivalente alguno en mi consciente en alerta. Mientras soñaba, no sabía de la existencia de Harey, pero tampoco conseguía dar con recuerdos o experiencias de mi vida. Tuve también otros sueños en los que, en medio de la solidificada y muerta oscuridad, creía estar en el centro de laboriosos y lentos experimentos que no se servían de ninguna herramienta de investigación; me atravesaban, me desmenuzaban, me olvidaba de todo hasta sentir el vacío absoluto; el colofón de aquellos silenciosos y aniquiladores intercambios era el miedo, cuyo recuerdo bastaba para acelerar, durante el día, mi corazón. Los días, sin embargo, eran todos iguales, descoloridos, llenos de aburrida desgana hacia todo cuanto me rodeaba; se arrastraban soñolientos hacia la extrema indiferencia. Solo temía las noches y no sabía cómo escapar de ellas; me quedaba despierto junto a Harey, que nunca dormía, la besaba y la acariciaba, pero sabía que en realidad no se trataba ni de ella ni de mí; lo hacía todo por miedo al sueño y ella — pese a que no le hubiera dicho nada, ni una palabra sobre aquellas estremecedoras pesadillas— debía de sospechar algo porque, cuando se quedaba inmóvil, yo percibía en ella la conciencia de una constante humillación, pero no podía hacer nada por evitarlo. Ya he dicho que Snaut, Sartorius y yo apenas nos veíamos. Snaut daba señales de vida cada pocos días mediante una nota, pero sobre todo llamaba por teléfono. Me preguntaba si me había notado algún fenómeno nuevo, algún cambio que pudiera ser interpretado como respuesta al experimento tantas veces repetido. Yo respondía que no mientras me hacía la misma pregunta. Snaut se limitaba a negar con la cabeza desde el fondo de la pantalla. El decimoquinto día tras el fin de los experimentos, me desperté antes que de costumbre agotado por la pesadilla, hasta el punto de que me pareció que abría los ojos tras una sesión de anestesia general. A la luz de los primeros rayos del sol rojo, que partía como un río de fuego púrpura la superficie del océano, vislumbré, a través de la ventana desnuda, cómo aquella planicie, hasta entonces inmóvil, se iba enturbiando disimuladamente. Su negrura empalideció en un primer momento, como protegida por una fina capa de niebla, pero su consistencia era muy real. En algunos puntos, aparecieron centros de ansiedad y, finalmente, un movimiento indefinido se extendió por todo el horizonte. El negro desapareció bajo una membrana con protuberancias rosa pálido y cavidades de color perla y marrón. Esos tonos, que formaban largos surcos de olas inmovilizadas sobre aquella extraña cortina que cubría el agua, se mezclaron entonces y el océano entero apareció cubierto por una espuma de pompas de considerable tamaño, que se elevaba en grandes placas, tanto por debajo de la Estación como en sus proximidades. De pronto, por todas partes empezaron a surgir nubes de espuma, que planeaban con alas membranosas y bordes ingentes, y que no se parecían en nada a las nubes que yo conocía. Algunas se superponían al bajo escudo del sol y, por contraste, cobraban una tonalidad negro azabache; otras en cambio, las más cercanas al sol, dependiendo del ángulo de los rayos del amanecer se volvían bermejas, con tonos cereza, amaranto; aquel proceso continuaba, como si el océano se estuviera descamando a capas sangrientas, descubriendo a ratos su negra superficie, cubriéndola, en otros momentos, con una pátina de espumas solidificadas. Algunas de esas criaturas pasaban muy cerca de las ventanas, a unos dos o tres metros; en una ocasión, una de ellas rozó el cristal con su piel, en apariencia, de terciopelo; mientras tanto, los primeros enjambres que se habían precipitado al espacio apenas se veían a lo lejos, como pájaros dispersos diluyéndose en el cénit. La Estación se detuvo durante las aproximadamente tres horas que duró el espectáculo. Cuando el sol ya se había escondido tras el horizonte y el océano debajo de nosotros se había quedado a oscuras, miles de aquellas esbeltas siluetas doradas siguieron ascendiendo hacia el cielo, cada vez más y más alto, inmutables y livianas, navegando en formaciones de interminables filas, como si fueran cuerdas de un instrumento musical. La majestuosa ascensión de alas desgarradas duró hasta fundirse con la noche más negra. Aquel fenómeno, sobrecogedor en su plácida inmensidad, espantó a Harey, pero no supe explicarle nada de lo que estaba viendo. Para mí, como solarista, también era algo nuevo e incomprensible, en la misma medida que para ella. Sin embargo, las formaciones no catalogadas pueden verse en Solaris con una frecuencia aproximada de dos o tres veces por año, y si uno tiene suerte, alguna más. La noche siguiente, una hora antes del amanecer del sol azul, fuimos testigos de otro fenómeno más: el océano estaba fosforeciendo. Al principio, sobre su superficie oculta por el crepúsculo, aparecieron manchas aisladas, o más bien reflejos de luz blanca, borrosa, que se movían al ritmo de las olas. Se fundían unas con otras y se dispersaban hasta que la estela espectral se esparció en dirección a todos los horizontes. La intensidad lumínica fue en aumento a lo largo de unos quince minutos; después de eso, el fenómeno terminó de modo sorprendente: el océano empezó a apagarse y por el oeste se aproximó una franja de oscuridad de centenares de kilómetros de ancho; cuando llegó a la altura de la Estación, pasó de largo y la parte del océano que aún fosforecía se vio como un resplandor que se alejaba y desvanecía. Cuando alcanzó el horizonte, parecía una enorme aurora boreal que enseguida desapareció. El sol no tardó en salir y la vacía e inmóvil planicie, apenas surcada por los destellos mercuriales de las olas que se veían desde las ventanas de la Estación, de nuevo se extendía en todas direcciones. La fosforescencia del océano era un fenómeno ya descrito; en algunos casos, se observaba justo antes de la aparición de las asimetriadas y, además, era el típico síntoma del incremento de la actividad local del plasma. Sin embargo, a lo largo de las siguientes dos semanas no pasó nada, ni en el interior, ni en el exterior de la Estación. Solo en una ocasión, en mitad de la noche, oí un grito que parecía venir de la nada y de todas partes a la vez, increíblemente alto, agudo y prolongado; algo parecido a un lloriqueo ampliado de manera sobrenatural; arrancado de mi pesadilla, estuve escuchando durante largo rato, no del todo seguro de si aquel grito no pertenecería al sueño. El día anterior, se habían oído unos ruidos ahogados, procedentes del laboratorio de arriba, como si estuvieran trasladando grandes pesos o maquinaria pesada; me pareció que el grito me había llegado también desde arriba, algo bastante extraño, ya que ambas plantas estaban separadas entre sí por un suelo y un techo insonorizados. Aquella agónica voz se prolongó durante casi media hora. Era tan desquiciante que, sudando y medio enloquecido, quise subir corriendo. Por fin cesó y de nuevo se escuchó el desplazamiento de objetos pesados. Una tarde, dos días después, Harey y yo estábamos sentados en la pequeña cocina cuando, de repente, entró Snaut. Iba vestido con ropa terrestre de verdad, lo cual le daba un aire diferente. Parecía algo más alto y más viejo. Casi sin mirarnos, se dirigió hacia la mesa, se inclinó sobre ella y, sin sentarse, se puso a comer carne fría en conserva directamente de la lata, acompañándola con un poco de pan. La manga se le metía dentro del recipiente y se ensució de grasa. — Te estás manchando — dije. — ¿Hum? — balbuceó con la boca llena. Comía como si llevara días sin probar bocado, se sirvió medio vaso de vino, se lo tomó de un trago, se limpió los labios y suspiró, echando un vistazo a su alrededor con los ojos inyectados en sangre. Me miró y murmuró—: ¿Te has dejado crecer la barba? Bueno, bueno… Harey arrojó con estrépito el plato al fregadero. Mientras, Snaut empezó a balancearse sobre sus tacones, torcía la boca y chascaba la lengua, limpiándose con ella los dientes. Me dio la sensación de que lo hacía a propósito. — ¿No te apetece afeitarte, eh? — preguntó, escrutándome con insistencia. No dije nada. —¡Ten cuidado! — soltó al cabo de un rato —. Te lo aconsejo. El primero también dejó de afeitarse. — Vete a dormir — refunfuñé. — ¿Qué? ¡De ninguna manera! ¿Por qué no charlamos? Escucha, Kelvin, ¿y si él está de nuestra parte? ¿Quizás quiera hacernos felices y aún no sabe cómo? Solo un dos por ciento de los procesos cerebrales son conscientes, y él descifra nuestros deseos. Por lo tanto, nos conoce mejor que nosotros mismos. Hay que hacerle caso. Aceptarlo. ¿Me estás escuchando? ¿No quieres? ¿Por qué…? —Su voz se quebró, lacrimosa —. ¿Por qué has dejado de afeitarte? — Para — gruñí —. Estás borracho. — ¿Qué? ¿Borracho, yo? ¿Qué pasa? ¿Alguien que ha cargado con sus excrementos por toda la galaxia para averiguar cuánto valen no puede emborracharse? ¿Por qué? ¿Tú crees que el ser humano tiene una misión que cumplir, Kelvin? Gibarian me habló de ti, antes de que se dejara crecer la barba… Eres exactamente como me contó… Solo te pido que no vayas al laboratorio, perderías la fe… allí Sartorius, nuestro Fausto à rebours, se halla en medio de un proceso creativo, empeñado en buscar un remedio contra la inmortalidad, ¿sabes? Es el último caballero del Santo Contacto, el que nos podemos permitir… su anterior idea tampoco estaba mal: agonía prolongada. No está mal, ¿verdad? Agonía perpetua… la paja… los sombreros de paja… ¿cómo es posible que no bebas, Kelvin? Sus ojos, cubiertos casi por completo por los hinchados párpados, se posaron sobre Harey, inmóvil junto a la pared. —¡Oh, blanca Afrodita, emergida del océano! El rayo divino rozó tu mano… — empezó a recitar y se ahogó de risa —. Lo he clavado… ¿verdad, Kelvin? — gimió mientras tosía. Yo seguía sereno, pero era un sosiego a punto de convertirse en cólera fría. —¡Para! — silbé —. ¡Para y sal! — ¿Me estás echando? ¿Tú también? ¿Te estás dejando crecer la barba y me estás echando? ¿Ya no necesitas mis advertencias, mis consejos de compañero estelar? Kelvin, abramos las trampillas del fondo, le gritaremos, dirigiéndonos hacia abajo; quizás nos escuche. ¿Pero cómo se llama? Piénsalo, hemos bautizado a todas las estrellas y planetas, aunque puede que tuvieran ya un nombre. ¡Eso es usurpación! Escucha, vayamos para allá. Gritaremos… Le diremos en lo que nos ha convertido y se asustará… Nos construirá simetriadas plateadas y rezará por nosotros en su lengua matemática, nos arrojará encima ángeles sangrientos y su martirio y su miedo se convertirán en nuestro martirio y nuestro miedo, nos implorará que aceleremos su final. Todo lo que es y lo que hace es una súplica en ese sentido. ¿Por qué no te ríes? Solo estoy bromeando. Tal vez si nosotros, como raza, hubiéramos tenido más sentido del humor, esto no habría ocurrido. ¿Sabes qué pretende Sartorius? Quiere castigar al océano, quiere que grite a través de todas sus montañas. ¿Crees que no se atreverá a presentar su plan a la aprobación de aquel areópago esclerótico que nos envió aquí en calidad de redentores de pecados ajenos? Tienes razón, se acobardará, pero solo por culpa del sombrerito. Nuestro Fausto no es tan valiente como para confesar lo del sombrerito. Yo no decía nada. Snaut se tambaleaba cada vez más, las lágrimas corrían por su cara y goteaban sobre su ropa. — ¿Quién lo ha hecho? ¿Quién nos ha hecho esto? ¿Fue Gibarian? ¿Giese? ¿Einstein? ¿Platón? Eran todos unos delincuentes, ¿sabes? Piensa que, en el interior de un cohete, el ser humano puede estallar como una burbuja, o solidificarse, o cocerse, o vaciarse de sangre tan rápido que no le dé tiempo ni a gritar; después, los huesecillos golpearán las paredes de chapa, mientras dan vueltas por las órbitas de Newton corregidas por Einstein; ¡son los sonajeros del progreso! Nosotros acudimos sin protestar, porque es un camino precioso; por fin hemos llegado y nos hemos realizado, aquí, en estas celdas, sobre estos platos, entre friegaplatos inmortales, rodeados de un ejército de fieles armarios y devotas tazas de WC. Míralo, Kelvin. De no haber estado borracho, no te estaría diciendo esto, pero al fin y al cabo alguien debía hacerlo. ¿A que alguien tenía que decírtelo? Estás aquí sentado, como un niño en el matadero, y te dejas crecer el pelo… ¿Quién tiene la culpa? Respóndete tú mismo… Se dio la vuelta despacio y salió, agarrándose del marco de la puerta para no caerse; nos llegó el eco de sus pasos por el pasillo. Evitaba la mirada de Harey, pero nuestros ojos se cruzaron. Quería acercarme a ella, abrazarla, acariciar su pelo, pero no pude. No pude. ÉXITO Las siguientes tres semanas parecieron ser el mismo día que se repetía una y otra vez, siempre igual: las contraventanas bajaban y subían, de noche salía de una pesadilla para, arrastrándome, entrar en otra y allí empezaba el juego. ¿Pero se trataba de un juego? Fingía estar tranquilo, y Harey también; aquel tácito acuerdo, la conciencia del engaño mutuo era nuestra última escapatoria. Hablábamos mucho de cómo viviríamos en la Tierra, de nuestra casa en las afueras de una gran ciudad, de que nunca más abandonaríamos el cielo azul y los árboles verdes; nos recreábamos en la decoración de nuestro futuro hogar, con su jardín, e incluso llegamos a pelearnos por los detalles del seto, o por el banco. ¿Me lo creí, aunque fuera por un segundo? No. Sabía que era imposible. Lo sabía. Aunque pudiese abandonar viva la Estación, en la Tierra únicamente podían aterrizar seres humanos y un ser humano tiene papeles. El primer control acabaría con aquella fuga. Intentarían identificarla, así que, para empezar, nos separarían y aquello la delataría inmediatamente. La Estación era el único lugar donde podríamos vivir juntos. ¿Lo sabía Harey? Seguro que sí. ¿Alguien se lo había dicho? A la luz de cuanto ocurrió, sospecho que sí. Una noche, escuché cómo Harey se levantaba sigilosamente. Tenía ganas de abrazarla. Ahora, el silencio y la oscuridad eran lo único que podía liberarnos por un momento, y ese olvido convertía la desesperación que nos cercaba en un descanso de la tortura diaria. No se debió de fijar en que me había despertado. Antes de que me diera tiempo a alargar el brazo, se bajó de la cama. Escuché, aún medio dormido, las pisadas de sus pies descalzos. Un pavor indefinido se apoderó de mí. — ¿Harey? — susurré. Tenía ganas de gritar, pero no me atreví. Me senté sobre la cama. La puerta del pasillo estaba entornada. Una aguja de luz atravesaba el camarote. Me pareció escuchar voces ahogadas. ¿Estaría hablando con alguien? ¿Con quién? Bajé al suelo de un salto, pero tenía tanto miedo que me costó que las piernas me obedecieran. Durante un rato, me quedé allí de pie, a la escucha, pero no se oía nada. Trabajosamente, me arrastré de vuelta a la cama. La sangre golpeaba mis sienes. Empecé a contar, pero lo dejé al llegar a mil. La puerta se abrió en silencio y Harey se deslizó al interior de la estancia; se quedó allí, inmóvil, como si escuchara mi respiración. Intenté que fuera regular. — ¿Kris? — susurró, pero no contesté. Se metió rápidamente en la cama. No sé durante cuánto tiempo permanecí tumbado e inerte a su lado. Intenté formular preguntas, pero cuanto más tiempo transcurría, más claro tenía que no sería yo quien hablaría primero. Al cabo de una hora, me quedé dormido. La mañana fue igual que siempre. Cuando ella no me miraba, yo la observaba de reojo. Después de comer, nos sentamos el uno frente al otro, junto a la cóncava ventana, con nubes bajas y de color bermejo al otro lado. La Estación las atravesaba como un buque. Harey estaba leyendo un libro y yo andaba sumido en uno de mis ensimismamientos que, en aquella época, a menudo me ofrecían mi único descanso. Me di cuenta de que, si inclinaba la cabeza en un ángulo determinado, podía ver nuestra imagen reflejada con nitidez en el cristal. Retiré la mano del brazo del sillón. En la ventana, vi cómo Harey, pensando que yo disfrutaba de la vista del océano, se inclinaba sobre el lugar exacto que yo había estado tocando y lo rozaba con los labios. Seguí sentado en un postura forzada, exageradamente tieso, mientras ella volvía a las páginas de su libro. — Harey — dije en voz baja —. ¿Dónde fuiste por la noche? — ¿Por la noche? — Sí. — Lo habrás soñado, Kris. No he salido a ninguna parte. — ¿No has salido? — No. Has debido de soñarlo. — Puede ser — dije —. Es posible que lo haya soñado. Por la noche, a punto de acostarnos, volví a hablarle de nuestro viaje, del regreso a la Tierra. — Ay, no quiero oír hablar de eso — dijo —. No hables, Kris. Sabes que… — ¿Qué? — Nada. Nada. Ya en la cama dijo que tenía sed. — Allí, en la mesa, hay un vaso de zumo. Alcánzamelo. Se bebió la mitad y me lo devolvió. Yo no tenía ganas de beber. — Por mi salud — sonrió. Me tomé el zumo, que me pareció un tanto salado, pero no le presté atención. — Si no quieres que hablemos de la Tierra, ¿de qué quieres que hablemos entonces? — pregunté cuando apagó la luz. — ¿Te casarías si yo no estuviera? — No. — ¿Nunca? — Nunca. — ¿Por qué? — No lo sé. —Llevaba diez años solo y no me había casado —. No hablemos de eso, cariño… La cabeza me daba vueltas, como si me hubiese tomado, al menos, una botella de vino. — No, al contrario, hablemos de ello. ¿Y si yo te lo pidiera? — ¿Que me casara? Eso es una tontería, Harey. No necesito a nadie más que a ti. Se inclinó sobre mí. Noté su aliento en mis labios, me abrazó con tanta fuerza que se me quitó el sueño que empezaba a invadirme. — Dilo de otra forma. — Te quiero. Golpeó su frente contra mi hombro, sentí el temblor de sus párpados tensos y la humedad de sus lágrimas. — Harey, ¿qué te pasa? — Nada. Nada. Nada — fue repitiendo cada vez más bajo. Intenté abrir los ojos, pero se me cerraban por sí solos. No sé en qué momento me quedé dormido. El amanecer rojo me despertó. Tenía la cabeza de plomo y el cuello rígido, como si todas las vértebras se hubiesen fusionado en un único hueso, me resultaba imposible mover la lengua que sentía áspera y repugnante dentro de la boca. Algo debió de sentarme mal, pensé, levantando la cabeza con esfuerzo. Estiré el brazo buscando a Harey, pero solo encontré la sábana fría. Me senté con brusquedad. La cama estaba vacía y no había nadie en el camarote. La ventana multiplicaba el reflejo del disco solar rojo. Salté al suelo. Me tambaleé como un borracho, seguro que estaba muy cómico. Agarrándome a los muebles, alcancé el armario, el baño estaba vacío. El pasillo también. En el taller no había nadie. —¡Harey! — grité en medio del pasillo, dando brazadas sin darme cuenta —. Harey… — gemí una vez más, consciente ya de lo que había ocurrido. No recuerdo con exactitud lo que pasó después. Debí de recorrer la Estación medio desnudo, recuerdo que incluso eché un vistazo al interior de la cámara frigorífica; después, al último almacén, golpeando con las manos la puerta corredera. Puede que incluso pasara varias veces por allí. La escalera retumbaba, me caía, me levantaba, corría de un lado a otro, hasta que llegué a la barrera de cristal; detrás estaba la salida al exterior: una doble puerta acorazada. La empujé con todas mis fuerzas, pidiendo a gritos que ojalá se tratara de un sueño. Había alguien que llevaba un rato a mi lado, sacudiéndome y tirando de mí. Al poco, me encontré en el pequeño taller, con la camisa empapada de agua fría, el pelo pegado, la nariz y la lengua abrasados por alcohol de noventa grados. Estaba tumbado sobre una superficie fría, metálica, mientras Snaut, con sus manchados pantalones de tela, se afanaba en el interior del botiquín, tirando cosas y haciendo un ruido espantoso con el instrumental y los recipientes. De pronto, lo vi justo delante; me miraba a los ojos, atento y encorvado. — ¿Dónde está ella? — No está. — Pero, pero, Harey… — Harey ya no está —dijo despacio, con claridad, acercando su cara a la mía, como si me hubiera propinado un golpe y ahora estuviera observando sus consecuencias. — Volverá… —susurré mientras cerraba los ojos. Y por primera vez, de verdad no tuve miedo de ella. No temía su regreso espectral. ¡No entendía cómo podía haberme asustarme antes! — Bébete esto. Me acercó un vaso de líquido caliente. Lo examiné y se lo escupí a la cara. Retrocedió, limpiándose los ojos. Cuando los abrió, se encontró conmigo delante. Era tan pequeño. —¡¿Fuiste tú?! —¡¿De qué estás hablando?! — No mientas, lo sabes perfectamente. ¿Fuiste tú quien habló con ella aquella noche? ¿Quién la obligó a darme el somnífero? ¡¿Qué le has hecho?! ¡Di! Se palpó el pecho. Sacó un sobre arrugado. Se lo arranqué de las manos. Estaba cerrado. Ningún destinatario. Desgarré el papel y un folio plegado en cuatro cayó de su interior al suelo. La letra era grande, un tanto infantil, dispuesta en renglones desiguales. La reconocí. Mi amor, fui yo quien se lo pidió. Él es buena persona. Siento muchísimo haber tenido que mentirte, pero no había otra manera. Puedes hacer una última cosa por mí: hazle caso y no te hagas daño. Has sido maravilloso. Debajo había una palabra tachada, pero conseguí leerla: había escrito «Harey» y después lo había tachado; quedaba una letra, una H o una K, convertida en una mancha. Leí la carta una y otra vez. Y otra más. Estaba ya demasiado sobrio como para ponerme histérico, no podía llorar, ni siquiera era capaz de emitir ningún sonido. — ¿Cómo? — susurré —. ¿Cómo? — Ahora no, Kelvin. Sé fuerte. — Estoy siendo fuerte. Habla. ¿Cómo? — Por aniquilación. — Pero ¿cómo? ¡¿Y el aparato?! — Me levanté. — El aparato de Roche era inservible. Sartorius construyó otro, un desestabilizador especial. De tamaño pequeño y que solo funciona en un radio de pocos metros. — ¿Qué le ha pasado? — Ha desaparecido. Un destello y un soplo. Un soplo leve. Nada más. — ¿Dices que funciona en un pequeño radio? — Sí, no disponíamos de suficiente material para construir uno más grande. De repente, las paredes se me empezaron a caer encima. Cerré los ojos. — Dios mío… ella volverá, sí, volverá… — No. — ¿Cómo que no? — No, Kelvin. ¿Recuerdas aquellas espumas? Desde entonces, ya no han vuelto. — ¿Ya no? — No. — La has matado — dije en voz baja. — Sí. Tú, en mi lugar, ¿no lo habrías hecho? Me levanté precipitadamente y empecé a caminar cada vez más rápido. Entre la pared y el rincón, ida y vuelta. Nueve pasos. Media vuelta. Nueve pasos. Me detuve frente a él. — Escucha, vamos a mandar el informe. Pediremos conexión directa con el Consejo. Se puede hacer. Estarán de acuerdo. Tienen que hacerlo. El planeta será excluido de la Convención de los Cuatro. Todos los medios estarán permitidos. Traeremos generadores de antimateria. ¿Crees que puede existir algo que se resista a la antimateria? ¡No hay nada! ¡Nada! ¡Nada! — grité triunfalmente, cegado por las lágrimas. — ¿Quieres destruirlo? — preguntó —. ¿Por qué? — Sal. ¡Déjame! — No me iré. —¡Snaut! Lo estaba mirando a los ojos. «No», dijo moviendo la cabeza. — ¿Qué quieres? ¿Qué quieres de mí? Retrocedió hacia la mesa. — Está bien. Enviaremos el informe. Me di media vuelta y seguí caminando. — Siéntate. — Déjame en paz. — Hay dos cosas. La primera son los hechos. La segunda, nuestras exigencias. — ¿Tenemos que hablar de eso ahora? — Sí, ahora. — No quiero. ¿Entiendes? No me importa en absoluto. — La última vez que enviamos un comunicado fue antes de que muriera Gibarian. Hace más de dos meses. Deberíamos describir con exactitud de qué manera transcurrió la aparición de… — ¿Vas a seguir? — Lo zarandeé. — Puedes pegarme — dijo —, pero, aun en ese caso, seguiré hablando. Lo solté. — Haz lo que quieras. — La cuestión es que Sartorius intentará ocultar ciertos hechos. Estoy casi seguro de ello. — ¿Y tú no? — No. Ahora ya no. Ya no es solo asunto nuestro. Se trata de… ya sabes de qué se trata. Ha demostrado una actitud inteligente. Posee la capacidad de síntesis orgánica de un orden superior, algo desconocido para nosotros. Conoce la estructura, la microestructura, el metabolismo de nuestro organismo… — Está bien — dije —. ¿Por qué te callas? Ha llevado a cabo una serie… una serie de experimentos con nosotros. Una vivisección de nuestra psique. Basándose en los conocimientos robados de nuestras cabezas, sin contar con nosotros. — Esto ya no son hechos, ni siquiera conclusiones, Kelvin. Son hipótesis. De algún modo, contaba con los deseos más secretos de nuestras mentes. Bien pudiera tratarse de regalos… —¡Regalos! ¡Por Dios! Empecé a reírme. —¡Para! — gritó, agarrándome de la mano. Estrujé sus dedos. Cada vez apretaba con más fuerza, hasta que sus huesos crujieron. Me miraba con los ojos entornados, sin inmutarse. Lo solté y me aparté en un rincón. Cara a la pared, dije: — Intentaré no ponerme histérico. — Olvidémonos de esto. ¿Qué vamos a pedir? — Dilo tú. Ahora no puedo. ¿Dijo algo antes de…? — No. Nada. En cuanto a mí, creo que ahora existe una oportunidad. — ¿Una oportunidad? ¿Qué oportunidad? ¿De qué? Ah… — dije más bajo, mirándolo a los ojos, porque de pronto había entendido —. ¿El Contacto? ¿Otra vez el Contacto? Como si fuera poco contigo, contigo mismo y todo este manicomio… ¿El Contacto? No, no, no. No cuentes conmigo. — ¿Por qué? —dijo completamente calmado —. Kelvin, ahora más que nunca, sigues tratándolo de forma instintiva como a un ser humano. Lo odias. — ¿Y tú no? — lancé. — No, Kelvin, si está ciego… — ¿Ciego? — repetí, sin tener la certeza de haber oído bien. — Por supuesto, según nuestro modo de ver. Para él no existimos de la forma en que existimos los unos en relación a los otros. La superficie del rostro, del cuerpo que vemos, hace que nos reconozcamos como individuos. En cambio para él somos un cristal transparente. Se introdujo en nuestros cerebros. — Pues muy bien, ¿y qué? ¿Adonde quieres llegar? Si ha sido capaz de animar, de crear a un ser humano que no existe, aparte de en mi memoria, con sus ojos, sus movimientos, su voz… la voz… —¡Sigue hablando! ¡Sigue hablando! ¡¿Me oyes?! — Sigo… sigo… Sí. Entonces… la voz… resulta por tanto lógico que pueda leer en nosotros como si fuéramos un libro. ¿Sabes a lo que me refiero? — Sí. ¿A que si quisiera podría establecer contacto con nosotros? — Naturalmente. ¿No es obvio? — No. Para nada. Podía haber cogido una fórmula de fabricación sin palabras. De la misma manera que un registro de la memoria es una estructura proteínica. Al igual que la cabeza de un espermatozoide o el óvulo. Ahí, en el cerebro, no existen palabras o sentimientos; los recuerdos de un ser humano son una imagen escrita en el lenguaje de los ácidos nucleicos, grabada en cristales asincrónicos macromoleculares. Por lo tanto, él cogió de nosotros lo más metabolizado y oculto, lo más pleno y profundamente plasmado, ¿entiendes? Pero en absoluto estaba obligado a saber qué representaba para nosotros, qué significado tenía. Es como si nosotros fuéramos capaces de crear una simetriada y la arrojáramos al océano, cargada de nociones de arquitectura, de tecnología y de materiales de construcción, pero sin comprender para qué sirve ni qué representa para él… — Es posible — dije —. Sí, es posible. En este caso él… quizás no quería pisotearnos y aplastarnos de esta forma. A lo mejor. Y sin querer… — Mis labios temblaban. —¡Kelvin! — Ya. Ya. Está bien. Ya pasó. Tú eres bueno. Él también. Todos son buenos. Pero ¿por qué? Explícamelo. ¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué le has dicho? — La verdad. —¡La verdad, la verdad! ¿Qué? — Lo sabes perfectamente. Ahora ven a mi camarote. Vamos a redactar el informe. Ven. — Espera. ¿Qué es lo que pretendes en realidad? ¿No querrás quedarte en la Estación? — Quiero quedarme. Sí. EL VIEJO MIMOIDE Estaba sentado junto a la gran ventana contemplando el océano, sin nada que hacer. El informe, elaborado en cinco días, recorría ahora el vacío en forma de haz de ondas, más allá de la constelación de Orion. Se encontrará con el primero de una cadena de transmisores cuando alcance la oscura nebulosa de polvo, que se extiende por una superficie de ocho trillones de kilómetros cúbicos y absorbe toda señal y cualquier rayo de luz. Desde allí, saltando de una radiobaliza a la siguiente, separadas entre sí por miles de millones de kilómetros, proseguirá su vuelo, siguiendo la trayectoria de un arco gigante, hasta llegar al último transmisor: en ese punto, una forma metálica atiborrada de instrumentos de precisión, con el característico morro alargado de la antena direccional, lo concentrará una vez más para lanzarlo al espacio hacia la Tierra. Pasarán meses y el mismo haz de energía, disparado desde la Tierra y arrastrando tras de sí una cola de perturbaciones del campo de gravedad de la galaxia, alcanzará el frente de la nube cósmica, se deslizará en su interior, reforzado a lo largo del collar de balizas flotantes; desde allí proseguirá raudo su camino hacia los soles dobles de Solaris. Bajo el alto y rojo sol, el océano se mostraba más negro que nunca. Una niebla bermeja desdibujaba el horizonte; era un día especialmente sofocante, que parecía presagiar aquellas tormentas, increíblemente violentas, que varias veces al año azotaban el planeta. Según una fundamentada teoría, sería su único habitante el que controlaría el clima y se encargaría personalmente de generar esas tormentas. Me quedaban unos meses más de mirar al exterior a través de aquellas ventanas, de observar desde las alturas los amaneceres de oro blanco y de cansino rojo, que en ocasiones se reflejaban bajo la forma de erupciones líquidas, o en las plateadas burbujas de las simetriadas; me quedaban meses de seguir el desplazamiento de los estilizados raudos y de encontrarme con los viejos mimoides, medio erosionados y al borde de la desintegración. Llegará el día en que las pantallas de los visófonos empezarán a parpadear, la antigua señalización electrónica, inactiva desde hace mucho tiempo, se reavivará, impulsada por una señal enviada desde una distancia de miles de kilómetros, y anunciará la llegada del coloso de metal que, acompañado del rugido de los gravitadores, descenderá sobre el océano. Será la Ulises o la Prometeo, o cualquier otro de los grandes cruceros de largo alcance. Cuando baje por la rampa, desde el tejado plano de la Estación, veré a bordo filas de autómatas, blancos y fuertes, que no comparten con el ser humano el pecado original y son tan inocentes que ejecutan cualquier orden, incluida la de su propia autodestrucción o la del obstáculo que se interponga en su camino, según lo programado en los cristales de su memoria oscilante. Acto seguido, la nave se pondrá en marcha silenciosamente, más rápida que el sonido, dejando a sus espaldas una salva de truenos; y los rostros de todos los tripulantes se iluminarán por un momento, solo de pensar que regresan a sus hogares. Sin embargo, yo no tenía un hogar al que regresar. ¿La Tierra? Pensaba en sus grandes, abarrotadas y ruidosas ciudades, en las que me perdería de la misma manera que si hubiese conseguido hacer lo que pretendía, la segunda o tercera noche de mi estancia aquí: tirarme al océano que ondeaba lentamente en la oscuridad. Me ahogaré en la muchedumbre. Seré un compañero silencioso y atento, la gente me apreciará; tendré muchos conocidos, incluso amigos y mujeres; o, a lo mejor, una sola mujer. Durante un tiempo, tendré que esforzarme por sonreír, saludar, levantarme cada día y hacer las miles de pequeñas cosas que componen la vida terrestre, hasta que consiga volver a hacerlas sin pensar. Encontraré nuevas aficiones, nuevas ocupaciones, pero no me entregaré por completo a ellas. A nada, ni a nadie, ya nunca más. Puede que, cuando allí sea de noche, mire hacia el cielo, donde la oscuridad de la nube de polvo, a modo de oscura cortina, cierra el paso al brillo de los dos soles: me acordaré de todo, incluso de lo que estoy pensando ahora mismo, y evocaré mis locuras y mis esperanzas con una sonrisa indulgente, que contendrá un poco de pena y un cierto aire de superioridad. En absoluto me imagino al futuro Kelvin como alguien inferior al de ahora, dispuesto a todo en nombre del anhelado Contacto. Nadie tendrá derecho a juzgarme. Snaut entró en mi camarote. Miró a su alrededor, después a mí, me levanté y me asomé a la mesa. — ¿Querías algo? — Parece que no tienes nada que hacer… — dijo entornando los ojos —. Podría encargarte unos cálculos, no son de extrema urgencia, pero… — Te lo agradezco — sonreí —, pero no es necesario. — ¿Estás seguro? — preguntó, mirando hacia la ventana. — Sí, he estado pensando en muchas cosas y… — Preferiría que no pensaras tanto. — Pues no tienes ni idea de qué se trata. Dime, ¿crees en Dios? Me miró con perspicacia. —¡Qué dices! ¿Quién, hoy, aún cree en…? Sus ojos parecían intranquilos. — No es tan sencillo — dije con despreocupación intencionada —, porque no me refiero al Dios tradicional, según las creencias terrestres. No soy un estudioso de las ciencias de la religión y quizás no haya descubierto gran cosa, pero, por un casual, ¿sabes si alguna vez ha existido una fe en un dios… imperfecto? — ¿Imperfecto? — repitió, arqueando las cejas —. ¿Qué quieres decir? En cierto sentido, los dioses de todas las religiones eran imperfectos por culpa de sus exagerados rasgos humanos. El Dios del Antiguo Testamento, por ejemplo, era un alborotador, sediento de víctimas propiciatorias y de muestras de respeto, celoso de otros dioses… Los dioses griegos, por su inclinación a riñas y disputas familiares, eran también imperfectos de un modo intrínsecamente humano. — No — lo interrumpí —, me refiero a un dios cuya imperfección no sea el resultado de la simplicidad de sus creadores humanos, sino que constituya su rasgo principal e inmanente. Ha de ser un dios con limitaciones de su omnisciencia y omnipotencia, falible a la hora de prever el futuro de sus obras y a quien el desarrollo de sus propias creaciones pueda causar pavor. Un dios minusválido cuyos deseos superen con creces sus posibilidades y que no sea consciente de ello inmediatamente. Un dios capaz de construir relojes, pero no el tiempo que miden. Creador, con determinados fines, de regímenes y mecanismos que acaben superando sus objetivos y traicionándolos. Creador, asimismo, del infinito que, en vez de ser una medida que refleje su poder, se termina convirtiendo en la medida de su fracaso. — En su momento, el maniqueísmo — empezó a decir, vacilante, Snaut. El recelo con el que se dirigía a mí últimamente había desaparecido. — Pero esto no tiene nada que ver con la distinción entre el bien y el mal — lo interrumpí enseguida —. Ese dios no existe fuera de la materia y no es capaz de liberarse de ella, siendo esto lo único que desea… — No conozco semejante religión — dijo, tras un momento de silencio —. Nunca se ha… considerado necesaria… Si te he entendido bien, y me temo que sí, estás pensando en un dios evolutivo, que se desarrolla con el tiempo y madura, que se hace cada vez más poderoso, pero consciente al mismo tiempo de su impotencia. Tu dios es un ser para quien la divinidad es un callejón sin salida y, una vez que comprende eso, se entrega a la desesperación. De acuerdo, pero un dios desesperado sigue siendo un ser humano, ¿no es cierto, querido? Estás hablando del ser humano… No solo es una pésima filosofía, también es un pésimo misticismo. — No — contesté con empeño —, no me refería al ser humano. Es posible que a grandes rasgos se corresponda con esa definición provisoria, pero solo en cuanto a sus deficiencias. El hombre, al contrario de lo que aparenta, no se inventa objetivos. Se los impone la época en que nació, puede estar a su servicio, o bien rebelarse contra ellos, pero tanto el objeto de la entrega como el de la rebelión vienen dados desde fuera. Para experimentar una plena libertad en la búsqueda de metas, tendría que vivir a solas y por ahí no hay salida, porque un hombre que no ha sido criado entre hombres no puede convertirse en ser humano. El que yo imagino… es un ser singular, privado de toda pluralidad, ¿comprendes? — Ah… — dijo —, ahora caigo… E hizo un gesto con la mano, señalando la ventana. — No — negué —, él tampoco. Como mucho, en calidad de algo que ha tenido la oportunidad, en su desarrollo, de alcanzar la divinidad, que malogró al encerrarse en sí mismo demasiado pronto. Él es, más bien, un anacoreta, un ermitaño del cosmos, no su Dios… Él se repite, Snaut; quien tengo en mente nunca haría algo así. Quizás esté creciendo en algún rincón de la galaxia y pronto, en un arrebato de juvenil embriaguez empezará a apagar y a encender estrellas; y nos daremos cuenta al cabo de algún tiempo… — Ya nos estamos dando cuenta — observó Snaut con acritud —. En tu opinión, ¿las novas y las supernovas son velas en su altar? — Si prefieres interpretar literalmente mis palabras… — Es posible que Solaris sea precisamente la cuna de tu divino infante — añadió Snaut. Una sonrisa, cada vez más perfilada, rodeó sus ojos en forma de finas arrugas —. Quizás él sea, a tu entender, el origen, el germen del Dios de la desesperación; quizás su vital infantilismo supere con creces su inteligencia, y todo lo que albergan las bibliotecas solaristas no sea más que un enorme catálogo de sus reflejos infantiles… — Y nosotros, en cambio, durante un tiempo hemos sido sus juguetes — acabé —. Sí, es posible. ¿Sabes qué hemos conseguido? Crear una nueva hipótesis sobre Solaris, y eso ¡no es cualquier cosa! De paso, obtienes una explicación de la imposibilidad de establecer el Contacto, de la falta de respuesta, de ciertas llamémoslas extravagancias, a la hora de interactuar con nosotros; la mente de un niño pequeño… — Renuncio a la autoría — murmuró desde la ventana. Durante unos instantes, estuvimos observando el negro oleaje. En medio de la niebla, sobre el horizonte oeste, se estaba dibujando una pálida y alargada mancha. — ¿Qué te sugirió el concepto de un dios imperfecto? — preguntó de repente, sin apartar la vista del resplandeciente desierto. — No lo sé. Me pareció algo muy, muy acertado, ¿sabes? Es el único dios en el que estaría dispuesto a creer, un dios cuyo martirio no significa redención, que no pretende salvar a nadie, ni está al servicio de nada, sino que simplemente está. — Un mimoide… — dijo Snaut en voz muy baja y cambiada. — ¿Qué has dicho? Ah, sí. Me he fijado antes. Uno muy viejo. Ambos mirábamos el nublado horizonte. — Me voy a dar una vuelta — dije inesperadamente —. Además, todavía no he salido de la Estación y esta es una buena ocasión. Volveré en media hora… — ¿Qué has dicho? — Snaut abrió los ojos —. ¿Te vas? ¿Adónde? — Allí —señalé la mancha de color carne que apenas se distinguía entre la niebla —. ¿Qué más da? Cogeré el pequeño helicóptero. Tendría gracia que, una vez en la Tierra, tuviera que reconocer que, como solarista, ni siquiera había pisado el suelo de Solaris… Me acerqué al armario para elegir una escafandra. Snaut me observaba en silencio y dijo, por fin: — Esto no me gusta. — ¿El qué? —me giré con la escafandra en la mano. Por primera vez en mucho tiempo me sentía eufórico —. ¿A qué te refieres? ¡Las cartas sobre la mesa! Te da miedo que… ¡Qué tontería! Te doy mi palabra de que no haré nada de eso. Ni siquiera había pensado en ello. No, de veras que no. — Iré contigo. — Te lo agradezco, pero prefiero ir solo. Sea como sea, se trata de algo nuevo, algo completamente nuevo — dije atropelladamente mientras me vestía. Snaut siguió hablando, pero había dejado de escucharlo, estaba demasiado ocupado reuniendo las cosas que iba a necesitar. Me acompañó al aeropuerto. Me ayudó a sacar la nave del box y a conducirla al centro de la circular pista de despegue. Mientras me cerraba la escafandra, preguntó de pronto: — ¿Tu palabra todavía tiene algún valor para ti? — Dios mío, Snaut, ¿aún siguen con esas? Sí. Ya te la he dado. ¿Dónde están las botellas de repuesto? No dijo nada más. Cuando hube cerrado la transparente carlinga, le hice una señal con la mano. Puso en marcha el elevador, ascendí despacio a la superficie de la Estación. El motor se despertó, emitió un prolongado zumbido, el rotor empezó a girar y la máquina se elevó con ligereza, dejando abajo el plateado disco de la Estación, cada vez más pequeño. Era la primera vez que me encontraba solo por encima del océano; una sensación muy distinta a la que se experimentaba desde las ventanas. Puede que, entre otras cosas, a causa también de la baja altura de vuelo, ya que nos deslizábamos apenas a varias docenas de metros sobre las olas. Fue entonces cuando supe, y también sentí, que los movimientos de la sinusoide del abismo no solo correspondían a los de una marea o una nube, sino que eran también los de un animal. Recordaban las contracciones incesantes, y a la vez extremadamente lentas, de un musculoso y desnudo tronco; los lomos de las olas que se desplazaban indolentes ardían en rojo, cubiertos de espuma. Cuando giré para coger el rumbo exacto hacia la isla del mimoide que se hallaba en lenta deriva, el sol me deslumbró con rayos sangrientos que se reflejaron en los cóncavos cristales y el propio océano se tornó negro azabache, con tonos grises y manchas del oscuro fuego. Tracé un torpe círculo y me alejé a contraviento, dejando al mimoide a mis espaldas, como una extensa y clara mancha cuyo irregular contorno se recortaba contra el océano. Había perdido el tono rosa que le otorgaban las nubes, ahora era amarillo como un hueso seco; por un momento, lo perdí de vista y, en su lugar, divisé a lo lejos la Estación que, en apariencia, permanecía suspendida justo encima del océano, como un enorme y anticuado zepelín. Repetí la maniobra, concentrando en ella toda mi atención: el macizo del mimoide, con su empinado y grotesco relieve, crecía delante de mí. Me pareció que corría el riesgo de chocar contra sus resaltes más altos y enderecé tan bruscamente el helicóptero que perdió velocidad y empezó a cabecear; fue una precaución inútil, pues las redondeadas cimas de las extrañas torres habían perdido altura. Ajusté la velocidad de la nave con la de la isla a la deriva y despacio, metro a metro, fui descendiendo hasta que las cumbres resquebrajadas se elevaron de nuevo por encima de la cabina. No era muy grande. De punta a punta, podía medir unos mil doscientos metros, su altura no sobrepasaría unos cuantos centenares de metros; en algunos puntos, se veían estrechamientos que indicaban que estaba a punto de partirse. Tenía que tratarse de un fragmento de otra formación mucho mayor; según la escala solariana era un pequeño casco, un resto de semanas, quizás de meses. Entre sus fibrosas elevaciones, descubrí una especie de orilla que se precipitaba sobre el océano; su altura alcanzaba varias docenas de metros, pero su superficie era casi plana, de modo que dirigí la nave hacia allí. El aterrizaje resultó ser más difícil de lo que pensaba, casi toqué con el rotor la pared que se alzaba ante mis ojos, pero lo conseguí. Apagué inmediatamente el motor y abrí la portezuela de la carlinga hacia atrás. Antes que nada, me aseguré, de pie sobre el ala, de que el helicóptero no corría peligro de caer al océano; las olas lamían la orilla dentada a unos diez pasos de mi improvisada pista de aterrizaje, pero el aparato se encontraba firmemente apoyado sobre sus patines, debidamente separados entre sí. De un salto, bajé a «tierra». Estuve a punto de chocar con una pared que resultó ser una enorme y fina membrana ósea, acribillada por infinidad de excrecencias en forma de galerías. Un surco de varios metros de profundidad dividía en diagonal toda aquella pared de varias plantas, mostrando la perspectiva del abismo y sus enormes e irregulares orificios. Trepé por el pilar más cercano del acantilado, y comprobé que el calzado de la escafandra se adhería perfectamente y que esta no dificultaba mis movimientos; una vez hube ascendido el equivalente a unos cuatro pisos sobre el nivel del océano pude, por fin, abarcar con la vista el esquelético paisaje. Era increíble lo mucho que se parecía a una ciudad arcaica y semiderruida, o a un exótico asentamiento marroquí de hace siglos, destruido por un terremoto u otro cataclismo. Lo que se perfilaba con mayor claridad eran los recovecos de las angostas calles, en parte tapadas o bloqueadas por cascotes, sus empinadas pendientes al encuentro con la orilla azotada por la viscosa espuma; más arriba, las almenas que había permanecido intactas, sus bastiones, sus muros inclinados y unos orificios negros que atravesaban las cóncavas y hundidas paredes y semejaban troneras o ventanas estrechadas. Toda aquella isla-ciudad se escoraba pesadamente hacia un lado, como si fuera un buque en pleno naufragio, moviéndose a la deriva mientras giraba muy despacio sobre sí misma; aquella rotación podía intuirse por el aparente desplazamiento del sol sobre el firmamento que incitaba a las sombras a arrastrarse perezosamente en los recovecos de las ruinas. De vez en cuando, un rayo de sol quedaba libre y me alcanzaba. Trepé aún más arriba, arriesgándome ya mucho, hasta que una fina arenisca empezó a desprenderse de las rocas por encima de mi cabeza; caían sobre los sinuosos desfiladeros y las calles, levantando nubes de polvo; después de todo, un mimoide no es una roca y su parecido con la piedra caliza se esfuma al tacto; tiene una superficie porosa y por tanto muy liviana, mucho más que la piedra pómez. Me encontraba ya tan arriba, que empecé a notar su movimiento: no solo flotaba hacia delante, impulsado por los golpes de los negros músculos del océano, sin origen ni destino, sino que, además, se escoraba con extrema lentitud hacia ambos lados alternativamente; cada uno de estos lentos movimientos pendulares iba acompañado por el prolongado y pegajoso susurro de las espumas pardas y amarillentas que bañaban sus orillas. Aquel balanceo le había sido concedido hacía mucho tiempo, en la hora de su nacimiento, y lo había conservado gracias a su enorme masa. Desde mi atalaya contemplé todo lo que estaba a mi alcance, descendí con prudencia y fue entonces cuando, para mi sorpresa, me di cuenta de que el mimoide no me interesaba lo más mínimo, que yo había llegado hasta allí para encontrarme con el océano y con nadie más. Me senté sobre la porosa y resquebrajada superficie, con el helicóptero a unos pasos detrás de mí. Una ola negra reptó con pesadez por la orilla, aplastándose contra ella y perdiendo, al mismo tiempo, su tonalidad; al alejarse, dejó tras de sí viscosos hilos de mucosa. Bajé aún más y estiré la mano al encuentro de la siguiente ola, que repitió con exactitud aquel fenómeno, experimentado por los investigadores desde hacía más de un siglo: vaciló, retrocedió, envolvió mi mano sin tocarla, de modo que, entre la parte exterior del guante y la cavidad que enseguida cambió su consistencia de líquida a casi carnosa, quedó atrapada una fina capa de aire. Levanté la mano despacio; la ola, o más bien su estrecha prolongación, la siguió sin dejar de envolver mi mano, enquistándose y tornándose semitransparente con sucios reflejos verdosos. Me puse de pie para poder levantar todavía más la mano; el hilo de la gelatinosa sustancia se tensó como una cuerda vibrante, pero no llegó a romperse; la base de la ola, completamente extendida, parecía una extraña criatura que aguardaba el final de aquellos experimentos, pacientemente pegada a mis pies (pero sin tocarlos siquiera). Parecía una flor dúctil que hubiera crecido desde el fondo del océano; su cáliz me rodeó los dedos, convirtiéndose en su fiel negativo, aunque ni siquiera me estuviera tocando. Retrocedí. El tallo tembló y, con algo de desgana, regresó al suelo; una ola elástica, oscilante e insegura, creció entonces, succionándolo hasta desaparecer juntos más allá de la orilla. Repetí varias veces el mismo juego, hasta que, al igual que les había sucedido a los primeros investigadores un siglo antes, una de las olas se marchó, saciada quizás de aquella nueva experiencia; era consciente de que tendrían que pasar horas para que lograra suscitar de nuevo su «curiosidad». Volví a sentarme como antes, sobre la misma superficie porosa, pero de alguna manera transformado por aquel fenómeno cuya teoría me era tan familiar; en cualquier caso, resultaba imposible pretender que la teoría fuera capaz de reflejar una vivencia real. En la brotación, el crecimiento, la expansión de aquella creación viviente, en cada uno de sus movimientos por separado y en todos ellos juntos, se percibía una prudente, pero nada temerosa, ingenuidad que intentaba, obstinada y rápidamente, conocer, abarcar una forma encontrada al azar, pero que se veía obligada a retroceder a medio camino, cuando sus fronteras, fijadas por una misteriosa ley invisible, se veían amenazadas. Qué increíble contraste entre la curiosidad vivaz, por una parte, y la inmensidad que alcanzaba, centelleando, todos los horizontes, por otra. Nunca antes había experimentado hasta ese punto su enorme presencia, el fuerte y despiadado silencio que respiraban rítmicamente las olas. Ensimismado, estupefacto, caí en las aparentemente inalcanzables regiones de la inercia y, en la creciente intensidad de la pérdida, me fundí con aquel fluido y ciego coloso, como si le estuviera perdonando todo sin el más mínimo esfuerzo, sin palabras, libre de cualquier pensamiento. Durante la última semana, había sido tan sensato que el desconfiado brillo en los ojos de Snaut dejó, por fin, de perseguirme. Por fuera estaba tranquilo, pero en el fondo, y de forma no del todo consciente, esperaba algo. ¿El qué? ¿Que ella regresara? ¿Acaso era posible? Todos sabemos que somos seres materiales, sometidos a las leyes de la fisiología y de la física y que la fuerza de todos nuestros sentimientos juntos no puede luchar contra esas leyes, únicamente puede odiarlas. La eterna fe de los enamorados y de los poetas en el poder de un amor más fuerte que la muerte, aquellas finis vitae sed non amoris que nos habían inculcado durante siglos, son mentira. Pero dicha mentira es solo inútil, no ridícula. Sin embargo, ¿es acaso mejor ser un reloj que marca el paso del tiempo y se ve constantemente roto y recompuesto? Cuando su fabricante pone en marcha sus engranajes, ya con el primer movimiento se generan la desesperación y el amor, y uno es consciente de que el martirio se irá volviendo más doloroso y cómico a medida que crezcan sus repeticiones. Está bien que se repita la existencia humana, pero no a la manera de un borracho que va echando monedas en la gramola, para escuchar, repetida hasta la saciedad, la misma melodía. En las aguas de ese fluido poroso habían muerto centenares de personas, y toda mi especie entera llevaba años intentando, infructuosamente, conseguir una mínima comunicación con él. Ni por un momento creí que él, que me llevaba a cuestas como un grano de polvo, fuese a conmoverse por la tragedia de dos personas. No obstante, su actividad estaba animada por algún propósito. Ni siquiera esto tenía por qué ser cierto, pero marcharse significaba dejar pasar esa oportunidad que quizás era vana, o que tal vez solo existía en la imaginación, pero eso era algo a lo que solo el futuro podría responder. ¿De qué había servido, si no, todo aquel tiempo transcurrido entre objetos, rodeados de cosas que habíamos tocado juntos y del aire que aún recordaba su aliento? ¿En nombre de qué? ¿De la esperanza de su regreso? No abrigaba esperanzas. Pero sí conservaba cierta expectación, lo último que me quedaba de ella. ¿Qué satisfacciones, qué bromas, qué nuevos suplicios me esperaban aún? No tenía ni idea, pero albergaba el firme convencimiento de que la época de los milagros crueles estaba lejos de haber terminado. Zakopane, junio 1959 — junio 1960 STANISLAW LEM (1921–2006). Escritor polaco nacido en Leópolis (Lwów), ciudad de Ucrania que hasta 1939 perteneció a Polonia. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó como mecánico de automóviles y soldador. En 1944, habiendo su familia perdido todas sus posesiones, se traslada a Cracovia, donde estudia Psicología. Se interesó también por cuestiones de matemáticas y cibernética, y fue miembro fundador de la Sociedad Polaca de Astronáutica. Desde 1973 hasta sus últimos años, enseñó literatura polaca en la Universidad de Cracovia. Falleció en esta ciudad, después de una larga enfermedad coronaria. Considerado uno de los mayores exponentes del género de la ciencia ficción, su obra se caracteriza por un tono satírico y filosófico. Sus libros, entre los cuales se encuentran Diarios de las estrellas (1957), Solaris (1961), El Invencible (1964), Fábulas de robots (1964), Ciberíada (1965), La voz de su amo (1968), y Fiasco (1986), se han traducido a 40 idiomas. notes Notas 1 «Tarkovski dijo en una entrevista, a propósito de Solaris: “Es posible, en efecto, que la misión de Kelvin en Solaris no tenga más que un objetivo: mostrar que el amor hacia otro es indispensable para toda forma de vida. Un hombre sin amor deja de ser un hombre. El objetivo de toda la ‘solarística’ es mostrar que la humanidad debe ser amor”. (…) En este sentido, sería interesante incluir a Tarkovski dentro de la serie de reelaboraciones comerciales de novelas que han servido como base para una película: Tarkovski hace exactamente lo mismo que el más bajo productor de Hollywood, reinscribir el encuentro enigmático con lo Otro en el marco de producción de la pareja…». Žižek, Slavoj: Lacrimae Rerum. Debate. Barcelona, 2006. Pág. 130. 2 Lundwall, Sam J.: Science Fiction: What It’s All About. New York, 1971. Pág. 237. 3 Žižek, Slavoj: Lacrimae Rerum. Op. Cit. Págs. 126–127. 4 Sadoul, Jacques: Historia de la ciencia ficción moderna. Plaza y Janés. Barcelona, 1975. Pág. 315. 5 Rottensteiner, Franz: The Science Fiction Book. Thames and Hudson. London, 1975. Pág. 149. 6 Ketterer, David: Apocalipsis, Utopía, Ciencia Ficción. Buenos Aires, 1976. Pág. 218. 7 A este respecto, resulta también significativo el número de historiadores del género que ignoran a Lem y Solaris o minimizan su importancia y reconocimiento: Forrest J. Ackerman, Brian Aldiss, Frank M. Robinson, John Clute, Peter Nicholls, etc. Todos ellos estadounidenses o británicos. Los autores y expertos en ciencia ficción anglosajones, especialmente cuando pertenecen al mundillo de asociaciones, clubes y convenciones (el fandom) no sólo suelen ser antropocéntricos, sino también anglocéntricos. 8 «Definitivamente, no me gusta el Solaris de Tarkovsky. Tarkovsky y yo diferimos profundamente en nuestra percepción de la novela. Mientras yo creo que el final del libro sugiere que Kelvin espera encontrar algo asombroso en el universo, Tarkovsky trata de crear la visión de un cosmos desagradable, que va seguida de la conclusión de que uno debe retornar inmediatamente a la Madre-Tierra. Somos como un par de caballos enjaezados, cada uno de ellos tirando del carro en dirección contraria… Aunque admito que la “visión de Soderbergh” no está desprovista de ambición, gusto y atmósfera, no me complace la preeminencia del amor. Solaris puede percibirse como la cuenca de un río; y Soderbergh elige solo uno de sus tributarios. El problema principal parece ser el hecho de que incluso esta adaptación romántico-trágica resulta demasiado exigente para un público de masas alimentado con la papilla de Hollywood». Citado en Appleyard, Bryan: Aliens, Why They Are Here. Scribner. G. B., 2005. Pág. 277, (las cursivas son mías).